CANON DE CÁMARA OSCURA, novela de Enrique Vila-Matas [primeros capítulos]

1
Eres uno de ellos, ¿no?

1

Es medianoche y Violet, en un ángulo del patio donde se celebra la fiesta, pregunta si me acuerdo de los Denver-7. Claro, personas artificiales, indistinguibles de nosotros. Androides, precisa muy puntillosa, como si en ello le fuera la vida. Y me habla de los sobrevivientes, de los androides del sector Denver-7 que todavía circulan por Barcelona, todos con recuerdos implantados y capacidad para reproducirse. Muchos de ellos, dice, han tenido descendencia. Sé de qué me habla. De entrada, porque se habló mucho de los Denver-7 en una época no tan lejana. Luego, menos. Algunos tienen un punto agresivo, una genética pendenciera.

Fueron programados para vivir cuatro años y un grave fallo en su energía eléctrica —el «Gran Apagón» de Barcelona— les dio vida abierta, de duración indefinida, pero últimamente ya no se habla de ellos, son discretos, jamás han buscado distinguirse de las personas corrientes. Violet disiente. Bueno, dice, no han buscado llamar la atención, pero más de uno es muy impulsivo, a cierta edad quieren vengarse de quienes los compraron para convertirlos en sus sirvientes.

No sabía, digo. Con el tiempo, dice, se las han arreglado para llevar una vida corriente, aunque algunos andan desorientados. Pregunto por qué desorientados. Por el enredo continuo, dice, que tejen en ellos los recuerdos implantados.

Me asombra que sepa tanto de los Denver-7, pero aún más que, tras tantos años de no vernos, Violet me esté ahora hablando únicamente de ellos. Trato de cerrar la charla, de acusada tendencia robótica. Bueno, digo, se trata de un fenómeno bien exclusivo de Barcelona. Violet percibe que quiero cambiar de tema, y se resiste. En todo caso, dice, el problema lo veo en que algunos Denver-7, al vivir más allá de lo que tenían programado, han ido accediendo a una conciencia empática superior.

Vaya. No conocía ese enfático concepto de «conciencia empática superior». Al aumentarles el tiempo que tenían de vida, dice, algunos han ido adaptándose tanto a su nueva programación que se han humanizado demasiado y, como te digo, están notando la llamada a la sublevación, y a algunos ha habido incluso que aplacarlos. Le pregunto qué entiende por aplacarlos. Que ha habido que discretamente retirar a algunos, dice, con ojos muy malignos, la verdad. Y qué entiende por retirar. Violet, impasible, dice que para evitar la alarma social, no hace mucho han abatido —utiliza ese pringoso eufemismo— a algunos exaltados haciendo pasar sus muertes como venganzas entre traficantes de droga.

No sabía nada de esto y la felicito por saber tanto sobre los sobrevivientes de los Denver-7, de Barcelona. Pues aún no sabes nada, dice. Y da un sorbo nada tímido al aparatoso cóctel que está tomando. Quizás sea el alcohol, pienso, el que está creando en Violet esa obsesión con los Denver-7, un tema que, por mi parte, preferiría dejar de lado.

2

Cometo un error y, simplemente por bromear, le pregunto si acaso ella no tiene recuerdos implantados. ¡Dios santo la que se arma! ¿Cómo iba a esperar esa reacción por su parte? Me lanza una mirada de ojos desorbitados y comprendo de inmediato que ha sido como si le hubiera dicho que ella es una Denver-7. Pero tal vez es lo contrario: como si le escandalizara que no la reconozca como tal, como Denver.

No sé qué hacer, me veo atrapado, en todos los sentidos. A Violet llevaba años sin verla, y lo que ahora registro es que tiene poco de aquella «novia eterna» de Altobelli, de aquella joven casi siempre callada y obediente, la muchacha discretísima que acompañaba a todos lados al malogrado Antonio Altobelli, mi admirado amigo y a la vez mi maestro de escritura, y uno de los pocos narradores valientes que ha tenido Barcelona.

No puedo dejar de recordar lo osado que era yo cuando me movía en el círculo de Altobelli, tal vez creía que me protegía él. Por ahí también se movía Violet, que debe de recordar que en aquellos días se decía de mí que era autista. No lo era, pero es cierto que en mis primeros años de ayudante de Altobelli, podía parecerlo. Andaba descomunicado del mundo de la gente corriente y tenía una marcada tendencia a decir en todo momento, sin filtro alguno, lo que pensaba. Era un alma libre, pero no un autista. Pasar por un autista me facilitaba las cosas, porque me permitía decir todo lo que pasaba por mi cabeza.

