Prólogo
Consecuencias de una catástrofe
Durante años, en la memoria colectiva de la pequeña ciudad donde crecí perduró el impacto de los acontecimientos que tuvieron lugar en el zoo local un viernes de diciembre, pocos días antes de Navidad.
Y, en todos esos años, nadie supo la verdad de lo que realmente sucedió allí. Hasta que llegó este libro.
Ni siquiera yo, que fui una de las protagonistas de los hechos, hubiera imaginado nunca que algún día contaría todo aquello. Pero cambié de opinión cuando me di cuenta, siendo ya adulta, de que vamos desarrollando la lamentable tendencia a olvidarnos del niño que fuimos. Y eso que lo seguimos llevando dentro. Me había prometido a mí misma que algún día le pondría remedio y este libro es la ocasión de hacerlo. Por eso, aun a riesgo de desvelar todo lo que sucedió, he decidido contar dichos acontecimientos tal y como los viví por entonces, cuando aún era una niña.
Y es esa niña, a la que me complace presentaros, a quien cedo la palabra ahora.
Varios años antes
Capítulo 1
La teoría de las catástrofes
Esta noche me han castigado sin postre. Por culpa de lo que ha pasado en el zoo. Papá se ha tirado toda la cena repitiéndome:
—¡Es que no puede ser, Joséphine! ¡No puede ser!
Mamá, en cambio, no abría la boca. Me lanzaba miradas de desaprobación. Al final se limitó a decir:
—Mañana iremos al hospital a ver cómo está. Y, ahora, cómete las judías.
No me gustan las judías, pero me pareció que no estaba el horno para bollos. Así que me las zampé sin rechistar. Es lo que se llama ponerse de perfil bajo. Luego mamá decretó que me quedaba sin postre. Y eso sí que me dio pena porque de postre había bizcocho de zanahoria, que es mi bizcocho favorito. Me entraron ganas de llorar, pero me consolé pensando que seguramente a los compis de clase también los habrían castigado sin postre.
Después del incidente del zoo, todos los padres hablaron por teléfono. Oí a mamá empalmar una llamada con otra y repetirle a cada interlocutor:
—¡Es un disparate, un disparate! ¿Cómo ha podido suceder semejante catástrofe?
No sé muy bien lo que significa «disparate», pero, si tiene algo que ver con disparos, no puede ser nada bueno.
Cuando me hube terminado las judías, pregunté si podía levantarme de la mesa, puesto que estaba castigada sin postre. Pero mamá dijo que no, luego se fue a cortar una rebanada del bizcocho de zanahoria y me la puso delante.
—Puedes tomar bizcocho si nos explicas lo que ha pasado hoy en el zoo.
Eso se llama «chantaje», pero me mordí la lengua. Cogí el tenedor y dividí la rebanada de bizcocho en ocho pedacitos.
Una catástrofe nunca sucede de buenas a primeras: es el desenlace de una serie de sacudidas pequeñas que casi no se notan pero que, poco a poco, se convierten en un terremoto. Lo que había pasado hoy en el zoo también cumplía con esta regla: era la traca final de varias catástrofes sucesivas.
Mis padres querían explicaciones, pero para explicárselo todo había que explicar que la catastrófica visita al zoo pasó por culpa de la catastrófica función del cole que pasó por culpa de la catastrófica obra de teatro que pasó por culpa de la catastrófica visita de Papá Noel que pasó por culpa del catastrófico Santa Plas que pasó por culpa de la catastrófica clase de seguridad vial que pasó por culpa de la catastrófica clase de gimnasia que pasó por culpa de la catastrófica presentación en el salón de actos que, a su vez, pasó por culpa de una catástrofe inicial.
Y quizá habría que empezar contando esta primera catástrofe.
Capítulo 2
Un lunes no tan normal
Un lunes por la mañana de finales de otoño, pocas semanas antes de Navidad, sucedió algo muy grave.
Como cada vez que se produce una catástrofe, nadie lo ve venir. Así que el lunes aquel se había disfrazado de día normal: sonó el despertador, me levanté, desayuné (cereales poniendo primero la leche y luego los cereales porque, si no, no ves cuánta leche pones), me lavé los dientes, me peiné, me vestí y mamá me llevó al cole en coche. Hasta ahí, todo como de costumbre.
