Los relatos de los marinos tienen una franca sencillez:
toda su significación puede encerrarse dentro de la cáscara de una nuez.
JOSEPH CONRAD,
El corazón de las tinieblas
EL FINAL
Nazca, 4 de enero de 1837
El capitán no podía precisar si había empezado a morirse esa tarde de enero de 1837, o aquella lejana madrugada de 1818 en la que dejó California en ruinas. No sabía si la muerte le había entrado con la tercera puñalada, justo entre las costillas, o veinte años atrás, cuando ordenó disparar el primer cañonazo frente a las costas de Monterrey. Ignoraba si la agonía lo había alcanzado cuando decidió quedarse en ese desierto al que no llegaba el perfume del mar, o en la época en que él era el amo de los océanos y el señor de los mares.
Mientras intentaba recuperar algo de aire, se preguntaba si el aliento había comenzado a abandonarlo a causa de la herida reciente que le rasgó el pulmón, o el día en que bajó de un barco por última vez para habitar esa tierra yerma. O acaso, dudó, haya comenzado mucho antes, cuando era aquel héroe del Pacífico que hundió un prao malayo a cañonazos, después de haber atado a todos sus tripulantes al palo mayor. Estos países, se lamentó en silencio, siempre han matado a sus héroes.
Estaba mareado. Maladie de débarquement, pensó. Después de todo, no era algo extraño en él; siempre se había mareado en tierra firme. Aún después de tantos años sin subir a un barco, todavía sentía que se le aflojaba el piso debajo de los pies cuando no estaba en la cubierta movediza de una embarcación. Tal vez sería mejor si se tendiera en el suelo. Estaba cansado.
De pronto tuvo una revelación. Acostado sobre el piso de baldosas de arcilla colorada, descubrió que había firmado su sentencia de muerte la remota tarde que liberó a más de un centenar de esclavos frente a las costas de Tamatave, en la isla de Madagascar. El capitán confirmó su epifanía al ver que la mano oscura que empuñaba la daga volvía a arremeter, esta vez muy cerca del corazón. La gente es ingrata, juzgó. La sangre se confundía con el rojo de la arcilla cocida de los baldosones; por eso tardó en comprender que se estaba desangrando.
Del otro lado de la ventana, el cielo azul, siempre azul, azul hasta el hartazgo como es el cielo repetido del desierto, le recordó que todos los días eran iguales; incluso el día de su muerte. Encandilado, cerró los ojos y se perdió en un torbellino de recuerdos desordenados. En el revés de los párpados se le apareció la cara descompuesta del portaestandarte realista al que le arrebató la bandera española después de atravesarle el corazón con la bayoneta durante la batalla de San Lorenzo. Lo había matado de una estocada limpia y piadosa, evocó, no con la incompetencia con la que lo estaban carneando a él sus propios esclavos.
En las volutas caprichosas de los humores acuosos que le anegaban las pupilas, creyó distinguir los mapas del fin del mundo, las cartas de navegación con mares nunca explorados e islas jamás ultrajadas por el filo del machete. Recordó el perfume del pescado frito y el ron en una lejana taberna de Zanzíbar y ahí, del otro lado de la ventana, vio la silueta de la Fragata Negra como una enorme fatamorgana suspendida entre el desierto y el cielo. Y así, envuelto en un tul de sudor frío, antes de que llegara la quinta puñalada, volvió a ver cómo California en llamas caía a sus pies.
LIBRO PRIMERO
El comienzo del fin
1
Monterrey, 24 de noviembre de 1818
Las costas de California habían quedado en ruinas. Era aquella la mayor devastación que conociera Monterrey. Una bandera azul, blanca e incógnita ondeaba ultrajante sobre los restos del fuerte. Cormoranes y petreles volaban desbandados entre las ramas calcinadas de los encinos y las columnas de humo negro.
—¿Piratas, corsarios o bucaneros? —preguntó un hombre cubierto de polvo que intentaba incorporarse entre los escombros aferrado a una botella de aguardiente.
—Argentinos —contestó el otro en un intento de llamar de algún modo a esa horda salvaje que aún no tenía nombre.