Me ocurría lo que hará unos meses vi reflejado en la atípica serie Dinosaur, escrita por una autista con un talento magnífico para darle la vuelta a todo y hacernos ver lo exageradamente ficticia que es la vida de cualquier neurotípico, esto es, de cualquier persona de las que se considera normal. Porque todos fingen todo el rato y lo que sucede es que jamás pueden ser ellos mismos, y a su manera, están tremendamente encerrados en algo que no existe y que tiene todo el aspecto de, en el fondo, no tener sentido alguno. Hablo del mundo, claro.

3

De Altobelli fui su secretario y sirviente, más tarde buen amigo, y después su heredero en la Tierra. Tuve una relación muy móvil con él: humilde y luego engreído secretario, compañero de borracheras, discípulo y, a su muerte, heredero de una potente biblioteca.

Pienso que Altobelli (también conocido como el fracasista) fue el escritor con más talento (o coraje, da igual) de su generación, la de los nietos de aquellos «héroes forjados en tantas batallas, hoy llorando por los rincones de las tabernas», de los que hablara Juan Marsé en Un día volveré.

Su capacidad para enfrentarse a todos los peligros no le sirvió para impedir caer derrotado por sí mismo. Pero, por lo demás, el fracasista prodigó los gestos de valentía, como cuando dijo a todo el mundo haberse decantado por una literatura que fuera desvergonzada, irresponsable, y sobre todo divertida, a lo Laurence Sterne (que era como decir Cervantes), pues si algo no soportaba era el narcisismo de los que creían contribuir a mejorar la sociedad con sus obras.

Supo divertirse, incluso a la hora de emprender su repentina y peligrosa «mala vida», que le fue llevando a un irremediable punto final. Pero no por eso, por tener que atravesar todo tipo de duros parajes vitales, se olvidó de seguir pasándolo bien, como tampoco de seguir aconsejándome lo que tenía que leer, empezando (humor no le faltaba) por El Golem, de Gustav Meyrink. Cuando se cercioró de que lo había leído, hizo de guía para dejarme un alto legado en forma de lecturas imprescindibles.

A cada libro que me recomendaba, le seguía una carcajada infinitamente seria. Algún día lo comprenderás, me comentó en más de una ocasión.

Recuerdo la tarde de hará ya diez años en la que, tras elogiar que congeniara tan fielmente con su visión del arte como «forma más alta de lo sagrado», me anunció que intuía que, por haber apostado él tan fuerte por destruirse, se estaba acercando irremediablemente a su último abismo.

Tardó tanto en decirme aquello tan grave que pensé que añadiría una carcajada para tranquilizarme. Pero ésta no sólo no apareció, sino que hizo una pausa tensa que nunca olvidaré, porque precedió a unas palabras que me sorprendieron aún más: al ritmo que iba hacia el final de su vida, dijo, no tardaría en heredar los libros de su biblioteca.

Que fueran a parar a mí, dijo, le ayudaría a irse más tranquilo al otro mundo. Dijo eso, y entonces sí: estalló en una risa, pero tan glacial que me produjo pánico. Fue como si con la biblioteca hubiera querido dejarme el legado de una risa mortal.

Esa tarde tan absolutamente memorable tuvo de todo. Lo digo porque me dejó un recuerdo extraño: tras confirmarme que iba a legarme su biblioteca, comenzó a decirme que, a diferencia de los que, sabiendo que él era inimitable, le imitaban y hacían el ridículo, a mí me veía como el único capaz de extender su obra, escribir a partir de lo que había escrito él y que la imitación no se notara porque, me gustara o no, yo era más raro que él. Y en el caso de que se notara, dijo, no importaba, porque siempre uno acababa por descubrir que lo que quería escribir era indecible.

En ese mismo instante comprendí mejor por qué le llamaban el fracasista. Porque su lucidez le hacía ver que estaba fracasando y aun así seguía escribiendo. Y porque esa misma lucidez le hacía ver la imposibilidad de expresarse con el código limitado de la lengua. Y también porque conocía la universalidad de ese fracaso que atañe (en los últimos cien años más que nunca) a todos los escritores con talento que ha habido y habrá, de modo que en el fondo a nadie que sea inteligente se le escapa que lo que quisiera escribir siempre va a resultarle indecible. Aunque no por constatarlo hay que dejar de escribir, no por eso hay que renunciar a las cosas del mundo, más bien lo que hay que hacer es lo que recomendaba Julio Cortázar en Rayuela: «pero lo que yo quisiera decir es justamente indecible. Hay que dar vueltas alrededor, como un perro buscándose la cola […] simplemente hago todo lo que puedo para que las cosas me renuncien a mí».

