El cuento de AMOR de Borges

Jorge Luis Borges era tímido y pudoroso y, al mismo tiempo, enamoradizo. Sin embargo, los cuentos de amor —vulgarmente denominados románticos— no eran su fuerte, al menos de manera explícita; ni siquiera como catarsis. Él mismo lo reconoce en el epílogo a El libro de arena: “El tema del amor es harto común en mis versos; no así en mi prosa…”

Si hay un amor manifiesto y desmesurado en la narrativa borgeana, es por los libros, por la lectura que lo acompañó a lo largo de toda su existencia.

“No pienso en otra cosa”

No obstante, en entrevista con Roberto Alifano hacia 1980, reproducida en Conversaciones con Borges, supo reconocer la importancia del sexo femenino en su vida. Al referirse a la obra de Franz Kafka, asegura: “Yo creo que las mujeres no son demasiado importantes en Kafka. En mí sí lo son; yo no pienso en otra cosa”.

“Ulrica” comienza con una cita de reminiscencias sexuales, extraída del capítulo 27 de la Saga Volsunga, tan cara a Borges y de vital importancia en el relato: “Hann tekr sverthit Gram ok / legger i methal theira bert”, que significa algo así como: “Él tomó su espada Gram y la colocó desenvainada entre los dos”.

Hace referencia a Sigurd, quien debe compartir lecho con Brynhild, pretendida también por su cuñado. Para no tocarla, coloca entre ambos su espada, llamada Gram. Cuando años después Brynhild hace matar a Sigurd y se suicida para yacer en su misma pira funeraria, entre los dos cuerpos vuelve a estar la espada desnuda.

Cita, por cierto, también esculpida en el dorso de la lápida de piedra sobre la tumba de Borges en el cementerio de Ginebra. En el frente, siete guerreros tallados blanden sus armas, y debajo una frase en anglosajón de un antiguo poema que conmemora la batalla de Maldon, entre sajones y vikingos, ocurrida en el año 991. “And ne forthedon na”: “y que no temieran”, como el líder sajón arengaba a sus hombres antes de la batalla: que tengan coraje, que no teman a la muerte.

“Ulrica”: rara avis

“Ulrica” narra la breve pero intensa historia de amor entre el colombiano Javier Otárola y la misteriosa noruega cuyo nombre da título al cuento; la nevada York, su universidad y su museo, son el escenario. Pocas horas le bastan al profesor de la Universidad de los Andes para enamorarse a primera o segunda vista de esa mujer “ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises”. Pero a Otárola no le impresiona su rostro sino “su aire de tranquilo misterio”, que repentinamente lo obsesiona en un deseo que se materializa “por primera y última vez”.

Sin embargo, al igual que posteriormente en “Agosto25, 1983”, hacia el final todo alrededor parece desvanecerse: puede que haya sido el éxtasis, puede que un sueño…

¿Quién fue Ulrica…?

Algunas fuentes sugieren que se trata de un relato ligeramente autobiográfico… Borges lo ratifica cuando dice en entrevista con Antonio Carrizo: “Todo lo que escribo es autobiográfico. Todo cuento mío, aunque sea fantástico, corresponde a una experiencia personal, sobre todo a una pasión personal”.

Ulrica sería una mujer con quien Borges mantuvo un romance, posiblemente entre las décadas de 1940 y 1950, después de su tortuosa relación con Estela Canto. La posible fecha coincide con el furtivo enamoramiento de la escritora Silvina Bullrich, con quien en el 45 colaboró para la antología El compadrito, con textos sobre las características de ese arquetipo porteño.

“Borges estaba muy enamorado de Silvina Bullrich”, asegura Adolfo Bioy Casares en su famoso diario, en una entrada correspondiente a febrero de 1950. Y más tarde Bullrich confirmará por televisión que habían llegado a mantener intimidad, al declarar en el programa Tiempo Nuevo que Borges padecía impotencia y eyaculación precoz…

Todo está en los cuentos

Ulrike Brigitte von Kühlmann.

