CAPÍTULO 1
Cuando nos comimos el pan y el queso, madre se acostó y yo me fui a la parte de atrás, a la marranera ya sin cochinos que ocupé con el Toñico antes de que se muriese. Padre y el hombre se quedaron frente al fuego con la bota de vino que trajo el forastero: de una mano pasaba a otra mano, de una boca a otra boca; los chorros les caían a veces por los mentones mal afeitados.
Yo no tenía cama, ni colchón siquiera, solo un fardo de paja encima del suelo y algún pedazo de paño mugriento para taparme. Tampoco camisón, nadie gastaba ropa para dormir en aquella casa ni en aquel mundo; nos acostábamos con lo que lleváramos puesto durante el día, que era lo mismo que el día anterior y el siguiente porque no poseíamos más que esos trapos. En invierno nos echábamos algo encima, en verano nos quitábamos lo que sobraba y los niños iban desnudos como los animales.
Me quedé dormida con el sabor del queso entre las muelas, dando vueltas a lo que el hombre había contado sobre ese lugar al que él se dirigía cuando paró a pedirnos albergue por una noche; un sitio en el que ya estuvo una vez de joven, según dijo. Para alcanzarlo, antes había que llegar a un puerto y después cruzar el mar. Hacia allá iban las gentes en busca de faena por temporadas, algunos se quedaban para siempre. Argelia se llamaba, y a mí ese nombre se me quedó metido en la cabeza. Argelia.
No lo oí llegar, solo fui consciente de su presencia cuando sentí los dedos gruesos apretándome ahí abajo, como en una caricia bestial mientras la otra mano se me hincaba en la cara y me dejaba sin aire. Como quien lanza al suelo un saco de habas, se me echó encima y me aplastó entera. Logró abrirme las piernas a rodillazo limpio. Yo era incapaz de gritar, no podía moverme. Intenté girar la cabeza para respirar; al no conseguirlo, para no ahogarme le mordí un dedo. Entonces retiró la mano y me soltó un cascaretazo que me partió el labio y me dejó un pitido atroz en el oído.
Ya debía de venir con el pantalón abierto, listo para montarme, porque tardó un instante en entrar y entonces yo sentí como si me hubiera clavado el hierro de la lumbre en lo más hondo. Empezó luego a empujar, a empujar, a empujar mientras me lamía el cuello y me llenaba de babas y gargajeaba cosas que yo no entendía y me raspaba la piel con su barba áspera y sucia. Pesaba como un cochino de los que allí mismo hubo algún día; olía a mugre, a sudor, a vino rancio. Mientras el hombre seguía empujando, a mí me ardía hasta el alma y la boca me sabía a sangre.
Al cabo se debió de vaciar dentro, y entonces se quedó como yo sabía que se quedaban los machos después del alivio. Lo había visto en los perros, que no se reavivaban ni a pedradas. Lo había visto cuando el Francisco me empujó contra la tapia de un corral y se restregó contra mí aquella noche de San Lorenzo, sin abrirse siquiera la bragueta, cuando volvió por primera vez de la guerra de Marruecos. Como cuando los guarros montaban a las guarras o cuando mi padre le decía a mi madre date la vuelta, mujer, y ella obedecía y no protestaba. Flojos, medio idiotas sabía yo que se quedaban los machos, apagados, como lerdos. Lo mismo le pasó al hombre cuando se sació, hincado dentro de mí todavía aunque ya desinflado, sin menearse.
Aguanté un rato, no sabría decir si fue largo o corto, con los ojos muy abiertos, pensando y sin pensar; solo quería salir de debajo de ese hombre. Cuando el roncar se le hizo seguido, logré sacar una mano y empecé a moverla hacia donde padre dejaba los aperos. La arrastré ansiosa por el suelo de tierra compacta, a tientas, en busca de algo, lo que fuera. Una herramienta, una piedra, un podón, una astilla, lo que fuese. Hasta que palpé un mango de madera. Eso. Eso mismamente. Lo ceñí en un puño, lo aferré, no dejé que la duda me retrasara. Tan solo alcé el brazo por encima de su espalda y, apretando los dientes, le hinqué la hoz con todas mis fuerzas.
Tuve suerte, di en blando. La hoja medio oxidada, la de la siega cuando padre algún año segaba, se le hundió como si entrara en un lebrillo lleno de manteca. Lo oí enseguida soltar un gargajo como de bestia y entre los labios se le asomó la lengua bruta y gorda. Quiso decir algo, pero de su garganta solo salió otro sonido parecido a un rebuzno y luego un chorro de sangre. Aproveché para empujarlo presionando con mi hombro, fuerte, más fuerte, hasta que conseguí escurrirme a un lado.
Continuaba boca abajo, no se movía. De la boca le seguían brotando algo así como flemas, con un ruido que cada vez iba a menos. Sin pararme a comprobar si aún respiraba, le tanteé el cuerpo a oscuras, le hurgué en los bolsillos y saqué lo que llevaba dentro. Al tacto noté papeles plegados, la petaca del tabaco y un puñado de perras, un mechero y un pañuelo arrugado y húmedo. En cuclillas a sus pies, lo extendí sobre el suelo y puse lo demás dentro. Juntando las esquinas, le até dos nudos.
Estaba a punto de irme cuando pensé que más me valdría asegurarme. Así que me agaché, agarré de nuevo la empuñadura de la hoz y la removí sin sacarla de su carne. A un lado, a otro, para dejarlo bien muerto.
Eché a correr en mitad de la madrugada. No giré la cabeza para mirar por última vez mi pobre casa, no volví a ver a nadie. Solo me arrojé a la oscuridad, hacia donde partió padre cuando se fue a las minas y adonde madre se encaminaba en busca de labor antes de quedarse medio ciega. Hacia donde decían que estaba el mar, otra luz, otros vientos. Iba descalza, medio en cueros, con la saya arremangada, el labio partido y el pañuelo del hombre relleno con sus cosas atado a una muñeca. Llevaba un escozor sin nombre en las entrañas y la camisa llena de sangre.
CAPÍTULO 2
Cuando la noche empezó a hacerse más clara, yo seguía andando sin sentir el frío de noviembre. Cuando la primera luz del sol aclaró el color del cielo, yo seguía andando. No llevaba nada dentro de la cabeza, ningún pensamiento, ninguna culpa, solo el propósito de avanzar más lejos, más lejos, más lejos.
Con la mañana ya en alto, encontré una acequia y me metí hasta el ombligo en el agua verdosa, las faldas alzadas para que no se mojasen. Arranqué unos rastrojos del borde y con ellos me restregué los muslos y mis partes para despegarme de la piel la sangre seca. Me empapé también la cara y el cuello, donde el hombre me chupó con sus babas espesas. Hasta me eché puñados de agua en las orejas, a ver si me sacaba las palabras guarras que me chorreó dentro.
Al echar de nuevo a andar, me vi los pies desollados por las piedras, las uñas negras y reventadas; seguramente me dolían, pero no lo notaba. O a lo mejor sí lo notaba, pero yo misma anulaba ese dolor de forma inconsciente porque debía seguir adelante, y esos pies repletos de cortes y heridas eran lo único que tenía para moverme. Seguí recorriendo caminos y cuestas, cauces secos de arroyo, ramblas con zarzas y matorrales llenos de espinas, cañizos y barrancos polvorientos en los que de vez en cuando surgían pitas chamuscadas por el sol, penachos de palmito, chumberas.
Evité también pasar por delante de cualquier caserío o casa de labranza, esquivé accesos y casuchas desviándome cada vez que intuía un rastro humano. A la menor sospecha, daba un rodeo; si en la distancia veía a un hombre subido a su mula, un labrador destripando la tierra con el azadón o una mujer que tendía la ropa, yo me apartaba.
Me crucé con perros huesudos que me enseñaron los dientes y se me intentaron subir encima mientras ladraban y escupían chorros de saliva como si llevaran a Lucifer dentro; me defendí de ellos con gritos salvajes y con los mandobles de un palo largo que cogí en una pendiente. Seguí caminando atenta a todo con los ojos bien abiertos: el campo pobre y rudo casi sin vegetación, los bichos, el horizonte, un puñado de olivos, algún aljibe o un molino. En todo aquello intentaba concentrar mi atención para no recordar, para no pensar en nada. Adelante, vamos, vamos. En mitad de una rastrojera se me cruzaron unas perdices e intenté ir a por ellas pero fueron más rápidas que yo, y eso que siempre fui ágil para agarrar animales.
