Borges, José Hernández y el MARTÍN FIERRO

Jorge Luis Borges puede calificar a Marín Fierro como “héroe pendenciero y sanguinario” y añadir al mismo tiempo que, del conjunto de la obra, “se desprende una nobleza que sentimos como una buena posibilidad de nuestra alma”. Así parece expresar la dicotomía más aguda de la literatura argentina, que se divide entre la “civilización” sostenida por Domingo Faustino Sarmiento y la “barbarie” que revela la obra de José Hernández.

Una división, por cierto, que atraviesa a toda la cultura desde hace al menos un siglo y medio y alcanza a todos o casi todos los aspectos vitales de la historia del país. Lo ratifica en la conferencia cuyo audio en video acompaña este artículo: toda la literatura argentina se puede reducir “a lo más elemental y duradero” —nos dice—: el Facundo de Sarmiento y el Martín Fierro, “anverso y reverso de una misma moneda”, opuestos y complementarios.

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En El ‘Martín Fierro’ (escrito junto a Margarita Guerrero), Borges nos ​​ofrece su propia perspectiva del gaucho “pendenciero y sanguinario” y de su historia, enmarcada en la ética del coraje. Vuelve a elogiar el mérito estético de la obra magna de Hernández, pero se espanta ante la “indulgencia o admiración” con que es leída por sus compatriotas, cuando debiera producir horror.

Martín Fierro puede ser un hombre justo o un malvado, y “esta incertidumbre final es uno de los rasgos de las criaturas más perfectas del arte, porque lo es también de la realidad”.

No acabamos de saber quién es Hamlet o quién es Martín Fierro, pero tampoco nos ha sido otorgado saber quiénes realmente somos o quién es la persona que más queremos”.

Incluso, Borges pretende reescribir a su modo esa historia con el cuento “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, una “glosa del Martín Fierro” —según lo presenta— incluida en El Aleph, de 1949.

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En 1957, el actor y productor Francisco Petrone, uno de los más reconocidas de la época de oro del cine argentino, les pidió a Borges y a Bioy el guion para una película basada en el libro de Hernández; pero el proyecto no prosperó.

Será recién en 1968 que Leopoldo Torre Nilsson estrenará el filme escrito por el director, Edmundo Eichelbaum, Héctor Grossi, Beatriz Guido, Ulyses Petit de Murat y Luis Pico Estrada, con Alfredo Alcón como el gaucho indómito.

En cuanto a Petrone y para terminar con esta digresión, diremos que se dio el gusto de interpretar al gaucho Martín Fierro en una producción fonográfica con música original de Roberto Grela y Héctor Ayala.

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Volviendo a Borges, en la conferencia que presentamos refiere al Martín Fierro en particular y a la poesía gauchesca en general, desde la cuna, con su carácter eminentemente político y social. Atribuye el origen de este género a las composiciones del oriental Bartolomé Hidalgo, nacido en 1788 y fallecido en 1822, autor de diálogos y cielitos vinculados al paisanaje y a la independencia del Río de la Plata.

Y ubica a otro oriental, Antonio Dionisio Lussich, nacido en Montevideo en 1848 y fallecido en la ya capital de Uruguay en 1928, en la génesis directa del Martín Fierro. Específicamente a su extenso poema Los tres gauchos orientales, que trata de un coloquio de tres paisanos enrolados en las fuerzas del caudillo Timoteo Aparicio, quien se ha sublevado contra el presidente Lorenzo Batlle.​

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La lectura de Los tres gauchos orientales, publicado en Buenos Aires en junio de 1872, inspiró a Hernández para escribir su propia obra, que apareció solo seis meses después, en diciembre de aquel mismo año.