No obstante, la primera pista certera sobre la verdadera identidad de la literaria Ulrica surge donde debe: en algunos de los cuentos de Borges, específicamente en dos de los incluidos en El Aleph. Entre los trece relatos que reúne el volumen aparecido en 1949, se menciona a una tal Ulrike en “La otra muerte”. En tanto, “Historia del guerrero y de la cautiva” está dedicado a una Ulrike von Kühlmann, cuyo nombre completo era Ulrike Brigitte von Kühlmann.

Todo termina por develarse con cartas que María Esther Vázquez da a conocer, fechadas entre finales de 1948 y principios de 1949, en las que se pone de manifiesto otro de los numerosos y legendarios enamoramientos borgeanos.

Ulrike, por entonces residente en los Estados Unidos, es una hermosa y rubia alemana —con algún parecido a Marlene Dietrich—, nacida en la Alta Baviera en 1910, con quien el autor se carteó en el mencionado periodo.

Enamoramiento meramente —o trascendentemente— platónico que, como se dijo, se devela en esa correspondencia redactada en inglés, donde Borges le anticipa, entre otras cosas: “Querida y admirable Ulrike, algún día escribiré una historia, si los dioses lo desean, y trataré de decirte cómo te pienso…”

Debió pasar un cuarto de siglo para que los dioses quisieran que esa historia viera la luz en ‘El libro de arena’, al que su autor quiso definir como el mejor que había escrito.

Pasemos, para terminar, a reproducir esta breve rara avis en la narrativa borgeana.

ULRICA

Cuento de Jorge Luis Borges

Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis. Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.

Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York, esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las murallas. Éramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.

—Soy feminista —dijo ella—. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol.

La frase quería ser ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba. Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.

Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron que era noruega.

Uno de los presentes comentó:

—No es la primera vez que los noruegos entran en York.

—Así es —dijo ella—. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse.

Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o de furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas las descubrí poco a poco.

Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano.

Me preguntó de un modo pensativo:

—¿Qué es ser colombiano?

—No sé —le respondí—. Es un acto de fe.

—Como ser noruega —asintió.

Nada más puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana. No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.

Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:

—A mí también. Podemos salir juntos los dos.

Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven. No había un alma en los campos. Le propuse que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.

Oí de pronto el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que era un lobo. Ulrica no se inmutó.

Al rato dijo como si pensara en voz alta:

—Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que las grandes naves del museo de Oslo.

Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo, hacia Edimburgo.

—En Oxford Street —me dijo— repetiré los pasos de De Quincey, que buscaba a su Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.

—De Quincey —respondí— dejó de buscarla. Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.

—Tal vez —dijo en voz baja— la has encontrado.

Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos. Me apartó con suave firmeza y luego declaró:

—Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea.

Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayán y en una muchacha de Texas, clara y esbelta como Ulrica, que me había negado su amor.

No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.

Tomados de la mano seguimos.

—Todo esto es como un sueño —dije— y yo nunca sueño.

—Como aquel rey —replicó Ulrica— que no soñó hasta que un hechicero lo hizo dormir en una pocilga.

Agregó después:

—Oye bien. Un pájaro está por cantar.

Al poco rato oímos el canto.

—En estas tierras —dije—, piensan que quien está por morir prevé lo futuro.

—Y yo estoy por morir —dijo ella.

La miré atónito.

—Cortemos por el bosque —la urgí—. Arribaremos más pronto a Thorgate.

—El bosque es peligroso —replicó.

Seguimos por los páramos.

—Yo querría que este momento durara siempre —murmuré.

—Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres —afirmó Ulrica y, para aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.

—Javier Otárola —le dije.

Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.

—Te llamaré Sigurd —declaró con una sonrisa.

—Si soy Sigurd —le repliqué—, tú serás Brynhild.

Había demorado el paso.

—¿Conoces la saga? —le pregunté.

—Por supuesto —me dijo—. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con sus tardíos Nibelungos.

No quise discutir y le respondí:

—Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.

Estábamos de golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el Northern Inn.

Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:

—¿Oíste al lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.

Al subir al piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura. Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve arreciaba. Ya no quedaban muebles ni espejos. No había una espada entre los dos. Como la arena se iba el tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica.

EL LIBRO DE ARENA
Jorge Luis Borges
Emecé (Buenos Aire, 1975)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *