I. El joven doctor Weir
El pretendiente (1835)
SEÑORA DE ELIAS ROLLINS (TABITHA TYNDALE DE SOLTERA) CHESTNUT HILL, PENSILVANIA
¡Que Dios nos perdone! No supimos ver el genio del joven que apareció de la nada el otoño de 1835; de hecho, como gansas estúpidas que éramos, tan cegadas por nuestra propia vanidad y la lozanía de nuestras plumas, consideramos que aquel practicante poco auspicioso era un necio, de aspecto tímido y torpe, aunque dijo que venía de una familia «muy respetable» de Concord (Massachusetts).
De hecho, nos reímos de él por imaginarse de pretendiente de cualquiera de nosotras.
Se presentaba como «Silas Weir, doctor en medicina», con una voz de una gravedad solemne que no se zafaba de un deje jactancioso. Sin duda, ¡era el soltero menos atractivo de Chestnut Hill aquella temporada!
Lo primero que llamaba la atención de Silas Weir: su piel tenía un tono cetrino poco saludable, el tono mismo del rigor. El rostro de un joven doctor que ha pasado demasiado tiempo encerrado, absorto en manuales de medicina, en quirófanos sin ventilación y en esos lugares horrendos llamados «morgues» donde se disecciona con crueldad a los cadáveres. Un rostro juvenil a la vez que pesaroso, con arrugas de preocupación en la frente (ancha, huesuda), como si fueran líneas trazadas por un tenedor sobre la masa y una mirada suspicaz, como de incomodidad, de culpa.
No era ni alto ni bajo. La cabeza desproporcionadamente grande sobre los hombros encorvados y enclenques; la mata de pelos tiesos, de un tono indistinguible, ni oscuro ni claro, necesitaba de un corte más experto; los ojos bastante hundidos en las cuencas, como los de un roedor, vidriosos y veloces. Las orejas, de un blanco curioso, un poco de soplillo. Sin embargo, su porte desprendía una suerte de dignidad incómoda, como la de aquellos que fingen ser quienes no son.
Su ropa, de lana oscura y ligera, era de buena calidad —decía madre, siempre tan avispada—, pero la llevaba algo arrugada, como si no se la quitara para dormir. Quizá llevase la camisa limpia cuando salía del lugar en el que se alojaba, en las afueras del barrio, pero, después de estar unos minutos en nuestro salón, donde hacía mucho calor, empezaba a sudarla; el cuello, almidonado, se le empezaba a marchitar. Nosotras, las señoritas, con nuestras sedas y satenes de colores vivos, bien ceñidas dentro del corsé de barba de ballena, íbamos bien empolvadas de blanco talco, sobre todo en las axilas y en el averno de entre las piernas, que no tenía nombre y por tanto era innombrable; si coincidía con ese momento del mes, íbamos bien pertrechadas con vendas de gasa entre los muslos que pronto se volvían pesadas con la sangre salobre que se secaba y nos rozaba la piel suave como el papel de lija más áspero; eso también nos lo empolvábamos con generosidad, pues, entre todas las cosas, incluso los pérfidos pecados y crímenes, el peor destino posible era que ese momento del mes se hiciera evidente a cualquier otra persona y, en concreto, a los hombres, y, en especial, a los que se consideraban solteros deseables. Con el pánico de que nos descubriera, de que nos oliera, de que nos detectara el olfato (masculino), estábamos en alerta perpetua, cosa que nos volvía asustadizas y (a veces) crueles y sin duda avispadas, pues no queríamos que nos cazaran con la guardia baja.
Así, mirábamos a Silas Weir con cierta condescendencia y alivio, ya que sin duda era un soltero deseable cuya opinión no nos importaba lo más mínimo. A nuestros pretendientes de Chestnut Hill los conocíamos desde la infancia y hasta el menos apuesto nos resultaba apuesto, como si fueran familia; en realidad, el joven doctor Weir no es que fuera muy feo, simplemente, demasiado del montón, sin clase alguna.
Los impresionantes retratos del doctor Silas Aloysius Weir que han aparecido en periódicos y, de manera más reciente, en Harper’s Weekly —tan serio él, tan seguro, con la mandíbula prominente y el ceño fruncido, venerado como científico galardonado, honrado en la Casa Blanca—, no coinciden con la imagen de mi recuerdo del joven cetrino doctor Weir.
En nuestro salón de Chestnut Hill, en otoño de 1835, Silas Weir formaba una estampa curiosa. Sonreía cuando debería haber mostrado un semblante sombrío y se le ensombrecía el rostro cuando debería haber sonreído. Sus labios tenían un aspecto fofo, como la masa, eran del color de los gusanos; la idea de que semejante boca osara besarte hacía que una aullara de risa como una banshee. (Ninguna dejó volar tanto la imaginación, ¡se lo aseguro!). Tenía el aspecto de un cuarentón, pero ¡se decía que solo tenía veintitrés años!