Según Borges, redactó el Martín Fierro “para mitigar el tedio” de “una semana o diez días” que debió pasar inadvertido en Buenos Aires, oculto en un hotel porteño al retornar del Brasil. Había participado en las rebeliones federales encabezadas por Ricardo López Jordán, fuerzas finalmente derrotadas en 1871 por el ejército del gobierno central, justamente liderado por Sarmiento, y debió partir al exilio.

Hasta entonces, Hernández solo había dado a conocer unas “pocas composiciones” que “son de una mediocridad que linda con lo pésimo”, al decir de Borges.

CONFERENCIA DE BORGES SOBRE EL MARTÍN FIERRO

19 de noviembre de 1964 en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid

Señoras, señores:

En uno de los primeros versículos del Evangelio según San Juan, creo, leemos que el espíritu sopla donde quiere, y una de las muchas pruebas literarias de esta afirmación sería el caso de José Hernández y su ‘Martín Fierro’; o, mejor dicho, ya que han pasado muchos años, del ‘Martín Fierro’ y su José Hernández.

De la literatura argentina podríamos decir, si quisiéramos, digamos, reducirla a lo más elemental y duradero, que consta de dos libros, y esos libros, el ‘Facundo’ de Sarmiento y el ‘Martín Fierro’ de Hernández, vendrían a ser como el anverso y el reverso de una misma moneda, ya que los dos pueden dejar, a la larga, una imagen análoga en la mente del lector, y se complementan y se contradicen también, ya que el ‘Facundo’ de Sarmiento es un libro adverso al gaucho, y ya que el ‘Martín Fierro’ de Hernández viene a ser una justificación o, en todo caso, una explicación y una defensa del gaucho.

Mi tema de hoy, como ustedes saben, es el ‘Martín Fierro’, y aquí habría dos temas previos: y uno sería el tema del gaucho y el otro el tema del autor. Vamos a empezar hablando del autor.

José Hernández pasó casi inadvertido para sus contemporáneos, y esto es bastante raro ya que Buenos Aires era una ciudad chica, ya que todo el mundo era más o menos pariente y conocido de otro; sin embargo, han quedado pocas anécdotas. Yo he conocido la familia Hernández, sé que Hernández era espiritista, se habla de una serie de artículos dictados por él desde el otro mundo, ya que, según la hipótesis del místico sueco [Emanuel] Swedenborg, Hernández le habría seguido interesando en la muerte lo que le interesó en la vida, y luego quedan algunas pero muy pocas anécdotas sobre él.

Hay una biografía de Hernández escrita por su hermano, Rafael Hernández, que militó en el sitio de Paysandú y fue caudillo político y que era un hombre más visible para sus contemporáneos que José Hernández. Rafael Hernández fue uno de los concejales de intendencia de Pehuajó y propuso que les dieran a las calles nombres de poetas en lugar de las acostumbradas nóminas de generales, de políticos, y esto lo hizo para que hubiera una calle en Pehuajó, es decir en un pueblito del oeste de la provincia de Buenos Aires, que llevara el nombre de su hermano. Algo así como aquel catálogo de damas florentinas que hizo Dante para intercalar el nombre de su Beatriz, de esa Beatriz que no lo quiso nunca.

Y así Rafael Hernández escribió un libro, curiosamente titulado ‘Pehuajó: nomenclatura de las calles’, para explicar esos nombres un tanto insólitos a los vecinos de la pequeña ciudad, para explicarles quién era exactamente Echeverría, Mármol, Lafinur, Hidalgo, Ascasubi, José Hernández y otros… Leemos ahí que Hernández tenía una memoria prodigiosa. En las tertulias de la época escribían cien palabras heterogéneas, luego se las leían una sola vez y él las repetía sin equivocarse y luego las repetía en orden inverso y luego componía versos usando esas palabras, como rimas; era una de las diversiones de las tertulias de la época.