4

En aquella tarde para mí memorable, en la que todo mi ser crujió, hubo un momento en el que pensé en decirle a mi antiguo jefe que no tenía por qué ver tan próximo el abismo. Pero él, como si hubiera intuido que iba a decirle algo de ese estilo tan blando y bondadoso, se adelantó para anunciarme que tenía una «idea sombría», pero altamente interesante para el futuro de su biblioteca cuando ésta fuera mía.

No tardé en saber que la idea sombría consistía en que aligerara lo máximo posible la biblioteca que recibiría y seleccionara de ella mis libros predilectos —un número indeterminado de libros de cabecera— y los colocara en un cuarto mal iluminado de mi casa, y allí pasara a estudiar la posibilidad de que, algún día, cuando como lector estuviera más curtido, algunos de ellos llegaran a constituir un muy subjetivo Canon intempestivo.

—¿Me explico?

—¿Un Canon?

—Sí, pero intempestivo, ligeramente inactual. Porque yo creo que en pocos años, si lees todos los días, estará muy pronto a tu alcance hacer un Canon equivocado, como el que hacen todos, pero más esquinado que el que hacen todos.

—¿Y por qué mal iluminado?

—Precisamente por eso, porque el tuyo tampoco tendrá muchas luces.

Altobelli rio más que nunca. Parecía que nada le hiciera tanta gracia como la oscuridad.

—Y porque, sin las sombras —dijo—, los libros que tanto nos gustan no serían nada.

Esta última frase dio paso a un momento que tantos años después aún sigue grabado en mí, pues aquellas palabras engoladas, un tanto solemnes, imitaban sin querer el tonillo habitual, rayando en cursilerías o gratuidades, del ensayista Maurice Blanchot. Y eso provocó que se me escapara tímidamente la risa. Lo más curioso de todo: a Altobelli le pasó lo mismo y acabamos riendo los dos en una estruendosa conjunción de carcajadas que corroboró la complicidad que podía haber entre los dos a la hora de reírnos de alguno de nuestros ídolos.

—¿Y por qué un Canon intempestivo?

Por un momento, tras la pregunta, estuve a punto de rehabilitar quizás demasiado rápido y en secreto a Blanchot, que una vez dijo algo tan afortunado como que la respuesta es muchas veces la desgracia de la pregunta. Pero no importaba, acabé pensando, que esa desgracia pudiera darse, y repetí la pregunta.

—¿Y por qué intempestivo?

—Porque es el adjetivo que gritaba Nietzsche antes de caer en aquella estrepitosa locura en Turín. Me gustan las locuras, qué quieres que te diga. Y si son de Nietzsche mucho más. Y porque un amigo acaba de decirme en una carta que para ser realmente contemporáneo hay que ser ligeramente inactual. Y créeme que me ha ayudado que me propusiera que, un día, cuando notara que había llegado el momento, me situara en esa posición desplazada que nos provee el lenguaje.

—¿Desplazada?

Hablaba, dijo, de esa posición desde la que se abría, a modo de paralaje, la distancia crítica que nos permite esbozar una discrepancia.

¿Paralaje? ¿Qué significaba aquella palabra? Sonrió paternalmente. Era, dijo, como la variación aparente de la posición de un objeto, especialmente un astro, al cambiar de lugar quien lo mira.

Observé, divertido, que sin darse cuenta, él había vuelto a hablar de forma engolada, tipo Blanchot.

¿Y quién era el amigo que le había hablado de lo intempestivo? Se trataba de un narrador, Carlos Fonseca, un costarricense y también portorriqueño que escribía en Londres y era el mejor amigo del doctor portugués que a su vez era también el mejor amigo de Altobelli.

¿Y cómo se llamaba aquel portugués? Ya lo sabría con el tiempo, dijo. Y pasé a sentirme en cierta forma algo desplazado.

—Y perdona, vuelvo a preguntarte, ¿por qué un Canon?

—Porque puede que te ayude a tener un proyecto en la vida. Ya eres, de hecho, un desplazado. ¿Por qué no probar a desplazarte todavía más?

Me pareció que acababa de darme una sombría idea, pero en el fondo muy iluminada: el Canon desplazado.

—Ya entiendo —dije—. Puesto que voy a fracasar, como todo el mundo, que al menos sea divertido hacer el Canon torcido.