El que sostenía la botella se encogió de hombros y le devolvió un gesto de desconcierto; no conocía esa categoría de bandidos. Entonces, el más viejo señaló hacia la bahía de San Carlos, donde estaba anclado uno de los barcos de los cuales habían descendido los invasores: “La Argentina”, decía un gallardete orlado con hebras de oro y galones que colgaba desde la borda. Ese era el nombre de la embarcación, conocida alrededor del mundo como la Fragata Negra, cuyos cañones todavía despedían humo y terror. Más cerca de las murallas del fuerte permanecía quieta y fantasmal la silueta de la corbeta Santa Rosa.
El silencio se igualaba con la sordera en los tímpanos de los sobrevivientes que deambulaban sin rumbo en medio de cadáveres y escombros. Poco antes de la primera descarga, las mujeres alcanzaron a correr con los críos en brazos ante los gritos desesperados del gobernador para que evacuaran el caserío junto al fuerte. Habían escuchado por boca de sus padres y abuelos las historias de Drake y Cavendish, sabían de los ataques de Stephen Courtney y los saqueos del pirata Rogers. Pero esto era otra cosa.
Quienquiera que fuese el capitán de aquellas tropas demenciales, había conseguido sembrar el terror y ahora recogía la cosecha desde el fondo de los despojos. Sus hombres rapiñaban todo cuanto podían cargar sobre las espaldas. Y lo que no, lo montaban sobre el lomo de las mulas, los caballos y los bueyes que habían quedado vivos. Arrasaron con el oro, la plata, las monedas, la casa de moneda, los cañones, los fusiles, los arsenales, los chanchos de los establos, los cristos de los retablos, los santos, las vírgenes, los niños Jesuses, los Jesuses con sus cruces, las columnas salomónicas, los trípticos, dípticos y polípticos, el pan, la sal, las especias, los animales en pie, las reses colgadas en los saladeros, los yunques, las forjas, las alforjas, los martillos, los clavos, los esclavos, las vidas y las almas. Y ahora iban por el tesoro. El verdadero tesoro.
Los dos hombres que intentaban recomponerse a fuerza de aguardiente miraban incrédulos los restos del desastre sentados en los escalones del atrio descascarado de lo que quedaba de la taberna. El bigote ralo, los ojos oblicuos, el ocre de la piel y las sandalias raídas los ponían a salvo; eran invisibles a los ojos de los ocupantes, entregados a cazar españoles. Mientras se sacudían el polvo de la ropa, pudieron ver la figura inmensa de quien daba las órdenes.
El capitán de los corsos, de insultante uniforme de sargento mayor de las Provincias Unidas del Río de la Plata, hundió las botas charoladas en aquel barro hecho de cenizas, bosta y orines de los soldados que habían resistido el ataque durante horas. A medida que avanzaba, los cordones dorados de las charreteras se balanceaban sobre sus hombros en una danza burlona, humillante. Caminó hasta toparse con una silla volteada que había sido usada como parapeto, la enderezó y la arrastró hasta ubicarla frente a la puerta de la gobernación. Se sentó y contempló la desolación. Era una silla simple, sin labrados ni terciopelo; sin embargo, por el solo efecto de ser él quien la ocupaba, lucía como un trono. La botonadura de la chaqueta brillaba insolente a través de la bruma y el polvo. Las aletas de la nariz, enorme, orgullosa, se dilataban con el olor de las hogueras que ardían aquí y allí.
El almirante tenía el perfil de un gavilán de mar y los ojos del color del escarmiento. Según quien lo mentara, podía llamarse Bouchard, Buchar o Buchardo. Pero en momentos como aquel, sus hombres se referían a él como Furia. Así, sentado en la cima de un promontorio de escombros, rodeado de rescoldos y humaredas, le ordenó a José María Píriz que hiciera el inventario de los caudales reales. Píriz no era un hombre de mar; era teniente del ejército criollo y estaba a cargo de las tropas de infantería de a bordo. Delgado, de pecho prominente y la cara surcada de arrugas precoces que le daban un aire marcial, desde el principio se había ganado la confianza del capitán. A diferencia de la mayoría de los corsarios, mantenía los pies sobre la tierra, era poco afecto al fantasioso mundo de los marineros y le costaba acostumbrarse al balanceo constante de los barcos. Llevaba siempre una libreta y un lápiz y tomaba nota de todo lo que sucedía durante el viaje. Él era el hombre en quien el capitán había confiado las cuentas, el responsable de cotizar el botín y determinar el reparto.
