Hoy son restos de piezas de museo, duras como el hormigón; cuando el Muro aún seguía, como por costumbre, y las potencias continuaban ladrándose, aunque a media voz, a ambos lados de su sombra, me llegó por correo una invitación que, en principio, no costaba mucho aceptar. Los nombres de ciudades agrisadas por el paso de los años —Magdeburg, Halle, Jena y Erfurt— prometían un viaje a través del tiempo. Tocaba tener paciencia, las peticiones estaban en camino. Mientras esperábamos el permiso para cruzar la frontera del exclusivo «Estado de Obreros y Campesinos», empecé, indeciso, a hojear mis recuerdos medievales, a idear una cambiante compañía en la mesa, platos de carne con mucha pimienta, toda clase de salmueras con trigo sarraceno y pasta de mijo dulce como la miel. Cuando, después de los retrasos habituales —me negaron la entrada dos veces—, llegaron los papeles sellados, el camino quedó definido etapa por etapa, y ofrecía ocasión, aunque fuera por breve espacio de tiempo, de hacer cortas visitas a Quedlinburg y Naumburg, lugares cuya historia yacía enterrada en los manuales escolares de mis años jóvenes.
Yo ya había invitado con frecuencia a mi mesa a personas que se habían convertido en históricas. En una ocasión compartí mantel con un verdugo y su clientela, delante de un plato de callos, y antes me senté a una larga mesa con comendadores de una orden militar. Dorotea de Montau sirvió en ella arenque de Scania, un plato de viernes. Después del arenque, Dorotea, que era una persona peculiar, nos recitó versos en alemán medio que, según nos pareció a nosotros, versados en literatura, estaban influidos por los poemas del trovador Wizlaw von Rügen, y aun así eran propios. El arenque de Scania dio título a un capítulo de novela.

Nuestra primera estación fue Magdeburg. Un párroco de religión luterana, llamado Tschiche, cuyos hijos se habían negado a prestar el servicio militar en el Ejército Popular y por eso tenían que hacer el servicio sustitutorio en la construcción, había tenido éxito al fin en sus pacientes apelaciones verbales y escritas a las instancias eclesiásticas y temporales: pudimos entrar a la República Democrática Alemana, y se me permitió leer en público en iglesias y casas parroquiales fragmentos de mi libro más reciente, que trata de ratas y de personas. Siempre me ha gustado leer en voz alta. En caso necesario, en espacios sagrados de acústica largamente probada. La Edad Media, me decía tercamente, está más lejos de nosotros que el Imperio romano. Al este del Harz, por ejemplo en Quedlinburg, hay más que descubrir que en las catacumbas de los primeros tiempos de la cristiandad, cerca de la Via Appia. Pernoctamos en casas parroquiales necesitadas de reparaciones, en las que una breve oración formaba parte de la cena. Tarimas crujientes. Moho en los cimientos. Virtuosas esposas de párrocos.
Durante nuestro viaje, la vigilancia del Estado se mostró contenida, incluso cuando, en Halle, en contra de lo previsto, dejamos la atiborrada sala parroquial, y una iglesia católica cercana dotada de megafonía se llenó de manera espontánea hasta el último asiento. Había que contar, página a página, cómo las ratas supervivientes practicaban el caminar erguido. En cada una de las ocasiones, leía durante una hora larga. Luego había preguntas. Salían del público que se apretujaba en los bancos de la iglesia, dubitativas al principio, desinhibidas luego: «¿Debemos quedarnos aquí? ¿Tendríamos que pedir el permiso de salida?». Yo decía: «Al otro lado solo está el otro lado». Pero esa experiencia aún estaba por llegar para los que preguntaban.
De un siglo al siguiente no había más que un salto. En Erfurt, donde Lutero había aprendido a dudar cuando era un monje agustino, leí rodeado de antiguos muros. Un grupo de punks de corte oriental quiso perturbar la lectura al principio, pero luego les gustó mi historia de las ratas. Tenía lugar en la época de los flagelantes, cuando se decía que los judíos habían traído de manera pérfida la peste al país. Actualmente, el Estado y sus órganos parecen ya agotados. El párroco de Jena y su mujer y sus hijos tenían un caballo que, como en los cuentos, se asomaba por la puerta del establo. Persecuciones de herejes ha habido siempre. Y guerras, fechadas y amortizadas. Dicen que en Turingia ha habido valdenses huidos de Bohemia. La casa parroquial se alzaba inclinada, en una zona asilvestrada próxima al histórico campo de batalla de Jena y Auerstedt. Una señal indicaba la dirección. Por todas partes se desmoronaban la alta y baja Edad Media. Y también el presente empezaba, por firmemente ordenado que pretendiera estar desde el punto de vista político, a volverse histórico por los bordes.