Empezaba el sol a bajar cuando vi una huerta y no pude resistir la loca idea de meterme en busca de una mata de lo que fuera. Me estaba acercando cuando vi un bulto levantarse del suelo y oí los gritos y vi los aspavientos del dueño; luego se agachó, agarró unas piedras y comenzó a tirármelas. Me aparté deprisa subiéndome la falda, tropecé, me caí y me despellejé las rodillas. Una piedra me dio en la nuca, pero no me detuvo. A esas alturas, ya nada me paraba.
Al final de un rebaño de cabras encontré a un zagal andrajoso, iba descalzo como yo y no tendría más de ocho o nueve años, quizá la edad de Toñico antes de que se lo llevaran las fiebres, hasta pensé que se parecía a él, con sus andrajos y la cabeza rapada llena de costras. Se asustó al verme, salió corriendo como un conejo, lo paré a voces. Le pregunté si iba bien encaminada y al tercer intento mío, con él ya en la distancia, respondió que no lo sabía pero lo mismo sí porque desde allí, hacia donde yo me dirigía, venía de vez en cuando la carreta que traía el correo. Ahí lo dejé, señalando mi senda con su dedico mugriento.
Era ya la anochecida cuando di con una carretera y de lejos vi los primeros faroles con esa luz extraña que adelanta la cercanía de los pueblos; intuí que estaba llegando y preferí no seguir. Antes de las primeras casas había una construcción grande, una especie de almacén con las paredes de piedra medio tumbadas. Miré a un lado, miré a otro lado, enfrente, a mi espalda. No vi ningún signo de vida y me metí dentro.
Me cobijé en un cuartucho sin puerta, con el techo caído, acurrucada en el suelo de tierra que olía a mierda de humanos y de animales. Sentía un cansancio feroz pero, a pesar de cerrar los ojos con todas mis fuerzas, el sueño se me escapaba. Cuando por fin se me fue calmando la respiración, a mi cabeza volvió en tromba todo lo que había pasado. La lumbre, la cena. El hombre. La dentadura negra que enseñaba al reír, los chorreones de vino cayéndole por el mentón falto de cuchilla barbera, el pecho salido como un palomo, sus ojos lascivos clavados en mi cuerpo. Tendría que haberme adelantado a sus intenciones, no haberme separado de mi madre, haber puesto a mi padre al tanto. Pero no lo hice, ni ellos tampoco se dieron cuenta. O a lo mejor sí; lo mismo sí percibieron las ansias que tenía él de mí y lo dejaron hacer. Igual les ofreció unas perras, o el pan y el cacho de queso que compartió con nosotros, o la vaga promesa de cualquier espejismo a cambio de un rato conmigo, sin que ellos protestaran, como si no se enterasen.
Sus jadeos, su fuerza, mi dolor, mi asco: todo eso, tumbada en la oscuridad, me había vuelto con saña a la memoria. Mis dedos rápidos cuando recorrieron el suelo en busca de cualquier cosa que me sirviera para sacármelo de encima, mi mano al clavar la hoz en su espalda. Pero, extrañamente, no me arrepentía. Sentía que había hecho lo que tenía que hacer, lo que nadie habría hecho por mí si lo hubiese dejado vivo. Jamás hasta entonces había pronunciado mi boca la palabra justicia, pero tenía la sensación de que era algo parecido a eso.
Me despertaron las campanas de una iglesia llamando a la primera misa del día. Abrí los ojos espantada y me enderecé de un salto. Por el hueco del cuartucho donde quizá un día remoto hubo una puerta, entraba ahora la luz de un sol aún bajo; me sirvió para confirmar que el lugar era inmundo y que tres gatos me contemplaban desde una esquina. Sentada en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, desaté el nudo del pañuelo amarrado a mi muñeca y después deshice los dos nudos que ataban sus cuatro picos. Lo extendí para revisar qué llevaba dentro: mi único patrimonio.
Conté los billetes costrosos y las monedas, grandes y chicas. Desplegué los documentos arrugados, las dos hojas con las que el hombre fanfarroneó junto a la lumbre, las que agitó proclamando que con ellas embarcaría hacia Argelia para hacer buenos dineros.
Cédula de identidad a nombre de Cecilio Belmonte Torres, leí con esfuerzo en la primera hoja.
La segunda era un pasaje Cartagena-Orán en el vapor Ville de Paris. Fecha de partida, 9 de noviembre de 1927.
CAPÍTULO 3
Una niña desayunaba un bollo dulce mirando atontada al suelo; se lo arranqué de entre los dedos mientras su madre pagaba a un hortelano por un manojo de zanahorias. Para cuando la criatura salió de su estupor y se echó a llorar, yo ya había volado. A un muchacho que tiraba de unas cántaras de leche le tendí las manos juntas en forma de cuenco, por si me daba un poco. Lo único que recibí fue el amago de soltarme un guantazo.
—Al puerto, ¿por dónde voy al puerto? Al puerto, ¿dónde está el puerto?
Todos me señalaban en la misma dirección, como hacia abajo. Aunque las prisas me quemaban, antes de continuar paré en una fuente para echarme agua en los pies; estaban negros, abotargados y con las uñas quebradas, masacrados por las piedras de los caminos que me habían rajado la carne y se me habían clavado bien dentro. Dolían, vive Dios si dolían. Pero yo me negaba a que el dolor me impidiera seguir adelante.
Las mujeres que esperaban para llenar sus cántaros me gritaron que me fuera de allí, que no les ensuciase los caños. O, por lo menos, que aguardara mi turno. Les debí de parecer una desquiciada con mis andrajos y mis urgencias. Cómo iba a saber yo que para acercarse al agua había que esperar un turno, llevar un orden; en el barranco del que yo venía esas palabras, orden, turno, no las conocía nadie. Una vieja, encorvada hasta casi rozarse el pecho con la nariz, me agarró del codo y me sacó del enjambre de mujeres. Me arrastró a su mísera casa a la vuelta de la esquina, musitó espera, niña, y al momento salió con unas viejas alpargatas de esparto, una camisa que un día remoto fue blanca y una especie de capote de lienzo basto, deslucido y remendado docenas de veces.
—De mi marido era, que en gloria esté —dijo—. Por San Cosme y San Damián se lo llevó una tosferina.
Me cambié en su misma puerta, unos hombres que pasaban me silbaron y escupieron alguna barbaridad y yo les devolví otra. Era el segundo par de alpargatas que usaba en mi vida y no me importó que fueran la herencia de un desconocido al que unas malas toses habían enviado al cielo. Me quedaban grandes pero me amarré bien amarradas las cintas a los tobillos y las agradecí más que si hubieran sido unos zapatos forrados de seda.
La población, según oí, se llamaba San Antón y desde ella seguí las indicaciones de la anciana y enfilé una alameda larga como una culebra. Un tranvía me asustó con sus ruidos y campanazos; de un salto me eché a un lado para que no me arrollara. También se movía por allí otra gente, muchachos con gorra haciendo repartos en bicicletas y chatarreros con sus carretillas, vendedores ambulantes, mujeres de lutos eternos que sobre sus espaldas parecían cargar la pena de todos los muertos del universo.
Vi también algunos hombres de uniforme y me puse alerta. Imaginé que su trabajo era velar por la decencia pública, y como yo no era decente porque aún llevaba la siembra de un hombre en mis entrañas y su sangre metida entre las uñas, intenté no cruzarme con ellos. Así que, en vez de caminar por la ancha zona central, soleada y bulliciosa, me eché hacia un lateral bajo la sombra de los eucaliptos, al margen, yo sola.
Y así me adentré en la ciudad, y todo se me antojó tan raro, tan raro… Cómo iba yo a imaginar que, a poco más de un día de camino a pie desde El Puntarrón, iba a encontrarme con semejantes prodigios. Carros tirados por bestias más altos que yo que parecían querer aplastarme a poco que me despistara, y hasta carros que andaban solos, sin mulos o caballos que los arrastrasen, cerrados, oscuros y con bocinas y gente dentro. Comercios que vendían tejidos de colores que mis ojos jamás habían visto, quioscos, boticas repletas de frascos y unturas, cafés con grandes toldos en la entrada.
Me quedé pasmada frente al cristal de un comercio: tras él se veían colgando ristras de chorizos y hermosos jamones; fui incapaz de moverme hasta que un mozo salió, me dio un empujón en el hombro y dijo: largo. Me detuve luego ante otro con pirámides de mantecados como aquellos que probamos una vez, cuando la hermana del cura vino a vernos para convencer a madre de encerrarnos en la Casa de Misericordia prometiéndole que nos darían un batón para taparnos las vergüenzas y comeríamos sopa floja con fideos todos los días de la semana.