En cuanto a la guitarra, sé por tradición familiar que no aprendió nunca a tocar la guitarra y que él, que tan buena memoria tenía para todo, no la tenía para sus propios versos. Solía canturrear una sola copla de su ‘Martín Fierro’, siempre la misma, y nunca llegaba a concluirla porque antes de llegar al fin, la mujer o las hijas lo miraban con severidad como pensando: bueno, aquí está este loco que vuelve a sus gauchadas. Y entonces pasaba rápidamente a alguna aria italiana o algo más decoroso que un poema hecho de criolladas.

Ahora, Hernández era de tradición federal; es decir, su familia era partidaria del tirano Rosas y esto se advierte en dos pasajes del ‘Martín Fierro’. Hernández nació en la chacra de Pueyrredón, su madre era Pueyrredón, se trata de uno de los, es un apellido prócer en Buenos Aires, y Hernández vivió mucho tiempo en el sur de la provincia de Buenos Aires. Al sur, al oeste, y al norte de la provincia estaba lo que ahora literariamente se llama la pampa. Entonces la palabra significaba las tierras de los indios y se usaba también la palabra tierra adentro; tierra adentro era la región desierta donde merodeaban los indios: los ranqueles, los araucanos y los pampas procedentes en buena parte de Chile. Los españoles habían dejado en el país algunas vacas, algún toro, algunos caballos y estos se habían multiplicado prodigiosamente.

Por lo demás, el territorio que ahora se llama República Argentina fue un suburbio del imperio español; los conquistadores, como dijo Lope de Vega: “So color de religión, van a buscar plata y oro del encubierto tesoro…” Y un testimonio de esa esperanza es el nombre Río de la Plata, del cual se deriva el latinismo que ahora es el nombre de mi patria, República Argentina. El país era y es muy vasto, más vasto entonces ya que el espacio se mide por el tiempo. El descubrimiento y la conquista fueron superficiales, se fundaba una población y se fundaba otra a cientos de millas de distancia, y en cuanto a los indios es posible que muchos no tuvieran noticia de la conquista, de suerte que la conquista de las regiones del Plata no tuvo el carácter, bueno, el carácter pintoresco, el carácter memorable de la conquista del perú o de la conquista de México. Y fue por eso mismo una conquista más difícil ya que, paradójicamente, resulta más fácil conquistar ciudades que conquistar un desaforado desierto donde los indios, si eran vencidos en las pequeñas y parciales batallas o escaramuzas de la época, podían refugiarse en el horizonte, en la lejanía. Los indios, por lo demás, no poseían memoria histórica.

En general Mansilla, que había leído a su Fenimore Cooper, conversó alguna vez con un cacique ranquel y le habló de la pena que deberían sentir los indios, antes señores de la pampa, al tener que compartir ahora su dominio con los hombres blancos; el indio lo miró azorado, le dijo que desde que él era chico había visto gente blanca, no tenía absolutamente ninguna memoria histórica. Así como tampoco la tuvieron los negros que importaron a nuestro país y que fueron esclavos y que no sabían que sus padres o abuelos habían venido de África. Vivían en un puro presente, en un puro presente animal.

En cuanto a los indios, llegaron a ser mejores jinetes que los gauchos… Yo dicté un curso de literatura argentina en la Universidad de Texas, en Austin, y me dijeron lo mismo del indio: que había llegado a ser mejor jinete que el cowboy, siendo este, como lo sabemos, excelente. Los indios, por una suerte de animalidad, se llevaban mejor con los caballos: los montaban en pelo, el caballo se dejaba montar no sólo por la izquierda sino por la derecha; el indio no necesitó nunca usar espuelas, hablaba con el caballo en voz baja o lo silbaba, una relación de amistad entre el jinete y la montura.

Luego, los indios atacaban, asolaban las estancias, robaban miles de cabezas de ganado, robaban, se llevaban mujeres también (‘La cautiva’ es uno de los primeros poemas de nuestra literatura, el poema ‘La cautiva’ de Echeverría), y así se creó el tipo del gaucho, el gaucho que por su sangre india detestaba al español y por su sangre española detestaba al indio; y era, en general, mestizo: mestizo de español o de portugués y mestizo de india.