Mi cole se llama colegio Picos Verdes. Es un colegio especial. Se llama «colegios especiales» a los coles a los que llevan a los niños que no van a los otros coles. A mí me gusta mi cole. Es un cole muy pequeñito porque solo hay una clase. Es como un pabellón grande de tablones. Mamá dice que es muy cuco. Yo diría más bien que es muy guay. Tiene un vestíbulo grande que además sirve de ropero. De un lado está el aula, y del otro, la sala de juegos. También hay una cocina pequeña y justo al lado están los servicios. Nuestro patio de recreo es un jardín con flores rodeado de una valla de madera que no debemos cruzar nunca, a menos que vayamos con nuestros padres o nuestra profe, la señorita Jennings. Alrededor hay un parquecito con algunos juegos para niños y bancos en los que se puede ver a señoras mayores sentadas mientras sus perritos hacen caca. Es obligatorio recoger las cacas de perro, pero muchas veces las señoras hacen como que no se enteran de que su perro ha hecho sus necesidades. Cuando el conserje del colegio las pilla, se les acerca hecho una furia y les manda recoger la caca a la de ya. Entonces las señoras mayores ponen cara de fastidio y de asco, se sacan del bolsillo una bolsa de plástico y limpian la cagarruta. Luego sujetan la bolsa con la punta de los dedos como si la caca fuese a tirárseles encima y ponen caras raras. Nosotros nos tronchamos de risa.
Justo al lado del parque está el cole de los niños normales. Ahí es donde van todos los demás niños, menos nosotros. Es un edificio grande de ladrillo con un patio amplio de cemento y, pegada a él, una pista deportiva gigantesca. Desde el cole especial se puede ver el cole normal. Allí hay muchos niños, mientras que en el nuestro solo somos seis. Le he preguntado a mamá si algún día yo podré ir al cole de los niños normales. Me ha dicho que probablemente no, pero que me quiere tal y como soy.
Lo más alucinante del cole especial es la señorita Jennings, nuestra profe. Es la más estupenda de todas las profes. Es paciente, encantadora, inteligente y dulce. También es muy guapa. Siempre viste muy bien y lleva el pelo bien peinado. Todo el mundo la adora.
La segunda cosa más alucinante del cole especial, después de la señorita Jennings, son mis cinco compis de clase, que son todos chicos.
Está Artie, que es hipocondriaco, o sea, que siempre se cree que tiene todo tipo de enfermedades. Para él no es muy práctico, pero para nosotros es gracioso porque se pone a chillar muerto de miedo cuando se piensa que tiene alguna enfermedad. De mayor, Artie quiere ser médico para curarse él solito, porque dice que cuando vas a la consulta de otros médicos te arriesgas a que te contaminen en la sala de espera, que está atiborrada de enfermos. En eso no le falta razón.
Está Thomas, que es superbueno en kárate porque su padre es profe de kárate. (Para ser bueno en kárate, tener un padre profe de kárate es una ventaja). De mayor, Thomas quiere ser profe de kárate como su padre.
Está Otto, cuyos padres viven cada uno en una casa distinta. Eso se llama «divorciados». Mamá me contó que la gente se divorcia cuando el papá y la mamá ya no tienen ganas de dormir en el mismo cuarto. Creo que, cuando yo sea mayor, también seré divorciada porque odio compartir cuarto.
Otto lo sabe todo sobre todo. Por su cumple siempre pide enciclopedias y diccionarios. Le encanta explicar las cosas y conoce palabras complicadas como «suimanga», «casuística» o «queloide», que es una palabra que hemos aprendido todos gracias a Artie. De mayor, Otto quiere ser conferenciante.