Tenía un acento que nos resultaba muy… raro. La gente de Boston habla así, como si estuviera aterrada; pero él aún tenía un acento más marcado. Aunque era capaz de pronunciar palabras rimbombantes como Aristóteles, Galeno, exsanguinación o tumefacción, el efecto era cómico. Nos habríamos deshecho en risillas si nos hubiésemos atrevido a intercambiar miradas, como habíamos hecho más de una vez en la escuela y en la iglesia, pero ya no éramos niñas, sino señoritas.
De vez en cuando, como una serpiente que ondea la lengua, los ojillos vidriosos de Silas Weir echaban un vistazo en mi dirección: pasaban a toda velocidad de la punta de mis zapatos, que asomaban bajo las pesadas enaguas y la falda, luego por mi cinturita ceñida hasta el brocado de encaje del canesú y mi cuello pálido y mi rostro pálido por el talco, todo sin osar mirarme a los ojos.
Huelga decir que no era culpa de Silas Weir haberse convertido en invitado semanal y apenas tolerado para tomar el té en nuestra casa de Chestnut Hill; no se había presentado él solo. Mi tío abuelo, Clarence Tyndale, que era diácono en nuestra iglesia, la Primera Iglesia Episcopal de Chestnut Hill —congregación a la que el médico se había unido—, por caridad cristiana, con toda su buena intención, había animado al «joven doctor Weir» —así lo llamaba— a «hacernos una visita». Silas Weir no conocía a nadie en el pueblo, o eso se decía. Se acababa de graduar en la Escuela de Medicina de Filadelfia y era el practicante de nuestro médico local, Ambrose Strether, que regentaba una clínica venida a menos a medida que él acercaba a su edad de jubilación (sesenta años); no era un inicio muy prometedor para un joven doctor que quisiera hacer carrera como médico.
(Ya más tarde supimos que a Silas Weir lo había «exiliado» —por decirlo de alguna manera— su propia familia, ya que no había conseguido mantener los elevados estándares de excelencia de los Weir de Concord, Massachusetts; no había sido un alumno brillante, por lo que no consiguió entrar en Harvard, donde habían estudiado todos los varones de su familia).
Sin duda, el tío Clarence esperaba ayudar a este joven caballero cristiano. El precepto de Jesús «amarás a tu prójimo como a ti mismo» había penetrado en la cabeza de mi tío como el barrenador esmeralda del fresno en nuestros regios árboles y lo había convertido en un incordio para sus familiares.
Un joven y deseable soltero cristiano que ha estudiado para ser médico. Quién sabe cuál será su futuro. Vosotras, señoritas, seréis amables con él, no me cabe duda. Haréis que se sienta bienvenido en Chestnut Hill, donde, me temo, hay mucho «esnobismo de clase».
Hace tanto tiempo que me da vueltas la cabeza.

Yo solo tenía dieciocho años, me acababa de graduar en la academia femenina de Chestnut Hill. Mi mejor amiga, Fiona Fox, había acabado sus estudios conmigo. En nuestro círculo también estaba mi hermana (mayor), Katherine, una belleza de rostro adusto, y nuestras vivarachas primas June y Jetta. Y Belinda Prescott, la hija del juez. He de decir, sin ánimo de ser presuntuosa, que, en aquellos tiempos, nuestro círculo era el más importante del lugar. Las chicas de las mejores familias se peleaban por ser nuestras amigas, igual que sus hermanos y primos rivalizaban por «cortejarnos», pero éramos jóvenes, unas muchachas mimadas y melindrosas, cosa que nos hacía crueles.
Sí, lo diré: éramos hermosas. ¡Todas!
Y lucíamos tanto con nuestros vestidos de volantes, floreados, con encajes y llenos de lazos, el canesú ceñido y la falda exuberante hasta el suelo, que ocultaba nuestros (esbeltos) tobillos (con medias blancas); con la finura de nuestros vestidos estábamos obligadas a sentarnos muy erguidas, por supuesto, con una postura perfecta, encajadas en corsés de barba de ballena, con los que respirábamos lo justo.
Mi cinturita de sesenta centímetros, reducida a la de una sílfide de menos de cincuenta, entre el brillo satinado del canesú y los pliegues del vuelo de la falda, había sido diseñada para atraer la mirada de un joven caballero.
La angustiada y hundida mirada de Silas Weir la primera vez que nos vio a todas juntas como si fuéramos gladiolos en un jardín exuberante nos hizo sentir pena por él (o casi).
Sostenía el sombrero con ambas manos mientras Lettie lo acompañaba hasta el umbral del salón. Se quedó allí plantado y pestañeaba como si una luz fuerte lo cegara. Enseguida, mamá hizo que se sintiera cómodo o lo intentó: el pobre doctor Weir se tropezó al sentarse junto a la lumbre y se puso todo colorado. ¡Parecía que nunca hubiese estado en compañía de personas tan refinadas!
Estaba claro que nunca había contemplado a unas señoritas como nosotras.