Se aguantó la risa y me corrigió:

—Desplazado.

5

Mientras Violet sigue examinándome muy de cerca y con excesivo interés —ya sólo falta que me pida que le enseñe la dentadura—, me pregunto qué hago aquí en esta fiesta, donde apenas conozco a nadie, casi todos son del gremio barcelonés del arte y a la gran mayoría ni los había visto en toda mi vida.

Pero de verdad, me digo, que no sé qué hago en esta fiesta. Está bien que me guste sentirme desplazado en todas partes, pero, si quiero ser más sincero conmigo mismo, haré bien en recordar que si estoy aquí es porque me ha invitado Chus Martínez, que es amiga de hace tiempo y llegó ayer de Basilea, donde trabaja en el IAGN (Institute Art Gender Nature), y ha organizado esta fiesta nocturna en el patio de este piso del Ensanche.

Fue divertido el otro día cuando, al llamarme para invitarme, Chus me preguntó casi a bocajarro «cómo llenaba mi vida». Es así Chus, a veces te dice lo que menos esperas. Fui lo más ágil que pude:

—La lleno construyendo un Canon.

En realidad, me habría ido mejor diciendo que llenaba mi vida con la construcción imaginaria de «una atmósfera de Canon». Pero entonces habría tenido que explicar por qué «imaginaria», y posiblemente todo se me habría complicado más. De modo que —pensando que no me iría mal explicármelo también a mí, pues buena falta me hacía— vine a decirle más o menos que iba componiendo un Canon con unos cuantos libros que sintiera míos y a los que pudiera regresar una y otra vez sin agotar nunca su sentido.

¿Sigo?

—Sí.

Fue un «Sí» que encontré raro, porque respondió a una pregunta que me había hecho a mí mismo en una pausa de la conversación con Chus, pero que no había formulado en voz alta. Por eso lo vi raro. Decidí seguir como si nada. Pero quedé inquieto. Y caí en una especulación que me llevó a un lugar inesperado: a la sospecha de que aquel «Sí» lo había dado el Autor, esa figura que sobrevuela la vida de muchos narradores.

En cualquier caso, me dije, no tendría por qué entrometerse el Autor en esa conversación con Chus que hasta me servía para aclararme acerca de la clase de Canon que estaba construyendo. Es un Canon muy privado —seguí diciéndome— y no voy a imponérselo a nadie, aparte de que sería una locura intentarlo si lo que busco es una lista un tanto desplazada que no tiene por qué tener muchos feligreses.

—Me sirve el Canon —acabé siendo muy franco con Chus— para vivir mejor, tal vez para vivir con mayor pasión la lectura, metido a fondo en la construcción de algo.

Y sigo de acuerdo con esto. Lo importante es que lo esté construyendo. Si un día, por lo que fuere, algo o alguien demoliera mi Canon desplazado y arbitrario, no tendría por qué pasar nada, lo importante siempre habría sido haberlo llevado a cabo. ¿O acaso todo lo que se crea no puede ser demolido? Para mí lo que permanece es la sensación de que un día, en algún lugar, se construyó algo.

—¿Sigues ahí, Chus?

—Sí, casi oyendo lo que piensas.

6

Lo que más me choca de Violet es que se haya vuelto tan locuaz y también tan enérgica, mucho más sin duda que antes, cuando ejercía de discretísima novia obediente. Y también que ahora sea tan moderna cuando antes de moderna no tenía absolutamente nada. Han pasado los años, me digo, pero hay ahí en esa modernidad de Violet una voluntad evidente por «estar al día», como si eso, en los tiempos que corren, siguiera siendo tan necesario como antes.

La miro directamente a los ojos, seguramente necesito confirmar que ha cambiado mucho con respecto a cuando era tan sumisa. Ella percibe que la observo, y reacciona con un desagrado que me parece fingido. Dice que, por estar mirándola así, acabo de ganarme a pulso que ahora retome el tema de los Denver.

—¿De los Denver-7? —pregunto.

—De los Denver, hijo. El 7 es sólo una categoría comercial.

¡Los Denver! ¡No, por favor! Le salgo al paso cuanto antes. Quizás crees, digo, que es un asunto de lo más moderno, de inteligencia artificial y todo eso que tanto se lleva ahora, pero en realidad tu tema es robótico y poco tiene de moderno, es más antiguo que la Biblia: la insurrección de la fuerza bruta contra la inteligencia.

Ella ríe, aunque contrariada. Por no hablar, digo, del Golem, o de aquella otra novela de Karel Čapek en la que el invento de un ingeniero trastornaba la conducta humana y social cuando, al desintegrar la materia para producir energía, liberaba también el místico Divino Absoluto.

