Más allá de la derrota hay una victoria de la que el triunfador nada sabe.
WILLIAM FAULKNER
Soy ateo. Soy anticlerical. Soy un laicista militante, un racionalista contumaz, un impío riguroso. Pero aquí me tienen, volando en dirección a Mongolia con el anciano vicario de Cristo en la Tierra, dispuesto a interrogarle sobre la resurrección de la carne y la vida eterna. Para eso me he embarcado en este avión: para preguntarle al papa Francisco si mi madre verá a mi padre más allá de la muerte, y para llevarle a mi madre su respuesta. He aquí un loco sin Dios persiguiendo al loco de Dios hasta el fin del mundo.
EN BUSCA DE BERGOGLIO
Please allow me to introduce myself.
THE ROLLING STONES
1
Todo empezó el 21 de mayo de 2023, en Turín. Aquella tarde estaba firmando ejemplares de mis libros en el Salone del Libro que cada año se celebra en esa ciudad, tras haberme pasado una hora hablando en público sobre la maldita figura del intelectual, cuando mi editora italiana me advirtió que un representante del Vaticano estaba aguardando para hablar conmigo. «¿Del Vaticano?», pregunté, extrañado. Mi editora se encogió de hombros y señaló a un hombre que aguardaba a su espalda. De golpe recordé.
Dos semanas atrás había recibido una llamada desde un número de teléfono oculto y, llevado por mi afición a la ruleta rusa, la había contestado. Una voz cavernosa sonó en mi móvil. Dijo que llamaba desde el Vaticano, se presentó como oficial del Dicasterio para la Cultura y la Educación de la Santa Sede, explicó que el 23 de junio iban a cumplirse cincuenta años desde la apertura de la colección de Arte Moderno y Contemporáneo en los Museos Vaticanos y que, para conmemorar la efeméride, el papa Francisco deseaba reunir a un puñado de creadores en la Capilla Sixtina. Crecí en un país católico, una familia católica y un colegio católico, de modo que, por muy descreído que sea, una invitación semejante es casi irresistible; pero, mientras la voz de ultratumba del oficial del Vaticano seguía sonando en mi móvil y yo hojeaba mi agenda, pensé que me iba a resistir a ella: me pareció excesivo viajar hasta Roma solo para escuchar unas palabras del papa Francisco. Ya tenía en la punta de la lengua la negativa cuando —¡oh, milagro!— descubrí en mi agenda que el mismísimo 23 de junio debía volar a Roma de camino a Pescara. Derrotado por la coincidencia, le aseguré al emisario del Vaticano que haría lo posible por asistir a la reunión con el papa y acto seguido escribí a mi editorial italiana para adelantar mi vuelo a Roma al día 22, de tal manera que el 23 por la mañana pudiera participar en la recepción papal y luego desplazarme hasta Pescara. Así que aquella tarde, en el Salone del Libro de Turín, pensé que el hombre del Vaticano quería hablar sobre el encuentro con el papa en la Capilla Sixtina.
Error. El hombre se llamaba Lorenzo Fazzini, se presentó como responsable de la Libreria Editrice Vaticana (LEV), la editorial de la Santa Sede, y me soltó a bocajarro que el papa Francisco viajaba a finales de agosto a Mongolia y que en el Vaticano habían pensado en mí para que escribiera un libro sobre el viaje, sobre el papa, sobre la Iglesia, sobre el Vaticano, sobre lo que yo quisiera. Por un segundo pensé que era una broma. Miré al tipo: no era una broma. Más tarde Fazzini me contaría que mi primera reacción a su propuesta fue soltarle: «Pero, oiga, ¿se han vuelto ustedes locos o qué?». La verdad: no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que, apenas conseguí reponerme de la sorpresa, le hice una pregunta parecida:
—Pero, oiga, ¿no saben ustedes que yo soy un tipo peligroso?
Fazzini sonrió. Era un hombre de mediana edad, corpulento y con gafas; no parecía sacerdote —no lo era—, pero vestía de negro total y tenía un aire atribulado de ejecutivo y un aspecto montaraz. En su sonrisa había una sombra de burla —«Menos lobos, Caperucita», decía, o: «A mí tú no me engañas, chaval»—, y al instante supe que aquel hombrón y yo podíamos entendernos.
—Esto no se lo ofreceríamos a cualquiera —me advirtió Fazzini, a modo de respuesta—. De hecho, que yo sepa sería la primera vez que alguien escribe un libro así, sobre un viaje del papa. La primera vez que el Vaticano le abre sus puertas a un escritor, para que hable con quien quiera y pregunte lo que quiera. Créame: nos hemos informado sobre usted.