Está Giovanni, que siempre va con camisa, incluso para jugar fuera. Sus padres son muy ricos (o sea, que tienen mucho dinero) y, por lo visto, cuando eres rico tienes que ir siempre con camisa. Yo de mayor espero no ser rica porque odio llevar camisa. En casa de Giovanni tienen un camarero de restaurante. Es de lo más práctico. En la nuestra, cuando acabo de comer, tengo que llevar el plato al fregadero. Pero en la de Giovanni no se mueve nadie. Un día me invitó a comer a su casa: estábamos sentados a la mesa y el camarero nos puso los platos delante y luego lo recogió todo. Mamá dice que se llama «mayordomo», pero en casa de Giovanni lo llaman Bernard. De mayor, Giovanni quiere trabajar en la empresa de su padre, que es la misma que creó su abuelo. Por lo visto, eso se llama una «empresa familiar». Significa que se la van turnando.
Está Yoshi, que no habla nunca. Pero jamás de los jamases. Es mi compi favorito. No necesitamos hablar para entendernos. Yoshi tiene un montón de tocs. Significa que siempre tiene que comprobarlo todo diez veces. A veces incluso más de diez. Por ejemplo, un día se pasó toda la mañana comprobando que sus zapatos seguían estando en el ropero del cole. A Yoshi le encanta la plastilina y hace unos objetos preciosos. Tiene una mesa en un rincón de la clase donde se le ocurren proyectos sensacionales. De mayor, Yoshi quiere ser escultor.
Y por último estoy yo: Joséphine. Parece ser que entiendo las cosas demasiado rápido. A mí no me parece que sea un problema, pero por lo visto sí que lo es. O sea, que hay al menos una cosa que no entiendo. De mayor quiero ser inventora de palabrotas. Es una idea que me chivó mi padre.
Un día, papá leyó en el periódico un artículo sobre la familia de Giovanni. Su empresa familiar por turnos se dedica a fabricar papel higiénico. Y, según papá, con el papel higiénico ganan mucho dinero. Mientras leía el artículo, exclamaba:
—¡Papel higiénico, qué genialidad! ¡Un producto que se consume a diario en el mundo entero, que siempre va a hacer falta y que no se puede sustituir con ninguna tecnología!
Así que pensé que para mi profesión tendría que buscar algo parecido para fabricarlo. Y entonces papá le dijo a mamá:
—¡Fíjate, cariño, la de pasta que se puede ganar con el papel del culo!
Mamá le pidió a papá que se cortara y que no hablara así delante de mí, aunque ya era tarde. «Papel del culo» me parecía una palabrota estupenda pero, sobre todo, se me ocurrió que inventar palabrotas era una profesión con mucho futuro porque se dicen todos los días, siempre van a hacer falta y no se pueden sustituir con ninguna tecnología.
Algún día escribiré un libro y pondré en él todas las palabrotas que haya inventado. Será como un diccionario de palabrotas.
Pero volviendo a aquel dichoso lunes por la mañana, el día de la catástrofe inicial que iba a ir rebotando de catástrofe en catástrofe hasta la catastrófica visita al zoo, cuando estábamos llegando al cole, mamá y yo nos encontramos con varios camiones de bomberos aparcados junto a la acera. Entramos en el parquecito y vimos a todos los bomberos muy ocupados alrededor del cole especial. En ese momento comprendí que aquel día normal en realidad no iba a serlo en absoluto y que acababa de producirse un incidente grave.
Capítulo 3
La inundación del cole
Los bomberos entraban y salían del cole especial con mangueras que enchufaban a unas máquinas muy ruidosas. Mamá y yo nos sumamos a una pequeña multitud de curiosos a los que había atraído todo aquel jaleo. Hasta que vi a la señorita Jennings, al conserje y a todos los compis que ya habían llegado con su papá o su mamá. Nos reunimos con ellos. Mamá les preguntó a los demás padres qué estaba pasando.
—Inundación —contestaron todos.
Otto nos explicó, diccionario en mano, que «inundación» venía de la palabra latina inundatio. Pero a nosotros lo que más nos importaba saber era de dónde venía esta inundación en concreto. Últimamente no había llovido, así que era raro que el cole se hubiera inundado. Thomas nos contó que igual se había roto una cañería, que en la sala de kárate de su padre pasó eso una vez y que tuvieron que cambiar todos los tatamis. Nos dejó un poco preocupados.
Los padres le preguntaron a la señorita Jennings si había habido daños. Contestó que no lo sabía porque aún no había podido entrar. Estuvimos esperando un ratito más hasta que un bombero se acercó a la señorita Jennings y le dijo con cara consternada:
—Se ha inundado todo, su colegio está totalmente siniestrado.