—¿El puerto? —repetí y repetí, intentando no volver a atontarme con nuevas maravillas—. ¿Voy bien para el puerto?
Unos señalaban hacia adelante y otros ni siquiera se dignaban a mirarme; tan astrosa como iba, lo mismo se pensaron que iba a robarles o a contagiarles la tiña. Hasta que por pura intuición, o porque allí se veía la luz más clara, mi destino me salió al frente. Nadie me había hablado nunca de lo grande que era el mar y hasta entonces yo no conocía más agua que la de las cántaras, las acequias y la lluvia escasa que nos caía muy de vez en cuando.
Me quedé embobada frente a los barcos grandes y chicos, con la boca abierta como andaba siempre Eustaquio el Pelao, el vecino de El Puntarrón que nació idiota el pobrecito. Empecé luego a preguntar entre el montón de hombres que por allí había. Me pasaron de uno a otro, hasta llegar al tipo con gorra de paño oscuro, buen bigote y un cartapacio bajo el brazo.
—Quiero ir a Orán.
—Y yo quiero un pollo frito para la cena de esta noche.
—Traigo papeles.
Soltó un rebufo por la nariz.
—A ver —exigió a la vez que extendía la palma de una mano llena de surcos negros.
Le entregué los documentos arrugados del hombre y se los acercó a la cara: parecía como si quisiera olerlos, pero solo era corto de vista.
—Aquí pone Cecilio. Cecilio Belmonte, nombre de varón.
—Se equivocaría mi padre…
Para que no siguiera preguntando, me adelanté:
—Y el barco de Orán, ¿cuál de estos es?
—Atracará esta noche, viene con retraso. Zarpará por la mañana; estate aquí temprano.
Aquella espera no me hizo gracia. Igual me podrían estar buscando y, cuanto más tardase en embarcar, más fácil sería dar conmigo. Pero no dije ni pío, solo le di la espalda con la intención de encontrar un sitio donde esconderme mientras llegaba el momento de subir al barco. Había dado ya unos pasos cuando oí de nuevo al del bigotón:
—¡Eh, muchacha!
Me di la vuelta.
—¿Llevas el sello del consulado?
Por el estupor de mi rostro, supo que no sabía de qué me hablaba.
—En el Consulado de Francia, allí tienen que ponerte un sello.
Igual también entrevió que yo no tenía la menor idea de lo que eso era.
—Un sello —repitió.
Hizo un gesto: con el puño cerrado de una mano, dio un golpe contundente sobre la palma abierta de la otra.
—Anda y corre a que te lo estampen; sin él, no embarcas.
Volví a preguntar a quien tuve por delante y volví a sentir la misma actitud hacia mí: desprecio, rechazo. Pero hubo también dos o tres pobres diablos a quienes debí de dar lástima y me dijeron por acá, por allá, y así hasta que me planté delante de un imponente edificio.
No era la única con el mismo apuro, en la puerta esperaban unos cuantos infelices con caras de miedo y desconcierto similares a la mía, con fatigas hondas y hambres de años clavadas hasta bien dentro. Venían de sabe Dios dónde y llevaban con ellos sus paupérrimos hatos, hijos en ristra, una sartén, un capazo, un abuelo sordo, una abuela sin dientes.
Ahí fue donde pregunté por alguien que supiera escribir. Solo un padre de familia alzó la mano.
—Algo —dijo—, no mucho.
Le pedí que cambiara Cecilio por Cecilia en mis papeles.
—Te lo hago por dos reales. No es por negarte el favor, muchacha, pero con eso compro leche para mi criatura, a ver si me aguanta el viaje.
…..
De haber sabido que la manera de escribir del hombre era tan mala como la mía, me habría ahorrado el dinero. Hubo suerte y tardamos poco en entrar, y por fin entendí lo que era poner un sello; en el cambio de una letra a otra letra, ni se fijaron. Un oficinista repulido y extranjero, desde el otro lado de un mostrador, me devolvió los papeles. Jamás había visto unos dedos tan largos y unas uñas tan limpias.
—Merci, mademoiselle.
Mi cara le dijo que no lo había entendido.
—Es francés; significa gracias, señorita —aclaró con gesto de hartazgo.
—¿Francés dice usted?
Yo no sabía lo que era eso, en mis oídos jamás había entrado semejante palabra.
—Francés de la Francia —dijo la mujer que aguardaba a mi espalda—. ¿Tú qué te crees que se habla en Argelia, muchacha? El francés de los franchutes, por muchos moros y por muchos españoles que haya en esa tierra.
CAPÍTULO 4
La travesía resultó liviana, el mar estaba como un plato. La hice entera sentada sobre las tablas de la cubierta, encajonada entre bultos y aperos, rodeada por los llantos de las criaturas, los miedos de las viejas y las voces incansables de unos y otros, altas, rápidas, eufóricas quizá por los nervios ante el porvenir aleatorio que nos aguardaba. Los pasajeros franceses de buen pasar, esos que embarcaron bien vestidos y aseados en Marsella, descansaban en sus camarotes o tomaban licores y refrescos en los salones. Al margen, muy al margen de ellos, la cubierta estaba llena de españoles harapientos recogidos en la costa del sureste, primero en Alicante y luego en Cartagena.
Cada uno cargaba con sus propias estrecheces y la lengua de sus pueblos, unos el valenciano, otros el castellano, y con sus palabras y sus acentos formaban corros y nadie paraba de hablar y cada cual aportaba un parecer, una versión, un temor, un anhelo. Alguno advertía que para la siega del cereal aún faltaban meses, otro que era mejor ir directo a la poda de invierno en las viñas cercanas a Río Salado que de temporero a las huertas de naranjos en Saint-Denis-du-Sig, el Sig bereber, el Sigle alicantino, el Siglo para el resto; se lo había contado uno de Elche que llevaba por allí ya un tiempo. Alguno insistía en que pagaban más sacando hierro en las minas de Béni Saf que abriendo las líneas del ferrocarril con el pico y la pala diez horas al día, seis días a la semana; se lo había dicho uno de Lorca que volvió el verano pasado. Nadie tenía sueños de grandeza, todos ansiaban lo elemental: ganar las perras necesarias para poder vivir medio dignamente.
Hasta las mujeres metían baza en las conversaciones, porque ellas también iban a trabajar, lo mismo que muchos de sus hijos desde que cumplían los siete o los ocho años. En los campos y en pequeñas fábricas, en el servicio doméstico de las familias francesas pudientes, como lavanderas y costureras de ropas ajenas. Como prostitutas algunas, si no había más remedio, en competencia con las árabes, las italianas y las maltesas, para saciar los apetitos de los militares o los marineros; andaba mucho varón solo por esas tierras. Una contó que sus primas estaban contratadas donde las salazones del pescado en Mazalquivir; a otra le oí que unas vecinas de Santa Pola llevaban años en un sitio donde hacían ramos de flores.
Hubo quien habló de la recogida del algodón y hubo quien recordó la matanza sangrienta de décadas atrás en los atochales de Saïda, cuando centenares de españoles faenaban como braceros en el esparto; a destajo, de sol a sol, a lo bestia. Eso fue lo único en que casi todos se pusieron de acuerdo: en lo que habían oído sobre la aspereza extrema de aquellas plantaciones, uno de los grandes negocios del Oranesado. La mayoría tenía un caso o un sucedido que compartir; se comentaba que ya había poco esparto porque lo habían esquilmado a fuerza de apretar y apretar para multiplicar la fibra con la que se hacía la pulpa de papel y mandarla a los ingleses durante la Gran Guerra.
Pero aún quedaba labor y, por eso mismo, aún quedaban también agentes desaprensivos en representación de las grandes compañías, y en aquella cubierta del vapor abarrotada unos y otros advertían al resto que mejor era alejarse de esos hombres que pululaban por los muelles dispuestos a reclutar a españoles incautos y analfabetos recién bajados de los barcos, y aconsejaban estar alerta para no caer en sus trampas porque prometían buenas condiciones y al cabo nada era como adelantaban. El esparto, lo último: eso repetían las voces en valenciano, en castellano. El peor, el más penoso de los trabajos, por el calor asfixiante de aquellas llanuras sin agua y la dureza compartida con los peones árabes, por los abusos a los que los unos y los otros eran sometidos en esos espartales dejados de la mano de Dios, tan resecos, tan lejos.