Hablamos durante veinte minutos. Fazzini me explicó que en el Vaticano sabían que yo no era creyente y que precisamente por eso me proponían escribir el libro: no querían que lo escribiera uno de los suyos; se apresuró a añadir que, por supuesto, yo dispondría de libertad total, que en realidad el Vaticano no me encargaba el libro, solo me lo facilitaba, que ni siquiera pretendían publicarlo en su editorial, que podría publicarlo donde quisiese, como quisiese y cuando quisiese, que ellos se limitarían a darme todas las facilidades, que su objetivo no era ni propagandístico ni económico… Yo le escuchaba atónito, y en determinado momento le pregunté si, en el caso de que aceptase escribir el libro, podría hablar a solas con el papa. Fazzini me contestó que en aquel momento no podía asegurármelo, reconoció que el libro todavía era solo un proyecto del Dicasterio para la Comunicación, el ministerio de comunicación del Vaticano, que la idea había sido de su jefe y director de ese organismo, Paolo Ruffini, y que el papa ni siquiera había dado aún su autorización para llevarlo a cabo.
—No te preocupes —dijo Fazzini—. Si el papa acepta la idea, haremos lo posible para que puedas hablar con él.
Luego insistió en la excepcionalidad del viaje. «Francisco no ha visitado los grandes países católicos, pero viaja a Mongolia, un país budista con algo más de tres millones de habitantes y apenas mil quinientos católicos», explicó. «Este papa quiere ir a donde nadie quiere ir, al lugar más remoto y difícil». Fazzini añadió que no me sintiera presionado, pero me rogó que valorara la propuesta. Al final me emplazó a que al cabo de unos días («Sé que estarás en la alocución del papa a los artistas, en la Capilla Sixtina; yo también estaré allí») volviéramos a hablar del asunto.
Aquella noche no pegué ojo. Dando vueltas en la cama de mi hotel turinés, pensaba: «Primero el oficial del Vaticano, su voz escatológica al teléfono y la coincidencia providencial entre mi viaje a Pescara y el encuentro con el papa en la Capilla Sixtina. Y ahora el enviado del Vaticano y la propuesta del libro sobre el papa». Pensaba en Bob Dylan, que se convirtió al cristianismo y, con gran escándalo de los dilanófilos, cantó para Juan Pablo II. «Si yo fuera Dylan», pensaba, «aceptaría la propuesta de inmediato». Pensaba en Juan Sebastián Bach, que solo componía para Dios y cuya música apenas puede escucharse sin sentir un deseo irreprimible de creer en Dios. «Si yo fuera Bach», pensaba, «aceptaría de inmediato». Y pensaba: «Si por mis venas corriera una sola gota de la sangre de Bach, si mi carne contuviera un solo átomo de la carne genial de Bach, sentiría que Dios me está llamando». Aquel pensamiento me devolvió una experiencia mística. Ocurrió una mañana en una estación de metro de Barcelona. Era la hora punta, en el vagón hacía un calor atroz, para evadirme de aquella tortura puse música en mi móvil y el azar eligió la celebérrima Cantata BWV 147: X, titulada «Jesús, alegría de los hombres». Entonces, apenas empezó a sonar esa música inhumana en mis auriculares, tuve la certeza de que iba a abrirse el firmamento, iba a aparecer Dios Nuestro Señor e iba a alzar por los aires aquel armatoste abarrotado de infelices mientras su divino vozarrón tronaba (bastante cabreado, por cierto): «¿Con que no existo, eh, mamones? Pues aquí me tenéis, con barba y todo. ¡A tomar por culo, se acabó la farsa: todos al Paraíso! ¡Tú también, Javierito, no te escondas, repugnante sabandija comecuras! Iba a mandarte de cabeza al Infierno de los réprobos, con Walt Disney y Jack el Destripador, pero aquí mi amigo Juan Sebastián ha intercedido por ti [en este punto, Bach aparecía al lado del Redentor, obeso y con su peluca empolvada, junto a sus dos esposas y sus veinte hijos, saludándome con una manita regordeta]. ¡Has tenido una potra que te cagas!». Fue justo entonces, tras recordar esa visión salvífica, cuando me acordé de mi madre viva y de mi padre muerto, ambos católicos a machamartillo, me acordé de que, desde la muerte de mi padre, mi madre no paraba de repetir que iba a encontrarse con él después de muerta, y me dije que, si podía estar unos minutos a solas con el papa y hablarle de la resurrección de la carne y la vida eterna y preguntarle si era verdad que mi madre volvería a ver a mi padre, entonces tenía todo el sentido del mundo escribir aquel libro. Desvelado por este pensamiento, me levanté para contemplar el amanecer en Turín.
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EL LOCO DE DIOS EN EL FIN DEL MUNDO de Javier Cercas
Cortesía Random House