—Vaya, cuente y anote, teniente.
Píriz entró en la gobernación y al rato salió rascándose la cabeza con el sombrero en la mano.
—No han dejado ni un real, mi capitán.
Hyppolyte Bouchard se tragó el bocado de ira que venía macerando y, sin mover un músculo de la cara, susurró:
—Habrá que preguntarle al gobernador.
El capitán arrastraba las erres entre el lomo de la lengua y el atrio del paladar hasta convertirlas en un gruñido. No era solo la inflexión propia de los franceses; su tono tenía la aspereza de un rencor añejo, magmático, siempre a punto de estallar.
—El gobernador ha huido —confirmó el teniente Píriz con un tono neutral, como si quisiera quitarle gravedad a la noticia. Sabía por experiencia que el capitán estaba cerca del punto de ebullición. Le hizo saber sin dramatismo que, según varios testimonios, antes de que la fragata abriera fuego, Pablo Vicente Solá había corrido abriéndose camino a los codazos entre las mujeres y los niños y, a la carrera, se había subido en uno de los carros de la caravana que transportaba los arcones con el tesoro.
El capitán arrancó un jirón de la bandera española tirada en el suelo, se limpió el barro de las botas con el bordado de la corona y, sin distraerse de su tarea, ordenó:
—Búsquenlo y tráiganlo.
Los hombres de Bouchard iban casa por casa, y entre gritos, insultos y empujones, sacaban a todos los españoles a punta de bayoneta con las manos en alto. Uno por uno, fueron llevados a comparecer ante el capitán de la ocupación, quien, sentado en la silla desvencijada, los obligó a arrodillarse en una hilera. Sin perder la compostura, cruzó las manos sobre el abdomen y, a su turno, les hizo a todos la misma pregunta:
—¿Dónde están las arcas reales?
Nadie contestó; entonces el capitán ordenó encender una antorcha y, blandiendo la llama frente a la cara de los interrogados, continuó con la segunda pregunta:
—¿Dónde está el gobernador?
Enfrentado a una muralla de silencio hecha con la piedra del miedo y la argamasa del desconcierto, el capitán le entregó la antorcha al teniente Píriz. Bouchard, ahora sí convertido en Furia, ordenó:
—Quemen todo.
Los españoles vieron cómo los piratas incendiaban sus casas, una tras otra, cada vez que el capitán recibía un “no lo sé” por respuesta. El fuego se iniciaba en los cortinados, reptaba por los tirantes del techo y, al colapsar los tejados, las casas se convertían en el alimento de las hogueras atizadas por el viento del mar.
Antes del atardecer, los argentinos, que así los llamaron en ominosa alusión al nombre de la fragata de la que desembarcaron, habían prendido fuego a cerca de cincuenta de las más hermosas residencias del poblado junto al fuerte. Y como los arcones con el tesoro no aparecían, al anochecer, el cielo de California se iluminó con las llamas de la gobernación. Ese iba a ser apenas el comienzo de la destrucción más atroz de la que guarden memoria las costas del Pacífico.
2
California ardía. Desde la fragata fondeada en la bahía, el poblado se veía como una brasa crepitante hundiéndose en el mar. Hyppolite Bouchard había montado el cuartel general en el salón principal de uno de los pocos caserones que habían dejado en pie. Mientras revisaba los libros con los asientos contables que había sacado de la gobernación antes de incendiarla, mandó a sus hombres a que festejaran la caída de la ciudad. No fue un permiso. Fue una orden. California era un nuevo territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata y eso no solo era motivo de celebración para los vencedores, debía ser una efeméride negra impuesta a fuego en la memoria de los derrotados. Para los corsarios el festejo era la parte más grata de la venganza. Nadie estaba dispuesto a olvidar a los once muertos, los veinte heridos y los daños que las fuerzas españolas habían dejado en el casco y el velamen de la Santa Rosa, todavía maltrecha en la ensenada. El cirujano de la expedición, fray Bernardo Copacabana, que además de médico era un monje de la orden Betlemita, no había podido hacer nada, como hombre de ciencia ni como representante de Dios, para salvarles la vida a todos esos marinos que habían sido alcanzados por los cañones del fuerte. Después del ataque a la corbeta, los soldados realistas se habían permitido lanzar salvas, vivas, cánticos burlones y disparos al aire, convencidos de que habían ganado la batalla.