¡Válganme Dios y el Divino Absoluto! ¡La que ha vuelto a montar Violet, sin que tampoco esta vez lo hubiera previsto! Quizás me haya extendido demasiado hablando de Čapek… Da ella un salto algo extraño, como automático, hacia delante, furibunda, y derrama parte del cóctel. Y de inmediato, buscando ser oída en el bar instalado en el centro de la terraza, pide que le sirvan otro bullshot.

—¿Algún problema con Čapek? —bromeo.

—Pues sí. Con Čapek y los otros checos que vayas a nombrarme. Tengo que decirte que últimamente lo conviertes todo en literatura y ves escritura donde los demás vemos la rutina de los días, no sé, pero se te ve muy esclavizado, muy poseído por los libros, se te ve todavía muy mayordomizado, qué quieres que te diga.

Me sorprende la confianza cada vez mayor con la que me habla, aunque ésta tenga su lógica, pues, a fin de cuentas, nos vimos casi cada día durante una época, ella como discreta novia obediente, y yo como secretario (no mayordomo) y colaborador de vez en cuando de la juerga constante que en sus ratos libres Altobelli tenía por costumbre desplegar. Pero eso no quita que lo de mayordomizado, aparte de ser cómico y de no haberlo oído nunca, suene pésimo.

—Tanta y tanta literatura —insiste Violet—, ya va siendo hora de que comiences a abrirte a la vida de la gente corriente, ¿no te parece?

Enseguida identifico la trampa, porque ella tiene que haber visto que estoy humanizadísimo, incluso diría que mucho más de lo que me conviene. Y por tanto lo que va buscando Violet es que me indigne por la acusación y mi repentina ira revele lo que realmente soy: un Denver que no quiere humanizarse más de lo que ya lo está, porque podría acabar abatido en cualquier esquina.

Pausa.

(Como Violet me ha acusado de convertirlo todo en literatura, aplico ahora sin complejos, a modo de secreta venganza, el recurso de las pausas que Samuel Beckett insertaba en los manuscritos de sus obras, a la manera un poco de partituras, cuyo ritmo tenían que elegir los lectores.)

—Pero es que creo que se nota a la legua —le digo a Violet— que soy una persona corriente que habla con la gente corriente como tú.

Por toda respuesta, Violet me dice que hablo muy bien para venir de donde vengo.

7

En cualquier caso, me indigna lo que está detrás de sus palabras: la cínica acusación de vivir entre libros cuando llevo años comportándome con pragmatismo, realismo, con un sentido práctico absoluto, como se ha podido ver en los últimos años con la compleja gestión, por ejemplo, de la herencia que, tras su desgraciada muerte, recibí de la añoradísima Aiko.

Pensar en mi mujer, en la excepcional Aiko, me lleva siempre a enfurecerme por el modo en que la perdí y por lo que, no voy a engañarme, podría haber hecho para evitarlo. Ese viejo malestar, incrustado en mí para siempre, lo vierto ahora contra Violet, por el injusto reproche que ha utilizado sólo para tenderme una burda trampa. El deseo de venganza me lleva a preguntarle si no será que ella es una Denver en rebelión. Y añado con un odio que no disimulo:

—Concretamente, una Denver alcoholizada, desbocada.

No me oye, por fortuna. Y es que, justo cuando le digo esto, irrumpe un potente equipo de música, instalado en este patio interior de este piso del Ensanche. La primera pieza musical que suena me atrae tanto que utilizo una aplicación del móvil y averiguo título y músicos: Love Concert, de Cocktail Naïf.

Nunca había oído canción instrumental tan obsesiva. Si tuviera letra, Love Concert repetiría con insistencia que la noche, como mi Canon in progress, es un viaje rectilíneo, abierto y sin retorno, como lo es todo trayecto a Parte Ninguna, topónimo, quién lo diría, de una ciudad que existe de verdad y que, uniendo las dos palabras y utilizando dos mayúsculas en su nombre, es llamada así, ParteNinguna, lugar que pienso visitar algún día, aunque sólo sea para comprobar que de verdad existe.

En el fascinante Kubrick de Eyes Wide Shut encontré la mejor secuencia que he visto sobre ese tipo de viaje por una noche lineal y sin retorno. Un Tom Cruise vagabundeando por las calles de Nueva York después de que su esposa le haya contado una fantasía sexual, un breve encuentro en Cape Cod con un oficial de marina a quien nunca llegó a conocer, pero del que se enamoró para siempre…

¿No recuerda esa escena de Eyes Wide Shut a la que cierra el cuento «Los muertos», de Joyce, cuya perfecta frase final llevo años sabiéndome de memoria: «Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos»?