En cuanto a la conquista, fue tan lenta que, en la región que nos interesa, la provincia de Buenos Aires, concluyó en 1880; y un abuelo mío, que moriría en una de las guerras civiles, el año 74, guerreó dos años contra los indios. Los indios no comprendieron nunca lo que podía ser un pueblo o una ciudad; vivían en carpas, en un mundo de hedindez, de crueldad y de magia. Se dice que muchos de ellos no llegaron a contar a 5; ya, al llegar al dedo pulgar, empezaba lo indefinido, el infinito. Tenían una virtud: la valentía. Recuerdo el caso de un capitanejo (estos títulos les daba el gobierno para sobornarlos), después de un combate con las tropas del gobierno argentino, antes de 1880, porque hasta esa fecha se prolongó la conquista tan parcial y tan lenta fue, los indios fueron derrotados en una escaramuza y, según la costumbre, los soldados procedieron a degollar a los indios. Payén estaba herido, pero logró arrastrarse hasta donde estaban los blancos y ofreció su garganta el cuchillo, y dijo en el poco español que sabía: “maten, capitanejo Payén sabe morir”, y lo degollaron y murió así, épicamente.

Ahora, hacia mil ochocientos setenta y tantos, cuando faltaban plazas en los regimientos, era costumbre que un oficial y algunos soldados se presentaran en las pulperías, es decir en los almacenes de campaña, en los lugares de diversión, y arriarán —para usar la expresión criolla— con la gente que estaba allí y los mandaban a la frontera a pelear contra los indios, al Paraguay a guerrear contra los paraguayos en la guerra de la Triple Alianza, o a Entre Ríos para guerrear contra las montoneras de López Jordán.

Hernández había pasado buena parte de su vida en el sur de la provincia de Buenos Aires y conocía bien los trabajos de campo; es superfluo decir que era buen jinete porque todos los argentinos lo eran entonces. Lo que sí es interesante es advertir que Hernández ignoraba —como todos nosotros— cuál era su verdadero destino: Hernández no pudo saber que estaba preparándose, día a día, para escribir el ‘Martín Fierro’. Por lo demás, sus ambiciones poéticas eran modestas, las pocas composiciones que ha dejado fuera del ‘Martín Fierro’ y de una poesía sobre los 33 Orientales del pintor Blanes, son de una mediocridad que linda con lo pésimo.

Y Hernández se encontró, tuvo que pasar una semana o diez días en Buenos Aires; ahí le convenía pasar inadvertido porque luego iría a Entre Ríos a participar en la conspiración de López Jordán que concluyó con el asesinato del general Urquiza, vencedor de Rosas. Hernández estaba en Buenos Aires, no le convenía ser advertido, pasó unos días en un hotel y ahí, para mitigar el tedio de la vida de hotel, según el mismo escribió en una carta dirigida a un amigo suyo, compuso el ‘Martín Fierro’.

El propósito del ‘Martín Fierro’ era, ante todo, un propósito político: él quería mostrar que la pobre suerte del gaucho no había mejorado después de la victoria unitaria en Caseros, él era amigo del poeta gauchesco Estanislao del Campo, discípulo de Ascasubi, autor del ‘Fausto’, y pensó que era mejor para la mayor difusión de su folleto contra esa suerte de conscripción ilegal que era la leva, usar el verso y no la prosa. Además, en aquellos días, le había llegado un libro de un poeta uruguayo, Lussich, un poeta yugoslavo que se había acriollado, y que había escrito un libro hermosamente titulado ‘Los tres gauchos orientales’, y él era correligionario político de Hernández; es decir, pertenecía al partido Blanco, que era el nombre que tuvieron los partidarios de Uribe, lugarteniente de Rosas en Montevideo. Y ese libro, sin mayor mérito poético, tuvo sin embargo la virtud de estimular a Hernández para escribir el ‘Martín Fierro’. Hernández enviaría después un ejemplar de su libro al general Mitre, de quien era adversario político, y Mitre, en una larga carta elogiosa, por lo demás, le dijo: “Hidalgo será siempre su Homero”.