—Ilusos —masculló entre dientes el capitán.
Quienes lo conocían podían diferenciar cuándo estaban en presencia de Bouchard o de Furia. No era fácil distinguirlos. No solo la apariencia física y gestual era la misma en ambos; cuando uno tomaba el lugar del otro, incluso su aspecto espiritual era semejante. No profería insultos, no gritaba ni se desgañitaba con bramidos de cólera; no se le hinchaban las venas del cuello, no fruncía el ceño ni sacudía los brazos. Furia llegaba como las corrientes submarinas, sin agitar la superficie pero capaz de devorar barcos enteros. Furia se deslizaba por el torrente sanguíneo de Bouchard y se le metía en el corazón hasta dejarlo sólido y frío como un témpano. Furia no amenazaba, disparaba. Furia nunca perdía el tiempo en sentencias; fusilaba a los amotinados luego de un conciso trámite sumario. Furia jamás lanzaba advertencias; calculaba el resquicio entre la cuarta y la quinta costilla y enterraba la espada en la base del corazón. Furia no daba segundas oportunidades; ataba a los enemigos al palo mayor y hundía el barco hostil a cañonazos con la tripulación entera. Furia no enviaba emisarios a negociar; destruía puertos, arrasaba poblados y quemaba ciudades. Furia nunca perdía el control de sí mismo ni de su escuadra; era dueño de una ira calculada, racional, que incluía la crueldad como un elemento más en los planes generales. Bouchard era el autor de las estrategias y Furia era quien trazaba las tácticas.

—Vayan, festejen, y no les dejen a estos españoles ni un ápice de alegría para el resto de sus días —ordenó con la mayor serenidad.
Antes de que la frase se diluyera en aquel aire viciado de humo, abrió su diario y, con una rima acaso involuntaria, anotó:
Yo formé en este momento el designio de acabar con su alegría. Con el ruido de la fiesta que tenían, nada percibían, y así yo saqué toda la gente quedando solo los heridos, que fue necesario dejar para no hacernos sentir con sus quejidos.
Cerró el cuaderno y pidió que lo dejaran solo mientras se volvía a internar en la obsesión que lo había guiado desde que había llegado a California: el tesoro que acababa de llevarse el gobernador con rumbo desconocido y todos los bienes españoles que cupieran en las bodegas de la pequeña flota que comandaba.
Afuera, bajo un cielo incandescente, en medio de aquel infierno de fuego y destrucción, la soldadesca, compuesta en partes desiguales por gauchos, criollos y hawaianos, se mezclaba con la oficialidad integrada por ingleses, estadounidenses y franceses. También había piratas portugueses, africanos, filipinos y malayos. Todos, sin distinción de lengua ni color, improvisaron una suerte de carnaval corsario; el término “corso” tomó de pronto su sentido más primitivo y salvaje. Las viudas, que lloraban desesperadas a sus maridos, eran obligadas a bailar al ritmo de los tambores. Los corsarios se pasaban las mujeres unos a otros, las hacían girar por la cintura e incluso las lanzaban al aire como si fueran muñecas de trapo. Mientras las forzaban a dar vueltas y más vueltas, iban dejando estelas de lágrimas a su alrededor.
En medio de los festejos, Peter Corney, capitán al mando de la Santa Rosa, quien había sido apresado por los españoles después del ataque que dejó averiada la corbeta, ávido de venganza, ordenó que se abrieran las puertas del presidio para dejar salir a todos los criollos que habían sido encarcelados por cargos contra la Corona. Detrás de ellos se colaron cuchilleros, ladrones y asesinos locales.