Y, por otra parte, si me sentí raptado con esa secuencia de Kubrick, creo que fue porque me comunicó con unas líneas de Paul Auster aplicables a cualquiera de sus libros: «Descubrió que sus pasos, al no llevarlo a ninguna parte, lo conducían hacia el interior de sí mismo. Esta idea se convirtió en fuente de felicidad. Y entonces se dijo a sí mismo, con un tono casi triunfante: Estoy perdido».

Perderse en ParteNinguna, pienso. Y me río. Y me pierdo.

—«Me hallé perdido en una selva oscura» —dice, citando a Dante, una voz aguafiestas, quizás con ánimo paródico y que no creo que pueda ser otra que la del Autor.

8

Todo recuerda a todo, sentenció un diseccionador de series televisivas que, al ver Ozark, observó que ésta le recordaba a Breaking Bad sin caer en la cuenta de que ésta recordaba en realidad a muchas otras series, y éstas a su vez al mundo de los relatos renacentistas que, a su vez, recuerdan al de los clásicos latinos, y éstos a su vez al de los clásicos griegos, y así, yendo atrás —«botes que reman contracorriente», que decía Scott Fitzgerald—, seguimos golpeándonos, devueltos sin cesar al pasado, sin saber dónde empezara todo y ni siquiera por qué empezó…

Casi estoy oyendo estas palabras en boca de Altobelli en su última conferencia, aquella en la que hablaba de la tragedia de ser discípulos de otros, y para quien la literatura era un gran palimpsesto, un mosaico de citas en el que los autores y las obras se han ido construyendo a partir de los autores y las obras precedentes.

En pleno Love Concert subo la voz para decirle a Violet que es la primera vez que salgo de noche en los últimos años, muy posiblemente los siete u ocho años que hemos estado los dos sin vernos.

Veo que, como era previsible, no me ha oído. Y puedo aceptarlo. Pero me molesta que no pregunte siquiera qué acabo de decirle, y aún más que busque imitarme en lo de acercarme tanto a ella. Y es que ahora está observándome tan exageradamente de cerca, con tal minuciosidad, que hasta parece que repase, uno a uno, los botones de mi camisa.

Aparta tus ojos robóticos de ahí, querría decirle. Pero, como si hubiese una conexión subterránea entre los dos, aparta sus ojos de mí sin necesidad alguna de que yo se lo pida. Decido que, aun sabiendo que va a resultarle indiferente, debo describirle una inquietud personal, íntima. Y le digo que, al dirigirme hoy hacia esta fiesta de nuestra común amiga Chus Martínez, he notado la inseguridad del suelo, como si, en las horas de oscuridad, el adoquinado de Barcelona no me sostuviera.

Indiferencia total, en efecto. Pero ninguna para su bullshot, porque acaba de pedir otro sin haber terminado el que bebe. Me imagino privándola del cóctel, enviándoselo de un manotazo al suelo del patio. Violet, como si hubiera captado rastros de violencia en mi rictus, ensaya una cierta agresividad también en su expresión y dice, muy lentamente, deletreando la frase:

—Todavía juegan los perros de caza.

—¿De qué caza?

—La del patio. Y te aviso, la presa no se les escapará.

No tengo por qué entender de qué me habla, pero también podría ser que lo entendiera perfectamente y, en ese caso, debería ya ponerme en guardia y hasta plantearme salir corriendo de la fiesta, previo manotazo al cóctel y a ese exasperante gorro de piloto ruso que lleva y que tanto me recuerda al que lleva Frances McDormand, la policía de Fargo, de los hermanos Coen.

9

Se eleva innecesariamente la tensión cuando Violet me pregunta qué ha sido de mi hija Ryo.

—Y dime, ¿sigue Ryo con aquella marcha?

—Con mucha menos —respondo—, pero es más feliz que antes, desde que hace tres años se casó con un señor de Berna.

Justo al decirle esto recuerdo la envidia que sentía Violet hacia mi hija. Y trato de que esa envidia aumente contándole que Ryo está más guapa y encantadora que nunca y, es más, cada día se parece más a una actriz del cine mudo. Le hablo de Louise Brooks y pregunto si la conoce. No, dice Violet, pero le pega mucho lo del cine mudo. Pregunto por qué. Porque todos sus enredos y atropellos y canalladas, dice Violet, ha sabido hacerlos siempre bien calladita, bien muda, sin que se noten.