¿A quién iba a invitar a mi mesa esta vez? Magdeburg, donde estuve leyendo en el refectorio de la catedral, me hizo una primera oferta: Tilly, el general imperial del partido papista, se invitó a sí mismo, poco después de haber entregado al saqueo la ciudad en llamas, en calidad de huésped melancólico. Le serví un caldo negro, hecho de sangre de cerdo removida y riñones picados, agridulce.
Sin embargo, luego aprovechamos un día de descanso entre cita y cita. Por todas partes estaba próxima la carnicería de la Guerra de los Treinta Años. ¿O solo nos apeteció hacer una excursión después de Erfurt, ya en el viaje de vuelta? No, no fuimos a Weimar ni a Buchenwald, cuidado como lugar de memoria, que se conservará vecino a Weimar para siempre. ¿Adónde, entonces? Nuestro viaje nos había vuelto clarividentes: «Vamos a Naumburg, quizá la catedral esté abierta…».
Hacia finales de los años ochenta. ¿Fue al final de la primavera? No, en otoño. Veo o quiero ver manzanos cargados de fruta en el jardín delantero. Sea como fuere, cuando vimos Naumburg ante nosotros, gris y encorvada a los pies de la catedral, salía un humo de las chimeneas que se desvanecía poco a poco. La ciudad laberíntica olía, de manera arcaica, a lignito. Un olor más ácido que amargo. No llovía, a lo lejos se veía el valle del Saale. No se podía intuir dónde desembocaba el Unstrut. Como en muchas localidades del Estado de Obreros y Campesinos, los edificios viejos se desmoronaban como a cámara lenta; si hubiera residido aquí, habría tenido que escribir la ruina. A lo lejos se alzaban en bloques las construcciones prefabricadas de la era moderna. No vimos nada especial. La catedral estaba cerrada a causa del descanso de mediodía. En una plaza que lindaba con una superficie similar a un aparcamiento, había un puesto de salchichas y bebida abierto. Mi mujer pidió una salchicha oriental. Años antes, cuando el Muro fue construido a lo largo de Berlín, ella había escapado de su Estado, pero seguía diciendo «dinero occidental» cuando calculaba o pagaba en marcos, o creía haber ahorrado algo al hacer una compra favorable. Ensalzó la salchicha oriental: «Sabe igual que siempre», y yo encontré el motivo para tener que decir: «Al fin y al cabo aquí no huele a curri».

No hablamos con nadie. Y nadie habló con nosotros. Nuestro coche de fabricación sueca estaba correctamente aparcado. No había un banco por ninguna parte. Esperábamos no llamar la atención. Aquí el tiempo pasaba de otra forma. Bloqueado por delante, discurría transparente, contado hacia atrás. Desde mi juventud yo había deseado bajar la escalera, volverme inencontrable en un tiempo siempre diferente. Ni la estrechez de mi casa natal de dos dormitorios, ni la ulterior vida en campos y barracones, ni el alboroto de los niños, ningún sonido me impedía escapar al presente de cada momento. Y no tardé en hallarme en otra compañía. Yo invitaba y ellos venían. Sobre el papel se volvían posibles muchas cosas.
Cuando la catedral abrió, pudimos visitarla únicamente acompañados de una guía. Primero descendimos a la cripta románica, luego venía el turno del coro oriental, más tarde nos explicaron los detalles de la construcción de la nave románica tardía, pero solo recuerdo las elevadas y marcadas explicaciones del coro alto que nos dieron en el coro occidental. Una joven con traje de chaqueta nos habló a nosotros y a otros tres matrimonios. Con un ligero acento turingio, su alemán estándar sonaba aprendido. Gustaba de hablar en plural: «Vemos aquí un testimonio de la arquitectura gó tica temprana…». «Después de habernos ocupado del relieve que hay a ambos lados del portal del coro alto, vamos a dirigirnos ahora a las doce estatuas de los fundadores…». «Ahora estamos viendo la pareja más conocida en general…». Nosotros —un grupo en el que solo dos personas parecían vestir moda occidental— seguíamos sus indicaciones.
Hasta donde recuerdo en retrospectiva, tengo presente el momento en el que entramos por la puerta occidental al coro y enseguida nos vimos decepcionados ante el pequeño tamaño de las estatuas de los fundadores, que, según nuestra guía impresa, parecían de tamaño natural. Ahora las veíamos en directo, alzadas sobre peanas, bajo baldaquinos de piedra. Eso es lo que pasa con los originales. Solo ellos se presentan a sí mismos. Hasta entonces nos habían confundido las familiares fotografías que nos habían inculcado como estatuas monumentales a Konrad y Gepa, Hermann y la sonriente Reglindis, el pensativo Timo y el colérico Sizzo, Gerburg y Wilhelm, pero especialmente al marqués Ekkehard, al lado de una Uta conocida hasta la saciedad. Eso fue lo que dijo también una de las tres parejas congregadas en torno a la persona que nos lo explicaba: «Son mucho más pequeñas de lo que yo pensaba…».