La señorita Jennings se echó a llorar y a nosotros nos dio mucha pena verla tan triste. El conserje parecía muy fastidiado. El bombero y los padres se pusieron a hablar todos a la vez y el bombero les explicó qué significaba «siniestrado»: que no íbamos a poder volver al cole especial en mucho tiempo. El bombero dijo que había estado saliendo agua todo el fin de semana y, por cómo lo contaba, al principio pensamos que era por una cañería rota.
—¿Lo veis? —dijo Thomas—. Como en la sala de kárate de mi padre.
Los padres se pusieron a cotorrear. Nosotros nos preguntamos qué íbamos a hacer si ya no podíamos ir al cole especial. Entonces llegó un señor altísimo que era el director del cole para niños normales. Puso una cara muy abatida y se acercó a la señorita Jennings para reconfortarla. Intentó abrazarla, pero ella no parecía tener muchas ganas, así que él le dio su pañuelo y le prometió que no iba a reparar en esfuerzos para animarla. Lo de menos son los esfuerzos, pero lo que sí podría reparar son las tuberías de nuestro cole del alma.
Luego, el director montó un numerito para los padres explicándoles que no había de qué preocuparse y que nos iba a buscar un aula en el cole normal de ahí al lado y que la señorita Jennings se quedase tranquila. Podríamos pasar allí todo el tiempo que hiciera falta hasta que arreglaran nuestro cole.
La señorita Jennings nos puso a todos en corro, como cuando quiere decirnos algo importante. Por ejemplo, cuando salimos de excursión y nos recuerda las normas. Nos explicó lo que ya sabíamos: no podríamos ir al cole especial por culpa de la inundación. Añadió algo que no sabíamos: la inundación la habían provocado unos lavabos taponados en los servicios. El sifón de los lavabos se había atascado con plastilina y los grifos se habían quedado abiertos todo el fin de semana. El agua se había desbordado y luego se metió por todas partes. Enseguida se nos ocurrieron un montón de preguntas para la señorita Jennings: ¿cómo había llegado la plastilina a los lavabos? ¿Y por qué se habían quedado abiertos los grifos todo el fin de semana?

Entonces la señorita Jennings se puso muy seria y dijo:
—Eso es precisamente lo más raro. ¿Alguno de vosotros puso plastilina en los lavabos el viernes?
Todos le aseguramos que no. Todas las miradas se volvieron, claro está, hacia Yoshi (que de hecho es el único que se pasa el día entero jugando con plastilina porque de mayor quiere ser escultor), pero Yoshi, como no habla, por toda respuesta se puso a negar y requetenegar con la cabeza para decir que él no había atascado nada de nada.
—No importa si lo has hecho —insistió la señorita Jennings—, lo único que quiero es entender lo que ha pasado.
Aun así, sospechábamos que sí que importaba porque habían venido los bomberos y ahora el colegio estaba siniestrado. Pero Yoshi siguió venga a negar con la cabeza y casi a punto de llorar.
—Cuando en el cole se rompe algo —le dije a la señorita Jennings—, el conserje siempre se da cuenta. Si el agua de los lavabos se salía, el conserje lo habría visto.
—El viernes el conserje tuvo que irse antes de que acabaran las clases porque ingresaron a su madre en el hospital —señaló ella.
Todos nos encogimos de hombros. Si Yoshi decía que no había sido él, es que no había sido. No es de los que mienten. Pero la señorita Jennings no parecía muy convencida: los lavabos no se habían atascado solos. Fue cuando nos explicó que los bomberos habían abierto una investigación y que su jefe tenía que hacernos algunas preguntas.
Al oírlo, todos gritamos de alegría. Iba a ser superemocionante conocer al jefe de bomberos, que debía de ser medio bombero y medio detective, puesto que estaba haciendo una investigación.
En ese momento se nos acercó un señor barrigón con bigotes de foca, corbata y un traje que le quedaba ancho. Nos dijo:
—Chicos, ¿puedo hablar con vosotros?