Hidalgo fue el fundador de la poesía gauchesca, era un poeta modesto que murió tuberculoso y que escribió algunos diálogos entre gauchos, creando así el género gauchesco. Porque el género gauchesco, y esto conviene repetirlo, no procede de los romances ni procede de los gauchos; el gaucho es el tema de esa poesía, no su autor, y la invención de Hidalgo consistió en presentar gauchos que hablaran como gauchos, es decir gauchos que acentuaran el color local, la divergencia de vocabulario entre el hombre de la Pampa o de las cuchillas y el hombre de la ciudad. Y esto lo hizo porque la obra estaba destinada a gente culta y, además, había una suerte de broma en los barbarismos que usaban los personajes; podemos pensar, sin irreverencia, en el estilo moral Sancho en el ‘Quijote’. Y esa fue la modesta invención de Hidalgo, pero ello bastó para crear el género gauchesco que luego produjo algunas páginas verdaderamente hermosas de Ascasubi y el ‘Martín Fierro’, que es nuestro tema de hoy.

De suerte que Hernández hereda esa tradición de poesía gauchesca y al mismo tiempo la hereda del modo en que una tradición debe ser heredada; es decir, modificándola, innovando en ella. Y la modificación de Hernández consiste, sobre todo al principio del poema, en atenuar el color local; es decir, en los versos de Hidalgo, de Ascasubi, de Estanislao del Campo. de Lussich, y el gaucho es un personaje simpático, pero se entiende que el lector debe sonreír, se buscan palabras deliberadamente criollas, se abunda en barbarismos para lograr este fin.

En cambio, Hernández quiso que tomáramos perfectamente en serio a su gaucho y por eso el poema empieza así: “Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela / que el hombre que lo desvela / una pena estrordinaria, / como la ave solitaria / con el cantar se consuela”, donde advertimos la palabra culta o semiculta vihuela, luego el adjetivo extraordinario, que no pertenece al habla popular, y luego el ave solitaria, tomada acaso de alguna copla hispánica. Luego Martín Fierro nos cuenta su historia y Hernández quiere, al principio, que esa historia sea la de cualquier gaucho, de algún modo la de todos los gauchos. Y entonces lo muestra al principio viviendo en una edad de oro más o menos imaginaria y luego muestra las desdichas a que lo acarrea la leva, la guerra contra los indios y lo demás.

Se ha dicho que el ‘Martín Fierro’ es un poema épico y esto es verdad si entendemos la palabra épico en el sentido de guerrero o en todo caso de este valeroso, ya que en el ‘Martín Fierro’ como la épica, en la épica genuina, casi no se habla de mujeres, los dos protagonistas, Fierro y Cruz, son hombres. Pero no es un poema épico ya que la historia argentina no está en él y ya que no es una obra anónima, sino la obra de un señor a quien conocieron y de quien se olvidaron muchas personas en Buenos Aires.