De boca de mis compañeros escuché también que algunos tenían la intención de asentarse en tierra africana de forma permanente; deslomarse para prosperar y naturalizarse como franceses lo antes posible, como ya habían hecho desde la mitad del siglo pasado tantos otros compatriotas, parientes, paisanos. Otros, en cambio, acudían como simples temporeros por unos meses; golondrinas dijeron que los llamaban, por eso del ir y venir desde una costa a la de enfrente.
Y así, sin parar de escuchar cientos de historias, llegué a Orán como parte de aquella caterva de infelices, pobres como las ratas, primitivos, iletrados, medio indocumentados, medio famélicos, algunos clandestinos y otros reincidentes, involuntariamente propensos a ser carne de abuso en cualquier rincón del soleado mapa de la muy francesa Argelia, casi siempre escasa de mano de obra para sus faenas más brutas. Otra oleada de desechos de la misère espagnole, como después aprendí que repetían en su lengua.
Estábamos entrando en el puerto, nos habíamos ya puesto en pie sobre la cubierta y mirábamos todos en la misma dirección, al fin sumidos en un silencio entre acobardado y respetuoso, con los rostros hacia los muelles y hacia la ciudad, hacia un enorme pico con un fuerte en lo alto y hacia los acantilados. Entre la turba a punto de desembarcar había seguro más de uno que dejaba a sus espaldas cuentas vergonzantes, como aquel tipo de mirada oscura que se agazapó entre dos rollos de soga y solo fumó y fumó sin hablar con nadie, o quizá aquella mujer de pechos caídos, pañolón oscuro y ojos huidizos y tristes que no volvió la mirada atrás en ningún momento. Como yo misma y el recuerdo del hombre al que dejé muerto en El Puntarrón dos días antes.
El puerto de Orán resultó mucho más ajetreado que el de Cartagena, con sus montones de barquitos de pescadores por un lado, y sus grandes cargueros y transbordadores por otra zona; con veleros, balandras, faluchos y vaporcillos meciéndose al sol, envueltos en broncos gritos de hombre en varias lenguas, bocinazos y sirenas.
Antes de permitirnos bajar a tierra, sin embargo, unos cuantos empleados empezaron a pasear por la cubierta, abriéndose paso entre nosotros mientras hacían sonar con estrépito sus silbatos y soltaban avisos a voces. Eran hombres serios, vestidos de uniforme gris, con gorras idénticas caladas hasta media frente. Hablaban en francés y nadie los entendía; intentaban hablar en español con acento penoso y casi nadie los entendía tampoco. Hasta que alguien captó los mensajes y se corrió la voz. Que vayamos al Consulado de España nada más pisar tierra porque hay que inscribirse. Que no podemos salir de Orán sin pasar por el consulado. Que son órdenes de las autoridades francesas.
Pero una cosa era lo que aquellos empleados intimidantes advertían y otra lo que muchos teníamos en la cabeza. Y en línea con eso, algunos obedecieron y se encaminaron a cumplir con sus obligaciones como ciudadanos extranjeros en territorio de la République française, mientras otros optamos por adentrarnos en el nuevo país sin dar cuenta ni a Dios ni al diablo.
—¿No te vienes, niña?
El grito me lo lanzó una mujer que viajaba con su madre y dos hijos en busca de un marido que se suponía que trabajaba en unos campos cerca de Sidi Bel Abbès; no sabían nada de él desde hacía casi un año. Durante la travesía, estuvimos sentadas cerca y me ofreció un pedazo de su pedazo de pan; eso era lo único que yo llevaba en el estómago.
No le contesté ni que sí ni que no.
Únicamente agité el brazo a modo de adiós y emprendí mi camino.

CAPÍTULO 5
Arriba y abajo, por cuestas, escaleras y tramos empinados cuyos nombres aprendería más adelante. Arriba y abajo, abajo y arriba desde el puerto y los bulliciosos barrios bajos a las anchas avenidas de las zonas europeas; de la promenade de Létang, que casi tocaba el mar, hasta la gran explanada de la plaza de Armas. Sin rumbo ni orientación, recorrí calles y boulevards y pasé frente a estatuas de hombres ilustres e iglesias con campanarios, frente a mezquitas y mercados callejeros, inmuebles elegantes donde habitaba la gente de bien y patios ruidosos donde se hacinaban los vecinos con menos suerte. Por todas partes vi ondear una bandera de tres colores, le drapeau bleu, blanc, rouge, la bandera azul, blanca y roja que marcaba la autoridad francesa sobre Argelia desde hacía casi cien años.
En un puesto callejero de pescado me agaché rauda para coger un par de sardinas que habían resbalado desde un mostrador al suelo. Las saqué de un charco y las apreté en el puño; cuando el pescadero me gritó algo que no entendí, salí corriendo. Un par de esquinas más adelante paré, me senté en el escalón de una casa cerrada, les arranqué las tripas y me las comí crudas; apenas dejé las raspas, engullí hasta las cabezas. Quise después afanar unos higos de la carreta de un árabe con chilaba y capucha; pensé que no se daría cuenta en medio del bullicio de vendedores y compradores, pero me soltó un manotazo antes de que llegara a rozarlos con las puntas de los dedos.
Con las alpargatas del viejo de San Antón al que se llevó la tosferina, arrastrando mi mugre y mi hambre, recorrí Orán entero sin saber qué hacer ni adónde ir, sin hablar con nadie ni tener clara la dimensión del desatino que suponía mi huida. Hasta que en algún momento de mi frenético deambular, cuando empezaban a fallarme las fuerzas y notaba en mi sesera algo así como una bruma, me saltó a la vista otra bandera distinta, de solo dos colores, el rojo y el amarillo, los mismos que vi ondear en el puerto de Cartagena y que reconocí únicamente por ese motivo, porque yo de banderas entendía poco. Intuí que me encontraba delante del sitio al que me había negado a ir al bajar del barco, para que nadie pudiera cotejar lo falso de mi identidad en la cédula. Ahí estaba el Consulado de España, donde quizá algo podrían saber acerca de Cecilio Belmonte, el muerto de cuyo nombre yo me había apropiado.
Estaba a punto de apartarme, con el susto metido en los huesos, cuando oí una voz familiar desde lo alto de un carretón con tiro de dos caballos parado junto a la puerta.
—¡Eh, muchacha! ¡Al final has venido!
Era la mujer del barco, la de los dos hijos, la abuela y el marido que dejó de dar señales. Volvió a gritarme:
—¡Entra a arreglar tus papeles, que lo mismo todavía hay tiempo!
Antes de que pudiera reaccionar, intervino el arriero del carretón, con boina calada y voz seca.
—Nos vamos, mujer, déjese de saludos y de monsergas.
—¡Aguarde usted un momento, hombre de Dios! —protestó ella.
—Nos queda un buen trecho hasta Sidi Bel Abbès; aquí no esperan ni mis muertos.
De entre las gentes que ya estaban subidas saltó un enjambre de voces enfrentadas: unas jaleaban al arriero para que se pusiera en marcha y otras le pedían que esperara unos instantes para ver qué hacían conmigo. Debí de provocarles compasión con mi patética estampa, con mis greñas, mi flojera y mi descomunal desconcierto, y así siguieron unos instantes, peleando entre ellos a voces mientras yo, en lo ancho de la calle, permanecía aturdida y en silencio. Hasta que un hombre joven que iba de pie en la parte trasera se inclinó y alargó el brazo hacia mí.
—Arriba, morena, que a este cabestro no hay quien lo pare.
Aún no sé por qué razón, le agarré la mano, subí al carretón y me fui con ellos.
CAPÍTULO 6
Fuimos soltando cuerpos a lo largo del trayecto, junto a pequeños poblados, encrucijadas y senderos que anticipaban fincas de labor. Eran hombres en su mayoría, aunque de tanto en tanto también descendía alguna mujer, incluso alguna familia; se dirigían al encuentro de alguien conocido, o en busca de un contrato medio apalabrado, o tal vez simplemente pretendían seguir el rastro nebuloso de la incertidumbre. Descendían de un salto y después, desde lo alto del carro, les lanzábamos sus parcas posesiones, lo mismo un canasto que un rebujo de mantas o un hato con ropa o herramientas. Luego los despedíamos:
—Vayan ustedes con Dios.