Tuvimos que conformarnos con el tamaño expuesto, además de con los restos de color que se habían quedado adheridos a ellas de manera irregular y de forma confusa. Era inútil intentar imaginarse las figuras de los fundadores con su cromatismo originario. Así que nos esforzamos en vivir cada estatua como un original en su actual estado. Las explicaciones, ofrecidas con clara dicción, no tenían en cuenta ni el color desaparecido ni las engañosas fotografías que, bien iluminadas, se tomaban desde ángulos buscados con refinamiento. La acústica del coro occidental daba a cada palabra un significado irrevocable:
Estas estatuas de los fundadores, dispuestas de manera individual o por parejas, están así, tal como las vemos, desde el año 1250, a excepción de la figura denominada Konrad, que cayó de su peana durante un incendio intencionado —la sillería del coro ardió— y solo fue repuesta más adelante y en parte insuficientemente restaurada. Estamos viendo trabajos del taller de un maestro anónimo, de estilo gótico temprano, aunque la disposición de los pliegues de los ropajes de las esculturas, que podemos llamar realista, no se corresponde con las artificiosas arrugas de aquel periodo…
La persona que explicaba declamó su texto de manera tan convincente como si lo pronunciara por primera vez. Nos llevaron a lo largo del lado izquierdo del coro. Una leve pero perceptible pulsión pedagógica debería impedir que nos saliéramos de la fila o simplemente nos detuviéramos ante la famosa y modélica pareja, celebrada en innumerables comentarios. Nos detuvimos ante la no coronada Gerburg y el antaño caído Konrad. Cuando alzamos la vista hacia Hermann y Reglindis, adornada con una diadema, oí lo que cuchicheaba una de las parejas de nuestro grupo de visitantes:
—Mira, sonríe exactamente igual que tu hermana Elvira, con ese poquito de sarcasmo…
—Sí, como nuestra Elvira, exacto.
Puede ser que el cuchicheo no escapara a los oídos de la persona que nos guiaba:

—Se atribuye a las estatuas de nuestros fundadores una expresión tan natural que parecen sacadas de la vida misma. Podemos estar de acuerdo, aunque ese denominado realismo solo se corresponde con nuestra percepción subjetiva, y no debería ser un criterio adecuado para el arte. Es cierto en todo caso que las figuras de los fundadores están representadas de forma individualizada. Por eso tienen un efecto tan directo sobre nosotros. Los sentimos como nuestros iguales, aunque pertenecían a la clase superior de los gobernantes, de lo que ellos parecen conscientes, especialmente el marqués Ekkehard II y su esposa Uta, como veremos en seguida. Gentes de poder de su época. En lo que a Ekkehard se refiere: belicoso, orientado siempre a la ganancia de tierras, el terror de sus súbditos, reprimió con mano dura a los pueblos eslavos vecinos al este del Saale. Incluso dicen que asesinó a otro señor feudal. Pero los grandes artistas, como nuestro maestro de Naumburg, logran, como vemos aquí, si no abolir, sí hacer que las oposiciones de clase parezcan permeables.
Por fin estábamos delante de la pareja de parejas. La persona que nos guiaba esbozó una sonrisa, como si se mostrara indulgente con nuestra impaciencia. Ekkehard y Uta. Ella está, como siempre ha estado, a la izquierda de él, y tiene el rostro semioculto por el manto, alzado por el lado derecho. Y, como su mirada tiene una cualidad más bien hostil, se puede interpretar ese cuello protector como una actitud así hacia su marido. Exacto, enseguida escuché cuchicheos en nuestro grupo:
—Parece bastante enfadada con el viejo, se nota…
Bueno, a las estatuas de los fundadores del coro occidental de la catedral de Naumburg se les han atribuido muchas cosas, a menudo contradictorias: romanticismo, expectativa de salvación y muchas insensateces nacionalistas durante la época nazi. Así, por ejemplo, de Reglindis, que según desde dónde se la mire sonríe, hace un mohín o incluso se ríe, se dice que, como hija de un rey de Polonia, muestra rasgos típicamente eslavos, como se puede ver, y se ríe como una mujer de la limpieza, mientras que Uta, auténticamente nórdica… Etcétera. Y eso a pesar de que no sabemos prácticamente nada del origen y el trasfondo privado de las figuras de los fundadores. Se han conjeturado, e incluso afirmado, muchas cosas. Por ejemplo, resulta interminable el cotilleo acerca de una relación amorosa entre Uta y Wilhelm de Camburg, el esposo de la fiel Gerburg. Cuando lo único que puede asegurarse es que Uta provenía de la casa real ascánida y que su matrimonio con el marqués no tuvo descendencia.
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LA ESTATUA de Günter Grass
Traducción de Carlos Fortea Gil
Cortesía Alfaguara
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