Fiesta y saqueo fueron una misma cosa: piratas y convictos sacaban los barriles de las tabernas, los hacían rodar hasta el centro de la plaza, perforaban las maderas a balazos y se bañaban en charape, bingarrote, chilocle y toda clase de licores malolientes. Los más temerarios se metían entre las maderas ardientes de las casas en llamas y bajaban a las bodegas para rescatar los vinos y licores de los hacendados españoles. No pocos se inmolaron por una botella de vino Rioja picado. Los presos preparaban coyote al pie de los toneles tumbados en la plaza y mezclaban pulque con miel de caña y peyote. Las botellas pasaban de mano en mano y de boca en boca; algunos marineros obligaban a las mujeres a que bebieran hasta hacerlas caer inconscientes.
Así, entre bailes enloquecidos, gritos y visiones indecibles, los invasores saltaban entre las ruinas en una comparsa alucinada. Muchos se quitaban la ropa y se contorsionaban desnudos, recortados contra un fondo de llamas. Otros se disfrazaban con las galas robadas a los españoles, se ponían las pelucas blancas de los funcionarios y se ajustaban a la cintura los corsés que les arrancaban a las mujeres. El incendio de la ciudad era apenas el primer círculo del infierno que se avecinaba.
3
Un muchachito vestido de pirata caminaba apartado de la multitud. Iba en sentido contrario, como si buscara algo. Tenía cara de niño y estatura de hombre. Las mejillas lampiñas y el pelo ensortijado contrastaban con los miembros largos y algo desgarbados. Los ojos negros escudriñaban a la muchedumbre enloquecida. Era tan delgado y etéreo que parecía pasar a través de las comparsas. Se movía con la liviandad de un espíritu; en un parpadeo, desaparecía y volvía a aparecer en la vereda contraria. Por momentos fingía festejar, tamborileando las palmas contra los muslos. Tres corsarios que venían abrazados para no caerse se frenaron al verlo.
—¿Está buscando un trago? —dijo uno, mientras le estiraba una bota de vino que el chico rechazó.
—¿Tal vez una mujer? —soltó otro entre carcajadas.
—¿Qué se le ha perdido? —preguntó el tercero.
—Estoy buscando un tigre —contestó seco y se alejó calle abajo.
De pronto creyó escuchar algo desde el fondo de un callejón angosto que nacía al costado del fuerte. Vio una sombra entre las sombras agitadas por el fuego, oyó algo semejante a un gruñido y luego un grito agudo. Aceleró el paso, se ocultó detrás de una columna y de pronto lo descubrió. Dentro de una caballeriza, suelto y con las garras desenvainadas a punto de saltar sobre su presa e hincar los colmillos, ahí estaba el tigre que se le había escapado. Nor-Norul —así se llamaba— era el más peligroso de los veintidós piratas malayos que Bouchard había tomado prisioneros en el estrecho de Makassar y que luego se incorporaron a la tripulación de La Argentina. El chico pudo ver la enorme espalda triangular del marino, cuyos brazos abiertos parecían abarcar todo el recinto. En un ángulo de la caballeriza, acorralada entre los fardos de heno, una mujer buscaba un resquicio por donde escapar. El pirata, que tenía la cabeza rapada, excepto por una coleta azabache que le llegaba hasta la cintura, estaba por abalanzarse sobre ella, cuando el muchacho irrumpió en la escena:
—Basta —dijo con la entonación de un domador y una voz grave que contrastaba con sus facciones infantiles.
Aunque no hablaban el mismo idioma y el malayo apenas entendía unas pocas palabras en castellano, ambos dominaban la lengua de los piratas, hecha con una gramática precisa de ademanes, gruñidos y monosílabos. El chico no pretendía armar escándalo. Esperaba que la vergüenza se impusiera sobre la borrachera. Pero pudo más el tigre que, aunque por momentos parecía domesticado, nunca había dejado de ser un tigre. Miró al muchacho por el rabillo del ojo sin dejar de acechar a la mujer.
—Basta —insistió el chico y esta vez sonó como un látigo.