Raro era quien no se quedaba con un poso de ansiedad en el rostro, como si se sintieran un poco huérfanos tras abandonar a esos zarrapastrosos compañeros de viaje con los que llevaban horas desde Orán dando tumbos; como si el amontonamiento dentro del carro y el polvo reseco de los caminos hubiera tejido entre nosotros una especie de rara hermandad.
Vayan ustedes con Dios, volvíamos a repetir cada dos por tres. Vayan ustedes con Dios. Hasta que, con el carretón medio vacío y la noche cerrada, llegamos a Sidi Bel Abbès. Atravesamos el pueblo, grande y plano, dormido entero. Los cascos de los caballos repicaban sobre los adoquines y la luna parecía moverse por encima de nosotros, sobre el carro abierto. Quedábamos ya pocos; en silencio, sin fuerzas para seguir hablando, recorrimos avenidas, glorietas y plazas con cuarteles militares y barracones, trechos de residencias distinguidas con verja de hierro forjado y jardines entre las sombras, y tramos de casas menos decorosas con tejados de teja de barro y desconchones.
—Abajo todo Cristo.
Así nos avisó el arriero del final del viaje, en un español áspero que poco tenía que ver con el francés que según decían se hablaba por allí. A algunos de los viajeros los estaban esperando y otros tenían claro hacia dónde dirigirse. En cuestión de minutos, mientras sacábamos a los niños dormidos del carro, solo quedamos yo misma, la familia que me dio pan y la medianoche.
La madre de las criaturas se llamaba Encarna; Encarna Molina, vecina de El Esparragal, un sitio que yo no sabía por dónde quedaba, y del que ella tampoco me dio explicaciones. No era ni guapa ni fea, tenía los ojos grandes y la palabra rápida, vestía ropa gastada pero digna y estaba siempre atenta, como si ansiara enterarse de todo: los nombres, los sitios, qué era qué, para qué, por qué y cómo. Aparentaba más edad, pero no había cumplido aún los treinta.
—¡Vamos, mujeres! Allez, allez, que es para hoy.
El tipo nos metía prisa y, con los zagales, la abuela y los bultos escasos ya en el suelo, Encarna y yo nos miramos, preguntándonos sin palabras qué era lo siguiente. Quizá porque estaba acostumbrado a gente como nosotras, exhaustas y perdidas, el carretero se nos adelantó.
—Si no tenéis adónde ir, os podéis quedar aquí y salís cortando por la mañana temprano.
Era arisco el arriero, pero el hecho de trasegar para acá y para allá con tantos infelices quizá le había despertado un poso de humanidad cuando veía a la gente al límite.
—Hay agua en las cántaras del fondo, y en aquel cajón de madera lo mismo encontráis unos peros para los críos.
Acabamos tumbadas en el suelo de tierra dentro de aquella especie de almacén, molidas, sucias, hambrientas pero tranquilas al fin. Los niños cayeron al pozo del sueño los primeros, la anciana se santiguó tres veces y musitó sus oraciones antes de echarse a dormir.
—Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la Virgen María y el Espíritu Santo.
Así las acabó y Encarna, en réplica, masculló entre dientes algo que no entendí. Seguramente la vieja tampoco, porque en cuestión de segundos estaba roncando. Antes de que nosotras también cayéramos rendidas, le pregunté:
—Y cuando encuentre a su marido, ¿qué va a hacer usted, Encarna?
Se despabiló un poco, giró su cuerpo hacia mí.
—Para empezar, deja de hablarme de usted. Y para seguir te digo que no sé si está vivo o muerto; eso es lo que vengo a averiguar. Y una vez que me entere, decidiré si me vuelvo a mi pueblo o si me quedo.
—Pero para eso no te hacía falta traer a los zagales.
Se les oía respirar fuerte, con sus huesitos sobre el suelo duro y la boca abierta; las tolvaneras del camino les debían de haber taponado los agujeros de la nariz.
—Ni a tu madre tampoco —añadí.
Mientras nosotras hablábamos con voces quedas, los ronquidos de la mujer sonaban tan rítmicos como si estuviera tumbada sobre un buen colchón de lana.
—Esa perra no es mi madre; es mi suegra, la madre de él.
—¿Y por qué viene contigo?
—Porque la muy asquerosa se negaba a prestarme el dinero para el pasaje y a quedarse con mis hijos si no me la traía. ¿Y tú?
—Yo, ¿qué?
—¿Tú por qué has venido, tan moza y tan sola?
—Para trabajar —respondí.
—¿De qué?
—No lo sé todavía. Lo mismo para servir.
Soltó una carcajada sorda.
—¿Para servir en una casa? ¿Tú? Pero ¿cómo van a contratarte a ti los franceses tan finos de por aquí, alma de cántaro? La otra vez que volvió mi Antonio al pueblo nos contaba que comen con mantel de hilo todos los días, beben vino en copas labradas y para cada cama tienen dos o tres juegos de sábanas.
—A lo mejor puedo aprender…
—No te hagas ilusiones, criatura. Y no te lo tomes a mal, pero ¿tú te has visto? Eres una salvaje, parece que has salido de una caverna. Mira que nosotros somos gente humilde, pero lo tuyo… Lo tuyo no tiene nombre, niña. Pero ¿tú dónde te has criado?
Podría haberle mencionado El Puntarrón, nuestras penurias, mi madre medio ciega con las manos descarnadas y mi padre siempre tan flojo escupiendo sangre entre toses; podría haberle descrito nuestro chamizo inmundo, los caldos de agua con sal y hierbas como único alimento en los días de invierno, los pollos que se nos fueron muriendo y los hermanos que desde chicos quedaron enterrados porque nacieron tronchados o por las diarreas o las fiebres, y uno detrás de otro sus cuerpecicos fueron a parar debajo de las piedras, a la sombra de la higuera. Quizá así aquella mujer habría entendido por qué yo era como era, poco más que un animal flaco e ignorante. Pero no le conté eso, porque me salió otra cosa distinta.
—He matado a un hombre. Se me metió dentro y le hinqué una hoz en la espalda.
Oí el ruido de sus ropas al removerse, Encarna se estaba incorporando.
—Voy a darte un consejo —dijo entre dientes, con tono sombrío—. Un consejo que te vas a guardar bien guardado en la mollera, por la cuenta que te trae. —Se contuvo unos instantes, como si estuviese eligiendo las palabras—. Esto que acabas de decirme no lo repitas nunca. —Acercó una mano, me clavó las uñas en el hombro y la sacudió con fuerza—. ¿Lo has entendido? —preguntó firme, sin soltarme—. Te lo guardas para cuando tengas que rendir cuentas a Dios o al diablo, pero trágatelo y no lo repitas jamás. A nadie. Y al sitio de donde vienes, acuérdate bien de lo que te digo, no vuelvas nunca. Nunca. Nunca.
CAPÍTULO 7
Encarna ajustó un precio con el hombre del carro a la mañana siguiente.
—¿Para el chantier de Solana van? ¿Donde los frutales? Eso cae por la ruta de Tessala, allí llegamos en hora y media. Por el viaje de los cinco serán…
Lo interrumpió antes de que él redondeara la cantidad.
—Cinco no; cuatro. La abuela, los hijos y yo. Cuatro somos.
Con esa suma tan simple supe que nuestros caminos iban a separarse: en la búsqueda de aquel marido que llevaba más de un año sin dar señales de vida, yo no entraba.
El arriero también fue consciente de que me quedaba atrás.
—¿Y tú para dónde vas, muchacha?
Me encogí de hombros.
—Adonde me salga algún empleo.
—¿Sabes hacer algo?
Repetí el mismo gesto.
—Lo que haga falta.
—Lo que haga falta, monsieur —me corrigió—. Eso es lo primero que tienes que aprender, a hablar con educación.
No sabía qué quería decirme, pero asentí.
—La semana pasada me llevé a quince o veinte familias a los chantiers del esparto, a trabajar con los árabes para l’Alfa, la compañía francesa. Lo mismo todavía les falta gente.
Tendría que haberme mordido la lengua y mostrarme dispuesta a aceptar cualquier cosa. Pero no lo hice.
—En el barco, los hombres avisaron de que en las fincas de esparto quedaba ya poca faena y que la vida era mala.
—¡Mira tú la señorita, poniendo pegas! ¡Con la estampa de pordiosera que gasta! Como si fuera una mademoiselle recién llegada de París o de Lyon, y no viniera de la miserable España.
El hombre soltó una carcajada bronca; Encarna lo miró con el morro revirado y luego intervino a mi favor.