Yo le contesté muy educadamente que no, porque habíamos quedado con el jefe de bomberos, y entonces Bigotes de Foca nos dijo que el jefe de bomberos era él. Nos llevamos un chasco tremendo. No tenía pinta ni de jefe ni de bombero.
—¿Seguro que es usted el jefe de bomberos? —preguntó Artie.
—Segurísimo —contestó Bigotes de Foca.
Nos enseñó una medalla de bombero que llevaba en el cinturón pensando que nos iba a impresionar. Pero Giovanni dijo:
—Está muy gordo para ser un bombero…
—Si está gordo —intervino Thomas—, significa que sí que es el jefe. Mi padre dice que los jefes nunca hacen nada, se pasan el día comiendo bollos y bebiendo café.
—Qué majo tu papá —saltó el jefe de bomberos.
—Dicen que el café es malo para el corazón —lloriqueó Artie—, espero no ser jefe nunca porque entonces tendría que beberlo a toneladas y me daría problemas cardiacos.
—¿Dónde tiene los músculos de bombero? —preguntó Thomas, que sabe mucho de músculos porque su padre es profe de kárate.
—Me los habré dejado en el coche —contestó Bigotes de Foca.
—Pues debería ir a buscarlos, por si tiene que salvar a alguien.
—Yo me encargo sobre todo de las investigaciones —explicó el jefe de bomberos—. Y si estoy aquí es precisamente para entender lo que ha pasado en vuestro colegio.
Traté de ayudarlo:
—Alguien ha inundado nuestro cole. La señorita Jennings dice que los lavabos estaban atascados con plastilina y que los grifos se quedaron abiertos todo el fin de semana.
El jefe de bomberos se pasó los dedos por el bigotazo y puso cara de fastidio.
—¿Sabes, hijita? La mayoría de las veces no es un acto voluntario, sino más bien un despiste. Uno se pone a jugar con los amigos y se olvida de cerrar el grifo, y así es como se producen los accidentes.
—Nosotros siempre cerramos el agua —dije—. Y, además, ¿por qué iba alguien a meter plastilina en las tuberías?
—A veces, para divertirse, a los niños les gusta meter cosas en el desagüe del lavabo. Para ver lo que pasa…
Estaba claro que el jefe de bomberos se pensaba que éramos idiotas.
—¿Por qué íbamos a meter plastilina en los lavabos? Es una guarrería…
A los otros compis también les pareció que era una guarrería, sobre todo a Artie, porque en los lavabos atascados el agua se queda estancada y eso es un nido de bacterias.
—Nosotros nunca atascaríamos los lavabos —repetí.
Pero el jefe de bomberos no parecía muy convencido.
—Vuestra profesora ha reconocido que uno de vosotros juega con plastilina todos los días…
Todos señalamos a Yoshi.
—¿Eres tú al que le gusta la plastilina, hijo? —preguntó el jefe de bomberos con una voz muy suave de secuestrador de niños.
Yoshi asintió y nosotros le explicamos al jefe que Yoshi no hablaba nunca.
—¿Porque no quiere o porque no puede? —preguntó él.
No estábamos seguros. Entonces el jefe de bomberos añadió:
—Porque querer es poder.
—Somos niños especiales —le informé.
—Ah —dijo él—. Bueno, de todas formas, si tocáis la plastilina todos los días, y se os queda una pizca en las manos, cada vez que os las laváis se forma un amasijo que va atrancando poco a poco el desagüe del lavabo. Y un buen día, ¡zas!, se atasca del todo.
—Hace falta un montonazo de plastilina para taponar un lavabo —le hice notar.
—El pelo de mi mujer basta para taponar el desagüe de la ducha —contestó el jefe de bomberos.
Otto le preguntó si el pelo de su mujer era de plastilina. Por toda respuesta, el jefe de bomberos soltó un suspiro:
—Niños, me gustaría que revivamos juntos lo que pasó el viernes.
Otto le recordó que es imposible revivir los días pasados.
—Lo que quiero decir es que me contéis lo que hicisteis el viernes —se impacientó el jefe de bomberos, que parecía ya un poco harto—. ¿Cómo fue el viernes pasado en el cole?