Nor-Norul tenía motivos para temerle; ese muchacho de apariencia inofensiva ya lo había doblegado en el pasado. Pero la euforia general, el encuentro con mujeres después de meses en altamar y el alcohol hicieron que no resultara fácil volver a enlazar al tigre.
—Basta —volvió a decir el chico por tercera vez.
El marino giró la cabeza y, como un felino que se resistiera a dejar su captura, pronunció una frase en malayo que sonó como un gruñido. Entre llantos y sollozos, ella intentaba escapar pero no encontraba un espacio libre entre el cuerpo macizo del pirata y los atados de heno.
Entonces Nor-Norul oyó el ruido metálico de una espada al deslizarse en la vaina y sintió el frío del acero en la nuca.
—No me obligues a matarte por la espalda —sentenció el muchacho —, date vuelta.
El malayo giró sobre sus talones y, ahora de frente al chico, pronunció un par de sílabas guturales. El joven, sin quitarle la mirada de los ojos, mantuvo la espada horizontal alineada con el brazo. La mujer, a quien el muchacho reconoció como la esposa de un español que acababa de morir, aprovechó para correr, se escapó hacia el fondo del establo y se ocultó detrás de un carro en desuso.
—Te doy tiempo a que desenfundes y pelees con un hombre —desafió el jovencito.
El malayo, que ya había sufrido la humillación y ahora parecía buscar la revancha, dejó escapar una risotada y repitió con dificultad:
—¿Hombre? —balbuceó, y con las manos en visera miró a uno y otro lado fingiendo buscar a alguien, como si dijera: “No veo ningún hombre por acá”. Era una actuación para la mujer; el chico lo conocía y sabía que, igual que un felino, pretendía esconder el miedo detrás de la máscara de ferocidad.
Entonces, el muchacho apeló a la severísima mirada de Alá. Los piratas malayos eran sarracenos y tenían prohibido el alcohol. En cuanto al respeto a las mujeres, se mostraban mucho más flexibles. De hecho, los términos “respeto” y “mujer” para Nor-Norul no parecían caber en la misma frase. Pero habida cuenta del olor a aguardiente que se le escapaba de la boca, el chico primero lo señaló con el índice y luego, con el mismo dedo, apuntó al cielo mientras decía:
—Allah Maha Besar —aunque no sabía con exactitud qué quería decir, lo podía inferir; era la frase que pronunciaban los malayos antes de cada batalla y cuando el mar se embravecía en medio de una tormenta.
El pirata sintió que el chico acababa de delatarlo ante Dios, como si hasta ese momento Alá hubiera estado distraído en otros asuntos y no lo hubiese visto beber charape en cuatro patas al pie de una cuba. En cualquier caso, la invocación del Altísimo en boca de un infiel era una ofensa que no podía tolerar.
En un movimiento rápido, Nor-Norul extrajo el trabuco que llevaba a la cintura. Era un blunderbuss con la insignia de George III y la Corona grabada en el metal. Se lo había arrebatado a un español, quien, antes de él, se lo había robado a un pirata inglés. Como fuera, ahora lo tenía apuntado contra el chico, quien, al ver la posición del pedernal y la cazoleta, comprobó que estaba cargado y listo para gatillar. Era un arma capaz de disparar cualquier cosa que se le pusiera dentro: perdigones, clavos o pedazos de vidrio. La distancia entre la boca del trabuco y el muchacho era suficiente para volarle la cabeza. El malayo gritó: “¡Meng-âmok!” y se dispuso a disparar. En el mismo lapso en que el índice del pirata inició el recorrido para accionar el gatillo, el chico lanzó un sablazo vertical que, al chocar contra la boca asombrada del trabuco, generó dos relámpagos: uno, a causa del choque del metal contra el metal; otro, producto del chispazo del pedernal. Fue un disparo seco, breve, asordinado por el heno. Cuando se disipó la humareda, la mujer, detrás de la rueda del carro, tardó en comprender la escena. Ambos hombres estaban parados, uno frente al otro, en la misma posición, pero ahora quien sostenía el trabuco era el más joven. Parecía un número de magia de artistas trashumantes. Tantos fueron los sucesos que se dieron al mismo tiempo que solo un gato que observaba aterrado desde lo alto comprendió lo que había pasado. Antes de que Nor-Nurul disparara, el chico deslizó su florete en el guardamonte del trabuco, lo levantó y desvió el disparo al techo. Con un solo movimiento, hizo girar el trabuco y lo atrapó en el aire, apuntándolo hacia el pirata.