Ahora bien, como el propósito de Hernández era mostrar la dura vida del gaucho arrancado de su hogar por el ejército y llevado a guerrear contra los indios en las fronteras de la provincia de Buenos Aires, el personaje tenía que quejarse de su mala suerte para que los lectores vieran claramente de qué se trataba; y esto constituye, acaso, el único rasgo inverosímil del ‘Martín Fierro’, ya que en la poesía popular argentina, sobre todo en la de aquella época, no había quejas; más bien, como dice uno de los personajes de Fierro: “amigazo, pa sufrir / han nacido los varones”. Se entendía que la vida era dura y se llamaba desgracia al hecho de que un hombre tuviera que matar a otro; desgraciarse, en el lenguaje de los gauchos y luego de los compadritos o plebeyos de las orillas de la ciudad, era matar a un hombre, y eso era un hecho bastante común ya que el uso del cuchillo era general. En cambio, Martín Fierro se queja, se queja demasiado, lo cual es del todo ajeno a nuestra poesía popular, que esto se puede ver en las letras de milonga, que puede ser jactanciosa o estoica, a veces hasta puede ser metafísica, como en aquella milonga que oí una noche, en el suburbio de Buenos Aires, cerca del cementerio de la Chacarita: “La muerte es vida vivida / la vida es muerte que viene; / la vida no es otra cosa / que muerte que anda luciendo”. Pero no había quejas. En cambio, Martín Fierro tiene que quejarse porque ello responde al propósito político del autor.

Al principio, Martín Fierro es todos los gauchos o cualquier gaucho; no se nos dice nada de su origen, se nos indica simplemente que era guacho, huérfano: “nací como nace el peje / en el fondo de la mar”. Y luego, al narrar su vida, porque todo el poema es autobiográfico, lo hace de un modo también genérico: “Tuve en mi pago en un tiempo…”  Pago quiere decir en mi región, en mi terruño, la misma palabra que ha dado pagano, en latín. “Tuve en mi pago en un tiempo / hijos, hacienda y mujer…” Hacienda no quiere decir, como en México, el establecimiento de campo sino los animales. “Tuve en mi pago en un tiempo / hijos, hacienda y mujer / pero empecé a padecer, / me echaron a la frontera / ¡y qué iba a hallar al volver! / tan sólo hallé la tapera”. La tapera es la ruina del rancho. Y luego evoca aquellos días felices: “El gaucho más infeliz / tenía tropilla de un pelo…” Es decir, muchos caballos del mismo pelaje; “no le faltaba un consuelo (una mujer) / y andaba la gente lista… / Tendiendo al campo la vista / solo había hacienda y cielo”. Y luego describe cómo lo han llevado a la frontera, lo han hecho pelear contra los indios y al cabo de algunos años ha llegado el día de la paga y, como alguien no escribió su nombre en una lista, no le pagan nada.

Ahora, esta primera parte, esta descripción de la conquista del desierto, de la guerra de las tropas del gobierno contra los indios, podría ser una parte épica; pero esto no le convenía Hernández, ya que Hernández quería que se apiadaran de su gaucho y así se pasa, casi como sobre ascuas, sobre la campaña del desierto, que fue sin embargo gloriosa a pesar de las crueldades que empañaron, y llegamos al momento en que Martín Fierro resuelve desertar del ejército y volver a su pago, a su rancho. Lo descubren, lo estaquean… Una abuela mía, inglesa que se casó con un coronel argentino, vio muchas veces esto: había el cepo colombiano, cuatro rifles enclavados en la tierra y luego colgaban de las manos y de los pies, sin tocar al suelo, al soldado y lo tenían todo un día y a veces una noche así, casi descoyuntándolo y haciéndolo sufrir. Martín Fierro, finalmente, aprovecha una ocasión, huye del ejército, se ve obligado a una vida de prófugo, de provocador de pulpería, de borracho.

Y aquí, al llegar este momento, ya Martín Fierro no es el gaucho genérico que necesitaba Ascasubi, sino que Martín Fierro se impone a Hernández, un poco como Alonso Quijano se impuso a Cervantes; es decir, Martín Fierro llega a ser un individuo con caracteres propios, reconocible, y esos caracteres no son, al principio, simpáticos: es un hombre cruel, se emborracha en una fiesta en una pulpería, insulta a una negra que llega, lo hace de un modo grosero, le dice: “Va… ca… yendo gente al baile”, donde la palabra vaca está intercalada; luego obliga al negro que la acompaña a pelear con él y se produce un duelo a cuchillo, esos duelos de los que ya algo sabía Julio César, cuando en su guerra civil habla de combatir a capa y espada: la capa, en nuestro caso el poncho, se enrollaba en el brazo izquierdo y hacía de escudo, y la mano derecha esgrimía el cuchillo.