—Lo mismo sabe usted de algo por aquí cerca. A la chica no le faltan arrestos y en cuanto consiga arrancarse la roña del cuerpo, se peine esa mata asquerosa que lleva en la cabeza y se desbrave aunque sea un poco, lo mismo hasta parece una trabajadora decente.
El hombre me miró de arriba abajo, sin convencimiento.
—No sé yo… —musitó dudoso—. ¿Tienes en orden tus papeles?
No respondí.
—Tu cédula —insistió—. No llegaste a sellarla ayer, ¿verdad? No te apuntaron en el registro.
Despacio, solo con la cabeza, reconocí que no. Él soltó un refunfuño.
—Otra que se queda con menos papeles que un burro robado. Mira que las navieras tienen orden de no dejar embarcar a nadie sin el permiso, y mira que avisan después de que hay que pasar por el consulado para registrarse, que luego vienen los problemas.
Encarna volvió a salir en mi rescate.
—Si es que no le dio tiempo a la criatura, con las prisas que usted traía.
—Menos mal que has venido para acá, para Bel Abbès. De haber enfilado hacia Aïn-Témouchent, o más para abajo, para Tlemcen o cualquier otro sitio de l’Oranie, no habrías podido arreglarlo. Pero aquí sí, menos mal. Aquí hay otro cónsul de los nuestros.
Tragué saliva.
—¿Otro Consulado de España, dice usted?
—Más pequeño que el de Orán, con poco personal, pero abierto. Españoles por aquí hay montones, y cuando no salta un desacuerdo surge un pleito o una trifulca.
Uno de los hijos de Encarna empezó en ese momento a llorar sabía Dios por qué motivo, lo mismo por hambre. El hermano lo intentó acallar a base de collejas, acabaron enzarzados y ahí encontré yo una salida para escurrirme. No tenía intención de cumplir con los formalismos de los que hablaba el hombre; no iba a enseñar mi cédula de identidad falsa ni a un cónsul ni a nadie. A saber si alguien iba a conocer a Cecilio Belmonte de cuando estuvo la primera vez por esas tierras.
—A ver si se le ocurre a usted lo que sea —insistí.
Se rascó la cabeza mientras Encarna seguía intentando apaciguar la pelea infantil y mientras su suegra protestaba en paralelo, increpando a la madre y a los hijos. Si es que no tienen temor de Dios, decía agria la vieja. Esto es lo que pasa por no meterles el respeto al padre; en cuanto dé con mi hijo, se lo cuento.
—A lo mejor en las huertas de tabaco, que ahora por noviembre empiezan la segunda cosecha —dijo tras la pensada.
Me quedé mirándolo con los ojos muy abiertos. No sabía de qué me hablaba; del tabaco yo solo conocía la picadura que liaba mi padre cuando sus ganas de fumar superaban a la necesidad de dar de comer a sus hijos.
—Sube al carro, anda; te dejamos de camino —dijo al fin—. Y hagan parar de una puñetera vez a esos dos mierdecillas o les meto un guantazo que les abro la cabeza.
CAPÍTULO 8
El dueño de aquella ferma al principio no quiso aceptarme. Ferma, esa palabra la aprendí del arriero: así era como los españoles llamaban a lo que en francés era une ferme, una finca, granja o huerta donde había cultivos en los que se precisaban temporeros.
—Para esta cosecha ya tengo suficientes.
Se llamaba monsieur Hernandez, era ancho de tronco y corto de estatura, llevaba las mangas arremangadas y las perneras del pantalón remetidas por las cañas de unas viejas botas de cuero manchadas de tierra. Lo mismo hablaba francés que árabe o un español defectuoso con fuerte acento, según a quién dirigiera los gritos. A pesar de su negativa, no me moví del sitio; me quedé en la explanada mirando hacia el plantío, viendo cómo trabajaban los árabes con sus ropajes anchos y sueltos, y los que no eran árabes, hombres de pantalón y camisa andrajosa en su mayoría, con algunas mujeres entre ellos. Los primeros se cubrían las cabezas con turbantes de tela sucia, el resto con sombreros de paja deshilachados, para que el sol africano no les abrasara las entendederas. Me fijé en sus movimientos mientras avanzaban por las hileras de matas verdes, cómo se agachaban o se giraban o estiraban los brazos. Quería asegurarme de que yo iba a ser capaz de hacer lo mismo.
—Déjeme usted un día de prueba —le propuse—. Si no respondo lo mismo que un buen bracero, mañana mismo me echa.
Tras dudar unos instantes, voceó una orden a Hicham, un capataz argelino; igual le di lástima, o igual calculó que con dos brazos adicionales le saldrían mejor las cuentas. El empleado árabe se acercó, alto y erguido como un caballero dentro de una chilaba astrosa, cargado con un gran canasto. Sin apenas palabras, con sus manos de dedos huesudos me mostró cómo se arrancaban las hojas de la planta del tabaco: primero las de abajo, las más chicas, luego las del medio y al final las de lo alto, tan grandes que algunas llegaban a ocupar dos palmos. Me enseñó también cómo se ponían capa por capa en el interior del cesto, extendidas unas sobre otras, con cuidado hasta llenarlo sin rozar los bordes. No necesité más; en breve conseguí trabajar rápida como el resto, más incluso que algunos. Eso sí, por ser mujer, tal como me aclaró Hernandez desde el principio, me pagaría menos. Así estaba estipulado y, si no me interesaba, ya podía ir enfilando el portón que me sacaría otra vez a la carretera.
…..
Nos despertaba una sirena a la amanecida, nos poníamos en fila y el paciente Hicham nos llenaba a cada uno un recipiente de hojalata con leche espesa de cabra y nos repartía un trozo de pan caliente hecho en la madrugada; jamás en mi vida había yo probado manjares semejantes, por humildes que fueran. A mediodía sonaba otra sirena y se repetía la operación, aunque esta vez en lugar de leche nos daban agua, y al cacho de pan le sumaban un puñado de aceitunas o de higos. Por la tarde, tras dejar colgados los sombreros en unos ganchos de la pared, solía haber un guiso caliente, y volvía a ser Hicham quien servía con un cucharón en los mismos cacharros de hoja de lata. Desparramados sin orden, devorábamos nuestra ración en silencio, sentados en un bordillo o en un poyete de arcilla o en el mismo suelo pedregoso, sin apenas cruzar palabra antes de caer exhaustos. Se decía que monsieur Hernandez cenaba todas las noches poulet braisé, pollo braseado en la casa de la finca, con su familia. Hicham, en el cobertizo de tablones de madera en que vivía, igual no cenaba nada, a juzgar por la estrechura de su esqueleto.
Si alguien se quería lavar, en la parte trasera había un pozo con polea y un cubo. Para hacer de vientre, un poco más allá, cerca del muro, te encontrabas dos letrinas. Cuando apretaban las ganas de orinar no parábamos la faena; aquello lo hacíamos ahí mismo, donde pillaran las prisas.
Los europeos dormíamos repartidos por un barracón y los árabes solían quedarse fuera, envueltos en sus albornoces bajo las estrellas. La primera noche me acurruqué en una esquina y caí rendida, tapada por el capote que me dio la viuda de San Antón. La segunda noche noté entre sueños que alguien me acariciaba la pierna y me lo quité de encima a patadas, sin distinguir quién era entre las tinieblas. A partir de la tercera me instalé a orilla de un matrimonio que nunca dijo de dónde venía, por si acaso tenía que pedirles amparo; él era grande y velludo, ella silenciosa como una salamandra. Ningún hombre con ganas de carne volvió a acercarse.
Nos deslomábamos, trabajábamos de sol a sol en aquella petite ferme dedicada al cultivo del tabaco, la modesta propiedad de Gérard Hernandez, le patron, que era francés a pesar de su apellido porque su familia llevaba en Argelia tres generaciones, y que era severo, malhumorado y gritón, pero buen trabajador él mismo y medianamente honrado con su gente. El sábado, de nuevo en fila, abría la llave de una pequeña caja de caudales que Hicham sostenía entre las dos manos, sacaba unos fajos de billetes y nos pagaba. No tenía yo conciencia todavía de la parquedad de esos sueldos, pero así era la norma, o la costumbre, y nadie protestaba. Y tampoco aquella ferma tenía aspecto de generar riquezas millonarias.
—¿Eso son duros o pesetas? —pregunté durante el primer cobro, en un susurro, a la mujer que iba delante de mí en la cadena.