Así, desarmado y sin escapatoria, el marinero malayo se arrodilló con las manos en alto y la cabeza gacha. De pronto, la fiera salvaje volvió a ser el tigre amansado, otra vez, por el mismo domador. En otras circunstancias, Nor-Norul no habría permanecido con vida. Pero ahora, pensó el chico, todos esos hombres, incluso los más abyectos, eran necesarios.
El nombre de Nor-Norul quedó inscripto, fugaz, en el libro de quienes quebrantan los códigos del mar. El viento de la historia lo arrastró al océano del olvido y la tinta se diluyó en el agua. El nombre del chico, Tomás Espora, el teniente más joven de la historia naval, embarcado por primera vez con apenas catorce años, habría de quedar grabado para siempre en el libro de los corsarios más nobles, justos y temibles que dieran las turbias aguas del Río de la Plata.
4
La madrugada encontró a los nuevos dueños de California desparramados a lo largo de la playa. Tan desguarnecida había quedado la ciudad que los invasores podían dormir boca arriba sobre la arena sin temor a ser atacados. El humo de los incendios se mezclaba con la bruma del amanecer. Algunos corsarios deambulaban entre las ruinas bajo los efectos alucinatorios del peyote, otros yacían inconscientes cerca de la línea de espuma que dejaban las olas.
Todavía disfrazados con pelucas y vestidos de mujer, los soldados de aquel ejército durmiente y descabellado parecían haber sido arrastrados por la marea como restos de un naufragio. Al este, las nubes doradas coronaban los picos de la extensa cadena montañosa que se alzaba paralela a la costa desde los montes de Santa Lucía hasta las sierras de Salinas. En el medio de la bahía, a medida que se disipaba la niebla sobre el mar, La Argentina empezaba a exhibir otra vez su perfil espectral como la lenta materialización de una pesadilla reciente. Así, recortada contra el cielo y con su sombra larga proyectada sobre el agua quieta, se comprendía por qué la llamaban la Fragata Negra.
Todavía no había asomado el sol detrás de los cerros cuando Bouchard le ordenó al teniente Píriz que formara la tropa. Furioso, entre gritos e insultos, sable en mano, el oficial bajó a la playa. A su paso iba pateando y golpeando con la espada de plano los muslos inertes de los hombres que aún mascaban resaca e intentaban recordar dónde estaban. El teniente echaba espuma por la boca; igual que él, sus soldados pertenecían a las tropas de infantería del ejército, pero estaba a la vista que se habían contagiado de la indisciplina propia de los corsarios. Formados en la rígida matriz sanmartiniana, de pronto se habían convertido en un grupo de bandidos, una comparsa patética, indigna. A Píriz le preocupaba más el honor perdido de sus hombres que el tesoro fugado de los españoles.
—¡Se han convertido en una caterva de piratas! ¡Deberían sentir vergüenza! ¡Antes que las barras de oro y las monedas de plata están la honra y la dignidad! —gritaba el teniente con las botas hundidas en la arena.
Bouchard lo observaba a cierta distancia, sin inmutarse. Cuando Píriz terminó de desahogarse, el capitán se acercó despacio y le habló en un susurro, cuidando que la tropa no pudiera oírlo:
—Yo no estaría tan seguro, teniente. Pocas cosas hay más baratas que la respetabilidad. He conocido a tanta gente… respetable —dijo esta última palabra mientras dibujaba comillas en el aire—. Más le valdría poner todos sus esfuerzos para que sus hombres encuentren las arcas reales. Después podrán comprar todo el honor y la dignidad que quieran. Y, si me permite un consejo, yo no sería tan severo con los piratas; mire un poco a su alrededor.