Después de juntar los recuerdos que teníamos en común, le contamos que el viernes había sido un día bastante normal. Tuvimos clase de matemáticas y luego de botánica con la señorita Jennings. Después hubo tiempo libre. Yoshi jugó con la plastilina, Thomas lo estuvo ayudando un rato, y los demás dibujamos. A continuación, Otto nos dio una breve conferencia. Le encanta elegir un tema y hablarnos de él. Siempre es muy interesante. Últimamente lo que lo apasiona es el divorcio. Seguramente por lo de sus padres.
Los padres de Otto ya no se llevaban bien. Podrían haber seguido gritándose, pero prefirieron dejar de estar juntos. Lo bueno es que ahora, por su cumpleaños y por Navidad (ya falta poco), Otto no recibe solo un regalo de sus padres juntos, sino uno de cada uno. Lo que, matemáticamente, es el doble.
Total, que el viernes Otto nos estuvo hablando del divorcio siguiendo las letras del alfabeto. Había empezado con la A de Abogado, que es un señor o una señora que se supone que defiende tus intereses pero que, según su padre, cuesta una fortuna y solo sirve para perder.
Luego la B de Bronca, porque sus padres tienen broncas todo el rato, por esto y lo de más allá.
Luego la C de Culpabilidad. La culpabilidad es cuando los padres ya no le pueden decir que no a su hijo porque se sienten mal por algo que han hecho. Como haberse divorciado. Por ejemplo, cuando los padres de Otto estaban casados nunca le dejaron tener mascota. Ahora que están divorciados, tiene una tortuga y un conejo en casa de su padre, y unos peces y dos hámsteres en casa de su madre. Los padres son débiles cuando están solos y fuertes cuando se juntan. Por eso tiene que haber dos para tener hijos.
Luego la D de Divorcio, que viene del latín divortium, que significa «separación». Y ahí fue cuando la señorita Jennings interrumpió a Otto y le dijo: «Otto, cariño, ya basta de contar cosas del divorcio. Búscate otro tema con la letra D para el lunes y nos das una conferencia sobre él».
—La señorita Jennings hizo muy bien en interrumpir esa conferencia tan soporífera —decretó el jefe de bomberos.
Thomas preguntó qué quería decir «soporífera». Otto contestó que significaba «aburrida» y a todos nos pareció que el jefe de bomberos era un poco malvado.
Le contamos al jefe de bomberos lo que había pasado el resto del día. Después de comer, hicimos una excursión al museo de ciencias naturales. Fuimos en autobús y, al volver al cole especial para irnos a casa, Artie nos dijo que nos lavásemos bien las manos porque, además de pasajeros, los autobuses transportan todo tipo de enfermedades. Cuando empezó a soltar nombres de montones de enfermedades espantosas que podíamos contraer, nos fuimos corriendo a los servicios del cole. Nos pusimos mucho jabón y nos frotamos las manos por todas partes, siguiendo las indicaciones de Artie, que nos advirtió: «Después de enjuagaros las manos, no toquéis el grifo. Porque, como lo habéis abierto con las manos posiblemente contaminadas, si lo tocáis os volveréis a contaminar y os las tendríais que lavar otra vez». Era bastante lógico, por no decir bacterio-lógico.
Después de contarle todo esto, el jefe de bomberos preguntó:
—Pero, entonces, ¿quién cerró el grifo después de lavarse las manos?
—Nadie —contestó triunfalmente Artie—. Y menos mal, porque si no estaríamos todos contaminados.
—Pues ya está —zanjó el jefe de bomberos—, lo que yo decía. Inundación accidental.
Y se puso a escribir cosas en su bloc de notas.
—¿Fue usted quien cerró el colegio el viernes? —le preguntó luego a la señorita Jennings.
—Sí. Suele hacerlo el conserje, pero el viernes tuvo que ir al hospital a acompañar a su madre, que acababa de romperse una pierna.
—¿Y no comprobó los servicios antes de irse?
—Pues no, lo reconozco… Llevaba un poco de prisa…
Al oír estas palabras, el jefe de bomberos puso cara de sabihondo y siguió garabateando en el bloc antes de sentenciar:
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LA MUY CATASTRÓFICA VISITA AL ZOO de Joël Dicker
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego
Gentileza Alfaguarra