Violet habla sin filtro alguno. No puedo creer lo que he oído, aunque es difícil desmentir sus palabras, y, flemático como a veces soy, prefiero pasar por alto lo que ha dicho y desvío todo hacia el peinado por el que Brooks se hizo famosa en los años veinte, contándole —Violet ni me escucha— que era un corte muy corto de pelo al que todo el mundo llamaba…

Pausa.

Al final lo recuerdo:

—¡Bob Lulu!

Cara de desprecio de Violet. No puede estar más claro que la manía y la envidia que le tenía a mi hija han aumentado mucho.

Las cartas que me escribe Ryo desde Berna, le digo con saña, emiten signos de una felicidad extraordinaria. No para de decirme que sus días allí son perfectos, perfectos. ¿Sabes lo que quiere decir esto?

—Ni saberlo quiero.

Ni yo seguir mintiendo. Y es que la realidad —aunque no voy a darla a conocer a Violet— no puede ser más distinta desde que se casara, Ryo vive en Berna, lleva tres años allí, pero cada día es más y más imperfecta su vida, algo nada raro teniendo en cuenta que convive con un verdadero patán. Y decir patán es bien poco. Un tipo que presume de tener una fortuna de valor incalculable y que, además, cree que la Tierra es plana, lo que agrava su imperfección y me ha confirmado siempre que, entre otras cosas aún peores, es un perfecto imbécil al cuadrado.

Y sí. El mundo perfecto y feliz que le he trasladado a Violet no es el de Ryo actualmente, su vida no va por ahí. Por fin ha entrado en crisis con el terraplanista y, de hecho, ella está al caer en Barcelona. Cualquier día de esta semana o de la próxima, mañana mismo incluso, podría presentarse en casa, así están las cosas. 

Quizás nadie lo sepa, pero la espero como nunca esperé a nadie, ni a nada. Ryo siempre fue para mí esencial, el centro del mundo, y lo absurdo es que no haya forma de que ella crea que me voy a alegrar de que regrese. Tal vez me reprocha no habernos visto casi en estos últimos tres años. Pero es que me resultaba un grandísimo problema tener que aguantar a Fritz más de medio minuto. 

10

De Violet lo que más me divierte es que siga envidiándole tantas cosas a Ryo.

Me divierte tanto que ahora la atormento preguntándole si no es maravilloso que a Ryo todos los días le parezcan perfectos.

—¿Dices que perfectos? —pregunta conteniendo cada vez más su enojo.

Y después la veo concentrarse en algo que sin duda la obsesiona y que explicaría por qué me mira con tanta fijeza y por qué ya no puede estar más rato sin decírmelo:

—Eres uno de ellos, ¿no? —susurra.

—¿De quiénes, Violet?

Vuelve a mirarme a los ojos y algo ve ahí que la horroriza, o la desconcierta, no sé, pero lanza de pronto un grito casi incontenible, escalofriante, desmesurado, quién podía esperarlo.

No sé cómo reaccionar cuando el grito cruza de lado a lado la fiesta.

Y supera en sonido a la música de Cuyo Moon:

—Eres uno de ellos, ¿no?

11

Algunos de los invitados se quedan paralizados, y más de uno mirándome, como si tratara de averiguar de qué puedo ser sospechoso. Hasta que, poco a poco, la pregunta empieza a desvanecerse.

Algunas parejas bailan Lay Lady Lay, de The Byrds. Pero aún me dura el susto, no tanto por el miedo que haya podido darme ese grito poderoso, sino por lo que pueda estar detrás de la pregunta.

Teniendo en cuenta que, cuando acompañaba a Altobelli a todas partes, Violet no trabajaba en nada, espero a que vaya calmándose para preguntarle —cualquier maniobra de distracción me sirve, creo— a qué se dedica actualmente, si es que se dedica a algo.

—Será una broma, ¿no? Soy museóloga, todo el mundo lo sabe.

Por lo que me cuenta de mala gana, una museóloga es una analista de las conexiones específicas en los museos entre los seres humanos y la realidad. Me quedo igual que estaba, sin saber qué es una museóloga, pero las conexiones de las que habla me suenan a lo que Aiko llamaba la «práctica de la emoción», y también a esa «conciencia empática superior» acerca de la cual parece saberlo todo Violet.