Bouchard empezó a alejarse, pero se detuvo a unos pasos, como si acabara de recordar algo.
—Y una cosa más, teniente. La disciplina no se pide, se arranca. Si tiene que fusilar a uno de sus hombres, tiene mi permiso. A veces resulta un remedio muy saludable para todos. Ahora sí, cuando termine de levantar a su…, ¿cómo ha dicho?… ¿caterva?, acompáñeme a buscar los arcones.
Bouchard y Espora ya habían rastrillado sin éxito los restos del pueblo antes del alba. Nada. Ninguna noticia de las arcas reales ni del gobernador ni de los documentos que le pudieran dar una idea del monto del tesoro. Habían interrogado a cada sobreviviente español y a todo indio que pudiera haber visto algo. Nada. Pablo Vicente Solá se había evaporado junto a ochenta de sus soldados con los arcones de la hacienda.
El todopoderoso gobernador de California había desaparecido. Aquel que se ocupaba personalmente de que no saliera ni entrara un gramo de sebo sin su autorización, el mismo que hacía oír sus amenazas a los indios a voz en cuello, el que echaba a patadas a los pobres que dormían al sereno cerca del fuerte, el que mandaba a los soldados a dar azotes a los rateros, el que ordenaba correr a las putas de las tabernas por escandalizada sugerencia de su hermano el obispo de San Francisco, el temible representante del rey no había dejado ni rastros de su magnífica persona. Antes de que sonara el primer cañonazo, antes de poner a salvo a las mujeres, los niños y los ancianos, ya había sacado el tesoro de la gobernación y había desaparecido junto a él.
Mientras Píriz levantaba a los marineros a patadas, a medida que la tropa se incorporaba y se alineaba intentando parecer algo semejante a una formación militar, Bouchard caminó hasta lo alto de un médano donde el primer teniente Williams Sheppard reconocía el terreno a la luz del día. Sheppard era un hombre corpulento, de voz grave y temperamento medido que hablaba lo justo y necesario. Había servido en la marina británica, pero encontró que la vida de corsario se ajustaba más a su espíritu independiente. El capitán acudió al teniente para reconstruir en la memoria los sucesos que los habían conducido hasta ese punto. Aún conservaba en el bolsillo la nota que el gobernador le había enviado en respuesta a la exigencia de rendición que le hizo llegar antes del desembarco. Mientras observaba cómo los marinos trasnochados corrían a vomitar cerca de la orilla, Bouchard desplegó la carta y le pidió a Sheppard que se la leyera en voz alta. El teniente inglés, que hablaba en perfecto castellano, desgranó cada palabra con su vozarrón:
He recibido del Rey de España el mando para defender y conservar California, provincia del Virreinato de la Nueva España. Miro con el debido desprecio cuanto contiene su citado oficio. Use usted como amenaza su fuerza, que yo con la mía le haré conocer el honor y la firmeza con la que me hallo para repelerle. Mientras haya un hombre vivo en mi provincia no se saldrá usted con el intento de apoderarse de ella, pues todos sus habitantes son fieles y amartelados servidores del Rey y derramarán hasta última gota de sangre en su servicio.
Sheppard plegó la carta y se la devolvió al capitán mientras levantaba una ceja y esbozaba una sonrisa con la mitad de la boca para poner de manifiesto la arrogante estupidez del texto.
—Nada. Puras bravuconadas —dijo Bouchard sin ocultar su desprecio, ante la palmaria evidencia de la fuga.
—Ni honor, ni firmeza, ni fuerza, ni fidelidad, ni servicio, ni sangre —reafirmó Sheppard.
—Bueno, la de él seguro que no —murmuró el capitán, y concluyó—: Por ahora.
Quedaba claro por el trazo que la carta había sido escrita de apuro y que no bien le había puesto punto final, el gobernador corrió a ponerse a salvo, no sin antes llevarse las arcas de la Real Hacienda. La nota ponía en evidencia que el rechazo a la bandera de parlamento enviada a través de un oficial había sido un burdo recurso para ganar tiempo y así ponerse en fuga.
* * *
MARES DE FURIA de Federico Andahazi
Cortesía Grijalbo