—Francos, muchacha, francos franceses. En esta tierra no circulan las pesetas.
Desconocía si aquellos billetes arrugados podrían servirme de poco o de mucho; si serían suficientes para comprar un pedazo de jabón o una camisa sin agujeros o una manta para no dormir muerta de frío por el relente de las noches. Carecía de conocimiento sobre el valor del dinero en general y mucho menos acerca de los pagos franceses. Jamás en mi vida había recibido nada, únicamente lo que me llevé de los bolsillos del hombre cuando me fui de El Puntarrón; una cantidad que, según acababa de saber, en aquel mundo de poco iba a servirme.
Hasta que terminamos con la recolección de la hoja y la mayor parte de los compañeros no tuvieron más remedio que irse. Sin sueños ni aspiraciones, sin más horizonte que seguir trabajando como animales en otras campañas, en otros champs de tabac o en las cosechas de la patata, la vid, los naranjos o el cereal según el calendario, musulmanes y cristianos se esparcieron de nuevo por los caminos, con sus guadañas o sus azadas y sus miserias al hombro, rumbo a otras huertas, a otras petites fermes como la de monsieur Hernandez y tantos otros modestos colonos o quizá en busca de una oportunidad de temporada en las haciendas de algún gros propriétaire, algún gran propietario francés de aquellos que habían sumado enormes lotes de tierra a su patrimonio gracias, según oí decir, a las prebendas de la Administración francesa.
Pero yo tuve suerte, y conseguí que le patron me dejara quedarme para las labores del secadero, donde hacía falta más maña que fuerza bruta. Las semanas siguientes las pasé faenando en un chamizo con techumbre de madera abierto a los cuatro vientos, orientado de levante a poniente para evitar el sol de las horas más crudas. De entrada, nos dedicamos a clasificar las hojas de tabaco recogidas de las matas: primero las esparcíamos sobre un mostrador central, luego las distribuíamos por tamaño y calidad para ensartarlas a continuación en largos alambres, a fin de que las hojas se marchitaran colgadas boca abajo, frente con frente o espalda con espalda para evitar la podredumbre; también eso lo aprendí rápido. Los alambres eran finalmente tensados y clavados de una punta a otra del chamizo, por encima de nuestras cabezas, hasta formar una especie de extenso techo vegetal, con las hojas listas para que el aire las secara y les cambiara el color: del verde al amarillo, del amarillo al pardo, del pardo al marrón intenso.
CAPÍTULO 9
Me fui adaptando a la ferma, a las exigencias cambiantes de las labores y a las rutinas de aquella vida bruta, carente de distracciones o de horizontes. Las únicas novedades eran que me lavaba con el agua del pozo trasero los sábados por la tarde, solía peinarme una vez a la semana con el peine de madera que me prestaba una de las mujeres, y alguna noche de domingo Hicham hacía una fogata en la explanada y nos contaba la historia de sus gentes antes de que llegaran los franceses o nos cantaba una vieja canción árabe con voz melancólica, y algún compatriota de los míos quizá se sumaba y entonaba un fandango lastimero o el estribillo de una parranda y los demás le seguíamos haciendo pitos con los dedos bajo las estrellas. Más de una vez me pidieron que cantara yo algo de mi tierra, pero no supe qué. La música era otra de las delicadezas que jamás entró en mi familia.
Y hubo más cambios en aquellos días; sostenidos, eso sí, no súbitos. El principal de ellos fue mi convencimiento de que el hecho de comer tres veces cada jornada, por repetitivas y frugales que fueran las raciones, me estaba cambiando el cuerpo. No compartí aquello con nadie; ni tenía confianza, ni a ninguna de las otras mujeres les importaban esas cosas que me ocurrían a mí, la más sola y la más joven. En cualquier caso, por lo general hablaba poco porque a mí me hablaban poco, porque éramos tan solo diez o doce los empleados que restábamos después de la cosecha, cada uno hijo de su madre y de su padre, y menos aún serían los que acabaran quedando al término del curado del tabaco, y quizá por eso, por un ansia oculta de no ser lanzados al vacío de los caminos, cada cual se protegía y se deslomaba de la mañana a la noche en una especie de competitividad muda, intentando cumplir lo mejor posible para no ponernos al borde del abismo.
Cuando las hojas estuvieron secas comenzó el desgajo, el deshoje, y tras él metimos el tabaco desmigado en barricas y cajones de madera, para que se lo llevaran hasta Orán, a la fábrica que compraba a monsieur Hernandez todas las cosechas. A finales de una de aquellas semanas estaba previsto que vinieran a recoger el primer cargamento. Supe que había llegado el momento cuando oí cascos de caballo y ruedas de carro aproximándose a la explanada; después la voz de un hombre que saludaba al patrón. Platicaron un rato, se acercaron luego juntos hacia el exterior del secadero, donde lo teníamos ya todo listo para el transporte.
Por allí dentro andaba yo, acalorada por la faena y el mediodía, con el escote de la camisa abierto, las mangas subidas y la mata de pelo atada a la nuca con un cordel mientras terminaba de barrer los restos de las hojas y nervaduras que habían quedado por el suelo después del empaque. Ajena a los dos varones y sus acuerdos, seguía manejando la escoba con brío para finalizar cuanto antes y poder ir en busca de un chorro de agua; tenía una sed tremenda y hambres caninas, aunque para el almuerzo aún faltaba rato.
—A ti nunca te había visto antes por aquí, no te conozco de otras campañas.
Andaría el desconocido entre los treinta y los cuarenta, llevaba bigote, gorra con buena visera y unas manchas de sudor en los sobacos que le bajaban hasta la correa. Monsieur Hernandez no estaba ahora a su lado; sin que yo me diera cuenta, debía de haber vuelto a la casa en busca de facturas, recibos o cualquier otro avío necesario para el transporte al que íbamos a dar salida.
Seguí barriendo sin responderle, él se arrimó más, alargó una mano y con su envés me sobó un brazo desnudo, abajo y arriba, arriba y abajo, despacio.
—¿Por qué no te vienes conmigo ahí atrás y me tocas un poquito, nena?
Fingí no oírlo, no sentirlo; seguí a lo mío. Él miró a un lado y a otro con rapidez zorruna, para asegurarse de que no había nadie en las inmediaciones. Dejó entonces de rozarme, se echó la mano a sus partes.
—Tanto traqueteo me calienta siempre, ¿quieres verlo, nena? El camino desde Orán es largo y a uno le da por imaginarse muchas cosas.
Permanecí callada, aferrada al palo de la escoba, conteniendo las ganas de atizarle con ella; pero no, no lo hice, no fuera a quedarme sin trabajo. Él siguió con sus guarradas, sin retirar tampoco su mano del bulto de la bragueta.
—La carne de hembra sudada me pone loco. Paso por aquí cerca casi todas las semanas; cuando tú quieras me esperas y, si me dejas, te doy unos cuantos francos. Mira, toca aquí abajo, nena, verás cómo me has puesto…
—Laisse la fille tranquille.
Fue la voz de Hicham la que surgió a nuestra espalda. Deje a la chica tranquila, había dicho en francés. Por si al hombre no le quedaba clara la orden, para apartarlo de mi lado le dio un empujón que lo hizo chocar contra uno de los postes.
—¡A mí tú no me tocas, moro!
El vozarrón insolente del tipo hizo volver la cabeza a las mujeres que andaban en el otro extremo del chamizo, trajinando con sus escobones y sus trapos; lo suficientemente lejos de nosotros para no ver lo que acababa de ocurrir y lo suficientemente próximas como para acudir de inmediato. Los hombres, entretanto, andaban rastrillando en el semillero.
—Nadie tiene que defender a esta guarra, que ha venido a ofrecerme dinero a cambio de que me la lleve lejos, ¿te enteras?
El tipo tenía que alzar la cabeza para llegarle al capataz árabe a la barbilla; se desgañitaba mientras Hicham soportaba sus embustes y su rabia en silencio.
Las mujeres llegaron hasta nosotros y monsieur Hernandez apareció al minuto, con la zancada rápida y una cartera de cuero debajo del brazo. A partir de ahí, se embarullaron las voces: la del hombre, la de Hicham, la mía, las de las compañeras que no habían visto nada pero lo intuyeron todo. Para deshacer la algarabía, Hernandez ordenó al capataz que bajara al semillero y avisara a los hombres para que empezasen a cargar; al hombre lo sacó a la explanada y, volviéndose hacia mí se limitó a mascullar:
—Hablaremos luego.