Pasa a examinar más de cerca mi rostro, como si fuera la mejor forma de leer en él mi pensamiento. Husmea con intensidad en busca de algo que no alcanzo a saber qué podría ser, salvo que esté esperando que gire mi cara hacia la izquierda para que choquen inevitablemente nuestros rostros, que es lo que acaba de ocurrir.

El choque incluso ha provocado que Violet haya estado a punto de perder el equilibrio, si es que no lo ha perdido, porque la estoy viendo en una postura que confunde a cualquiera: no se sabe si está sentada en su silla, o en el suelo, o en ambos lugares a la vez. Espero una explosión de ira por la posición nada natural en la que el choque de rostros la ha dejado, pero afortunadamente esa reacción no llega.

Nadie tiene por qué saberlo, pienso, pero cuando me espían y estudian y digamos que me examinan a fondo en «modo museólogo», siento que me están obligando a mí también a observarme. De esto habló Kafka —¿cómo no?— cuando dijo que la observación, la inspección que hace uno de sí mismo, impide que por el camino se pierda alguna idea de las que uno estaba a punto de llevar a la luz y, es más, surgen espontáneamente ideas perseguidoras de la idea perdida, lo que provoca que esa misma actividad que llamamos «observación» se vea a su vez perseguida, en cuanto idea, por una nueva observación, una nueva inspección de uno a sí mismo.

12

Sospecho que esa atmósfera literaria que es tan detectable en todo lo que hago proviene en parte de mi costumbre de nombrar al inevitable escritor de Praga. Pero ¿cómo no le voy a tener tan presente si es alguien que fue capaz como nadie de centrarse en lo esencial, es decir, de centrarse en la búsqueda de una justificación posible de la vida humana?

Preveo que seguiré esta noche nombrándole tanto que entiendo que lo mejor que puedo hacer es convertirle en K y así estaré más tranquilo cada vez que vea que voy a citarlo. De todos modos, no tendría que sentir aflicción alguna por estar creando esa atmósfera tan literaria en todo lo que hago, pues está claro que obviamente la construcción de un Canon la requiere.

13

Terrores fríos he padecido con frecuencia, sobre todo ante los desconocidos (que son multitud), pero nunca tantos y tan glaciales como el día y la hora en los que, al despertar de la anestesia, tras mi operación de hace unos años a vida o muerte, tuve la sensación de estar conociendo la experiencia de total desamparo que un ser humano tiene al nacer, pero que jamás recuerda.

En un primer momento, por el rumor de voces desconocidas a mi alrededor, creí que alguien se había molestado en colocarme en un planeta distinto a la Tierra. Pasaron unos minutos infinitos, hasta que comprendí que seguía donde me habían intervenido, pero con la nítida impresión de haber renacido literalmente.

Recuerdo que un día le conté a Ryo con todo detalle la historia de mi segundo nacimiento y que ella, contrariando lo de segundo, me dijo que celebraba que finalmente hubiera llevado a cabo la tarea que tenía pendiente.

—¿Cuál?

—La de atreverte a nacer por primera vez.

14

Intuyo, cada vez más, que Violet quiere impedirme que pueda seguir cruzando por la vida con la marcha libre y alegre de la que recuerdo que hablara K en uno de sus aforismos de Zürau, para mí el más aéreo, aquel en el que decía: «Cuantos más caballos enganchas al tiro, más rápido va; no la tarea de arrancar el bloque de los cimientos, que es imposible, sino la ruptura de las riendas y con ello la marcha libre y alegre».

La ruptura de las riendas. Mi Canon desplazado, mi Canon intempestivo, mi Canon de cámara oscura, ofrece como ninguno la posibilidad de esa alegre ruptura, que yo creo que es escenificada, de forma inmejorable, en «Deseo de convertirse en indio», relato breve del joven K incluido en Contemplación, libro que en lo que llamo «instante piel roja» tiene el fragmento más insuperable, la estrella mayor de los treinta y cinco que llevo ya seleccionados para mi Canon desplazado.

De hecho, el aforismo de Zürau «Cuantos más caballos enganchas al tiro…» lo he visto siempre como la continuidad de aquel temprano «instante piel roja» que ya no puedo resistirme más a transcribir aquí:

«Si uno fuera de verdad un indio, siempre alerta, y sobre el caballo galopante, sesgado en el aire, vibrara una y otra vez sobre el suelo vibrante, hasta dejar las espuelas, hasta desechar las riendas, pues no había riendas, y por delante apenas veía el terreno como un brezal segado al raso, ya sin cuello ni cabeza de caballo».

* * *

CANON DE CÁMARA OSCURA de Enrique Vila-Matas
Cortesía Seix Barral

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