No recuerdo cuántas veces volvió a casa aquel año y parte del siguiente. No nos lo tomábamos en serio cuando había ciertos otros jóvenes mucho más atractivos de «buena» familia filadelfiana que rivalizaban con él por nuestra atención; de todos los «solteros deseables», Silas Weir era el pequeño de la camada. Pero él no lo sabía, por supuesto.
Después de aquella primera e incómoda visita, el doctor Weir nunca olvidó traer flores para mamá: a menudo, bastas como las hortensias en plena flor, ¡hasta malvas y tigridias! (Casi seguro que las arrancaba de campos y zanjas, como si nosotras no fuéramos a sospecharlo). Mamá no se veía con ánimos para rechazarlo. Ninguna otra casa de Chestnut Hill le había abierto sus puertas. Lo que atraía a nuestra casa a aquel joven desmañado no era nuestro té inglés bien servido ni las deliciosas meriendas que preparaba nuestra cocinera, de medianoches y bollos, pues apenas tenía apetito en nuestra presencia; si levantaba una delicada taza, con lo que le temblaban las manos, lo más probable es que se la vertiese sobre los pantalones, que le quedaban grandes. Con educación, le hacíamos preguntas a las que él, con todo el entusiasmo, dejando ver unos dientes de formas raras y encías húmedas, respondía entre tartamudeos, como si lo que nos contaba de verdad nos interesara y no preguntásemos por mera cortesía; peor aún, a veces, y he de confesar que yo era una de las culpables de semejantes crueldades, nos burlábamos de él como si fuera un perro torpe.
¿Qué nos contaba hace ya tanto tiempo en el salón de Chestnut Hill aquel joven médico que un día iba a ser famoso? Me da que recuerdo cierta tímida jactancia cuando Silas Weir parloteaba sobre su plan para contribuir al conocimiento humano y «hacerse un nombre» en el campo de la investigación al tiempo que conseguía labrarse una carrera como médico y cirujano; hablaba de la «cirugía experimental» que tenía en mente, con la esperanza de corregir «malformaciones congénitas» en criaturas de pecho y en niños más mayores. Nos estremecíamos al oír vulgarismos como leporino, patizambo o bisojo —expresiones crudas que nunca se pronuncian en presencia de damas—. La terrible palabra tisis se atrevía a pronunciarla; palabras tan obscenas como cadáver, cuarentena e incluso útero. (Aunque quizá no dijera «útero», es una palabra que no habríamos reconocido, pues era, de forma literal, indecible; es probable que fuera su acento nasal de Nueva Inglaterra y que, en realidad, el desmañado y joven doctor quisiera decir otrora, un término singular, pero poético, que recuerda al tono de la obra de Edgar Allan Poe).
Entre el decoroso murmullo de voces apagadas, se hacía un silencio total y repentino, la voz de Silas Weir quedaba expuesta, fuerte y atolondrada; el joven doctor se arrebolaba muchísimo y miraba en derredor como quien se ha presentado en público astroso y desaliñado sin darse cuenta con la esperanza de que nadie se percate.
¡Mis amigas me fastidiaban sin piedad diciéndome que el «sieso de Silas» estaba enamorado de mí! Mis primas June y Jetta eran las peores.
A juzgar por sus maneras cuando le dirigía una simple mirada, cuando intercambiaba un par de palabras con él o le sonreía, parecía que llevaban razón; cuando se atrevía a pronunciar mi nombre —s-señorita Ta-Tabitha—, parecía que graznaba, que croaba; por poco no perdíamos la compostura y estallábamos en carcajadas.
Por contra, yo me guardaba de llamarlo siempre «doctor Weir». Sin duda, nunca lo llamé por su nombre de pila. A pesar de lo que otros pensaban, yo no lo alenté, ni un ápice.
Así que llegó un momento en el que Silas Weir se dio cuenta de que Tabitha Tyndale no se sentía atraída por él y, de forma algo desesperada, centró sus atenciones en mi querida Fiona, cuyo buen corazón no le permitía ser descortés con nadie, por torpe que fuese, aunque ella tampoco le dio alas; poco después, cuando toda la atención de Fiona se centró en su gallardo pretendiente Rufus Clark, Silas Weir se volvió, todavía con más desesperación, hacia la coquetona de mi prima Jetta.
¡No podía ser otra que Jetta! Ávida de jugar con el corazón de aquel joven ingenuo como una gata con un ratón: al principio entero, vivito y coleando, pero al final tan solo lo que quedara de él, las vísceras y el diminuto cráneo, y por último, su gomoso corazoncito.
Pues Jetta sentía inclinaciones hacia la interpretación, provocaba risas a expensas del (inconsciente y ajeno) «ratón»; el pobre Weir estaba tan engañado que pensaba que esa joven vivaracha y pelirroja de diecisiete años podía estar, por un instante fugaz, interesada en él.
* * *
CARNICERO de Joyce Carol Oates
Traducción de Nuria Molines Garlarza
Cortesía Alfaguara