Ese luego fue cuando el carro ya enfilaba la salida de la ferma con destino a la fábrica de Orán, con la carga de nuestro trabajo a rastras. Regresó entonces el patrón al secadero, donde yo seguía barriendo sobre barrido porque en realidad allí ya no había nada que hacer; únicamente insistía para contener los temores mientras aguardaba mi sentencia.
—Mañana te quiero fuera.
Me defendí a gritos, intenté explicar lo que de verdad había ocurrido, protesté, insulté al hombre que acababa de irse.
—Me da lo mismo. Este Muñoz tiene la lengua muy larga, y yo no quiero problemas con la maison Bastos. De ellos vivimos así que, entre Bastos y tú, prefiero seguir con Bastos.
No tenía la menor idea de qué o quién era Bastos, ni osé preguntarlo. Solo me quedó claro que aquel iba a ser mi último día en la ferma Hernandez. Cuando el patrón se alejó con pasos prestos hacia su vivienda, las demás mujeres frenaron las tareas y me rodearon.
—Al menos, si te la llega a endiñar, no habría podido dejarte cargando con una criatura tan fea como su jeta —dijo una.
Las otras soltaron una carcajada colectiva, con una mezcla de compasión y sarcasmo. Yo las debí de mirar alelada, sin entender la broma.
—Pero, criatura, ¿es que no te has dado cuenta todavía de que estás preñada hasta las orejas?
CAPÍTULO 10
El lavadero estaba a las afueras de Sidi Bel Abbès: allá fui a parar siguiendo las indicaciones de Hicham. Se me acercó cuando estaba saliendo de la ferma, nadie había acudido a despedirme. Una menos, debieron de pensar mis compañeros. Tanta gloria lleve como hueco deja.
—Cecilia —oí a mi espalda.
Ahí estaba Hicham, con su largo esqueleto, su chilaba raída y un paquete envuelto en un trapo. Me lo tendió, dentro había un pan caliente.
—Le lavoir.
Puse cara de no entender.
—Le lavoir —repitió. Luego hizo un movimiento con los puños cerrados, separados, moviéndolos rítmicos hacia atrás y hacia adelante, como si lavara ropa. Entonces intuí que mencionaba un lavadero.
—Le lavoir à Sidi Bel Abbès. Vas-y.
Con la palma en vertical, movió sus dedos largos en dirección al camino. Que fuera al lavadero de Sidi Bel Abbès, parecía decirme.
Atrás quedó la ferma de Hernandez, con el patrón agobiado por si el tal Muñoz lo metía en algún problema en Orán, por mi culpa, para la venta de su tabaco. Y atrás quedaron mis compañeros dispuestos a olvidarse de mí según me alejara, y el bueno de Hicham, el único que intentó ayudarme a reencauzar los pasos.
Tardé medio día en volver a Bel Abbès, caminando bajo el sol con mis viejas alpargatas por un flanco de la carretera. Y a la vez iba pensando. Pensando. Pensando en cómo podría ser eso, que llevase dentro una criatura del hombre que me forzó y al que yo dejé muerto, sin saber cómo digerirlo y sin comprender cómo no me había dado cuenta. La menstruación para mí era algo que iba y venía, nunca la tuve regular, a veces se escaqueaba durante meses y luego aparecía una mañana cualquiera, igual porque yo era así de rara o tal vez porque la mala nutrición me había trastocado el cuerpo hasta ese extremo. Y cuando mi cintura se empezó a ensanchar y mis pechos se pusieron más grandes y más duros, supuse que sería por el simple hecho de meterme comida en el cuerpo tres veces al día. Y cuando quizá debí preguntarme a mí misma si aquello no sería señal de otra cosa, estaba tan reventada después de trabajar desde el amanecer hasta la anochecida que mi pobre cabeza se quedaba sin energía para pensar, y lo único que yo quería era volver al suelo del barracón, acurrucarme como un gato y dejar que el sueño me llevase.
Me fui cruzando con argelinos que pastoreaban rebaños esmirriados y con europeos de zancada más presta que la mía. A los laterales vi más campos fértiles y alguna casa buena, y más fermas con sus trabajadores tronchados entre las matas. Vi también pequeños poblachos árabes o lotes de tierra baldía y reseca. A ratos, levantando densas nubes de polvo, pasaban carretas tiradas por mulas, automóviles modernos y vehículos militares cargados de soldados que me soltaron groserías; no contesté a ninguna, ni siquiera volví el rostro, tan solo seguí caminando hacia adelante, con mi ropa pobre y sucia, con un atado de pelo oscuro cayéndome por la espalda, el alma turbada y la barriga creciente.
Encontré el lavadero casi de la madrugada, tras recorrer Sidi Bel Abbès de punta a punta según las instrucciones que me dieron por las calles y las plazas. Le lavoir? Le lavoir?, repetí a las gentes buscando orientación. Allez tout droit, por acá, por allí siga caminando. Hasta que más allá de donde nos dejó el carretero la primera noche, más allá de los cuarteles de la Legión Extranjera, di con el sitio.
A esa hora no había nadie, solo pilones de piedra vacíos y bancadas desnudas; en los alambres de tender no colgaba ni un hilo. Lo único que encontré fueron charcos de agua que todavía no se habían secado; en ellos bebían unos perros flacos de los que me libré a pedradas, siempre tuve el tino certero. Cuando conseguí que se fueran, me ovillé en una esquina a esperar la mañana. Ya no me quedaba pan, pero ahí seguía mi desconcierto.
Me despertaron las voces; aún estaba abriendo el alba. Las primeras mujeres miraron hacia mi rincón, pero no dijeron ni bonjour, ni buenos días nos dé Dios, ni salam aleikum, ni nada. Eran en su mayoría hembras con poco lustre, llevaban sayas oscuras y pañolones que les cubrían el pelo. Apoyados en las caderas o en lo alto de las cabezas cargaban con grandes canastos de mimbre llenos de ropa. En cuanto se pusieron a hablar entre ellas, supe que muchas eran de mi misma tierra o de por allí cerca. En el reloj del campanario de una iglesia próxima sonaron las siete y, en ese preciso momento, empezó a salir el agua de los chorros; seguramente alguien con autoridad la cortaba por la noche para que aquello no se llenase de holgazanes, desahuciados o animales con sed. O de seres dejados de la mano de Dios, como yo misma.
Sin parar de hablar unas con otras, cada cual ocupó un lugar, como si ya los tuvieran repartidos. Me las quedé mirando, las había más jóvenes, menos jóvenes, maduras y hasta viejas; las había lozanas y las había castigadas hasta los tuétanos. Aun así, todas coincidían en algo: ninguna lavaba su propia ropa ni la de sus familias. Todas eran simples trabajadoras, empleadas de negocios o casas francesas medianas y buenas; de una maison única en exclusiva o de varias en sucesión, según la suerte.
Pasé un buen rato observándolas desde mi esquina, sin atreverme a dirigirles la palabra. Contemplar aquel bullicio era una especie de vistoso espectáculo: por cómo hablaban, por lo que gritaban o a ratos cantaban, por los sonidos que hacían y sus movimientos. Compartían pareceres y carcajadas, se quejaban de los caprichos absurdos y de las extravagancias de sus patronas; en ocasiones se metían unas con otras, a veces en broma, a veces en serio, con pullas de las que se defendían con insultos broncos y maldiciones. Todo ello sobre el fondo sonoro de los chorros al caer, el ruido de la ropa mojada al ser frotada contra la piedra de las pilas.
Cuando en el campanario sonaron las doce del mediodía, la actividad frenó de golpe. Las mujeres se secaron las manos; las tenían rojas e hinchadas, deformadas algunas, casi siempre agrietadas por la lejía y la sosa. Sin parar de hablar, se acercaron entonces a las bancadas y sacaron sus tarteras de estaño con la comida dentro.
Entonces fue cuando no logré contenerme, me levanté y me acerqué a ellas.
—Por caridad, mujeres…
Ahí me planté, enfrente, con mi hambre y mi desamparo, mendigando que me diesen lo que tuvieran a bien: una cucharada de sus guisos, unas palabras de aliento, un poco de trabajo.
Un cuarto de hora más tarde, ocupé la última de las pilas, metí las manos bajo los chorros de agua fría y empecé a restregar la mugre de un canastón de ropa.
* * *
POR SI UN DÍA VOLVEMOS de María Dueñas
Cortesía Planeta