Y recuerdo aquí una anécdota del general Acha en nuestras guerras civiles, a quien tomaron prisionero los federales, y uno de los gauchos lo tomó por el pescuezo y levantó el brazo derecho para asestarle la puñalada mortal. Ahora bien, el uso del gaucho era el de la puñalada de abajo hacia arriba, aquel […] de que habla Kipling al referirse a los […]. Y que, desde luego era, desde el punto de vista de la esgrima mejor, ya que no dejaba indefenso el vientre. Y Acha advierte en ese momento que el gaucho levanta el cuchillo para matarlo y con extraordinaria presencia de ánimo, le dice: “No me matés a lo gringo”, y entonces el otro vacila, al ver que está a punto de cometer un solecismo, y Acha aprovecha ese momento para arrancarle el puñal de la mano y matarlo correctamente, de abajo para arriba.

Los dos hombres, Martín Fierro y el negro pelean, y el negro alcanza a cortar el carrillo de Martín Fierro, y entonces Martín Fierro nos dice: “Me hirvió la sangre en las venas / y le acometí al moreno (moreno quiere decir negro), / dándole de punta y hacha / pa dejar un diablo menos. / Por fin en una topada / en el cuchillo lo alcé / y como un saco de güesos / contra un cerco lo largué”.

Querría detenerme en esto de moreno… En la guerra de la independencia hubo un regimiento, comandado por el general Soler, de negros y de mulatos; pero, para no ofenderlos, ya que se trataba de que dieran la vida por la patria, por la patria que estaba naciendo, entonces no se les llamó Recimiento 6 de negros y mulatos sino de pardos y morenos; pero la palabra moreno se usaba como sinónimo de negro. Y dice así: “Por fin en una topada / en el cuchillo lo alcé / y como un saco de güesos / contra un cerco lo largué”. Saco es uno de los hispanismos del poema, la madre Hernández era española; él tenía sangre irlandesa también, por los Lynch; y lo usual hubiera decir una bolsa de huesos, pero aquí el verso requería la palabra saco. “Y como un saco de güesos / contra un cerco lo largué. / Tiró unas cuantas patadas / y ya cantó pa el carnero (esto quiere decir murió, no sé por qué). Nunca me podré olvidar / de la agonía de ese negro. / En esto la negra vino, / con los ojos como ají, / y empesó la pobre allí / a bramar como una loba. / Yo quise darle una soba / a ver si la hacía callar; / mas pude reflesionar / que era malo en aquel punto, / y por respeto al dijunto / la dejé nomás llorar”. Tiene este leve escrúpulo en medio de su crueldad.

Y luego estos versos: “Limpié el facón en los pastos (el facón es, claro, una gran faca, el cuchillo), / desaté mi redomón (un redomón es un caballo a medio domar), / monté despacio y salí / al tranco pal cañadón. / Supe después que al finao / ni siquiera lo velaron / y retobao en un cuero / allí nomás lo dejaron. / Y dicen que dende entonces / cuando es la noche serena / suele verse una luz mala / como de alma que anda en pena. / Yo tengo intención a veces / para que no pene tanto, / de sacar de allí los güesos / y echarlos al camposanto”. Esto de tener intención a veces, quiere decir que nunca realizará su piadoso propósito.

