Desde su castillo en la región de Transilvania, el conde Orlok está esperando a que caiga la noche para atraer a una nueva víctima inocente y saciar su sed de sangre…
Así podríamos empezar a resumir Nosferatu, una de las historias de vampiros más famosas del cine, inmortalizado por el realizador alemán Friedrich Wilhelm Murnau y ahora vuelto a la vida cinematográfica gracias al estadounidense Robert Eggers, con papeles protagónicos encarnados por Willem Dafoe, Lily Rose-Depp y Nicholas Hoult.
Se trata de la tercera versión de esta versión, a su vez, del libro clásico de Bram Stoker: la primera, estrenada en 1922, es una obra maestra del expresionismo alemán, y la segunda, de 1979, titulada Nosferatu, vampiro de la noche, la remake dirigida por Werner Herzog y estelarizada por Klaus Kinski.
Todas adaptaciones de Drácula, versionada en primera instancia por Murnau con el nombre cambiado (de conde Drácula a conde Orlok) para evadir el pago de derechos de autor, con algunas diferencias con respecto a la novela pero conservando lo esencial de su trama: un antiguo y desmoronado castillo en los Cárpatos y un vampiro que viaja en barco hacia un nuevo hogar…
La diferencia esencial entre ambos vampiros radica en sus respectivas personalidades: mientras Drácula es hasta seductor, Orlok es un monstruo, una criatura repulsiva. Por otro lado, el primero transforma a sus víctimas en congéneres, en tanto el segundo mata sin piedad a la mayoría de sus presas.
En cualquier caso, lo extraordinario es que la obra literaria continúe despertando interés entre productores y realizadores cinematográficos y, por ende, entre el público, a casi 130 años de su publicación y a pesar de haber sido bastardeada a través de distintas disciplinas, que hicieron ver patéticos a estos aterradores seres con sagas literarias y películas como Crepúsculo.
El terror gótico sigue interesando cuanto más se respetan sus orígenes: es decir, mientras pretenda asustar, estremecer las fibras más íntimas del lector o espectador, donde se encuentra el miedo, esa experiencia angustiante, básica e instintiva, que sirve tanto para protegernos como para paralizarnos, haciendo emerger lo peor de nosotros mismos.