Y luego, Martín Fierro tiene otro encuentro con un bravucón de pulpería, lo mata también y naturalmente la policía lo persigue, una partida de gendarmes sale buscarlo, y Martín Fierro, que está oculto en un pajonal, pone el oído en el suelo, como los pielesrojas, y entiende que se trata de muchos jinetes y entonces: “yo me encomendé a la Virgen / y eché mano a mi facón”. Le dicen que salga para arrestarlo, él dice que no, que él saldrá pero que saldrá a pelear, que ya verán qué ocurrirá, y entonces eso ocurre un combate entre Martín Fierro y la partida de gendarmes. Y además ocurre algo insólito, algo que entendemos quienes, digamos, llevamos de algún modo la sangre de don Quijote: aquello de que no está bien que los hombres honestos sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ellos; es decir, una suerte de instintiva desconfianza hacia la policía. Y esto se manifiesta porque el sargento de la partida que va a arrestar al desertor y asesino Martín Fierro, al ver el coraje con el cual Martín Fierro solo pelea contra los gendarmes y mata a alguno de ellos, se pone inesperada y generosamente de su lado; es decir, el sargento Cruz comprende que su destino no es un destino de perro sino de lobo. Además, él antes de ser sargento de policía ha sufrido la persecución de la policía. Se pone de parte del hombre a quien iba a arrestar, entre los dos ponen en fuga o matan a los gendarmes, alguno hace una broma: “Que venga otra polecía / a buscarlos en carreta”, y resuelven emigrar a tierra de indios.

Ahora, hasta entonces uno hubiera podido creer que todo ocurría en el sur de la provincia de Buenos Aires: hay referencias a la sierra del Tandil; pero luego Hernández, como recordando que su gaucho debe ser todos los gauchos, hace que la escena ocurra en el oeste y uno de los personajes dice: “Derecho ande el sol se esconde / tierra adentro hay que tirar; / algún día hemos de llegar… / después veremos adónde”. Los dos se pierden.

Y luego ahí concluye el poema… Y antes, no sé si Hernández pensó en Cervantes que rompe su péñola, Cervantes [Hernández] hace que el cantor, que no es Martín Fierro, aunque todo el poema estaba escrito en poemas en primera persona, rompa su guitarra y lo dice así: “En este punto el cantor / buscó un porrón (porrón de ginebra) buscó un porrón pa consuelo, / se echó un trago como un cielo, (gran trago de ginebra) / dando fin a su argumento, / y de un golpe al istrumento / lo hace astillas contra el suelo. / ‘Ruempo -dijo-la guitarra, / pa no volverme a tentar; / pues naides la ha de tomar, / por siguro ténganló; / que naides ha de cantar / cuando este gaucho cantó’. Y daré fin a mis coplas / con aire de relación; / nunca falta un preguntón / más curioso que mujer, / y tal vez quiera saber / cómo jue la conclusión. Cruz y Fierro, de una estancia / una tropilla se arriaron; (robaron caballos para atravesar el desierto, es decir esa tierra de nadie entre los fortines y las tolderías de los indios) / Cruz y Fierro, de una estancia / una tropilla se arriaron; / por delante se la echaron / como criollos entendidos (el jinete va empujando de atrás a los animales) / y pronto, sin ser sentidos, / por la frontera cruzaron. / Y cuando la habían pasao, / una madrugada clara / le dijo Cruz que mirara / las últimas poblaciones; / y a Fierro dos lagrimones / le rodaron por la cara”.

Hace muchos años yo salí a caminar con un amigo mío, Néstor Ibarra, y con el poeta francés Drieu La Rochelle, que se suicidaría años después, por los suburbios de Buenos Aires hacia el oeste o hacia el sur, y llegamos a una zona en que ya se sentía la gravitación de la Pampa, el piso de la llanura; ahí estaban, como el poema de Hernández, las últimas poblaciones, salvo que las últimas poblaciones de Hernández serían ranchos de barro con techo de paja, y ahí las últimas poblaciones serían casitas de material o posiblemente esos ranchos de latas de una zona industrial. Y entonces Drieu La Rochelle dio con dos palabras, dos palabras que traducían exactamente lo que tantos poetas argentinos habían, habíamos buscado en vano, esa gravitación de la llanura; y me dijo y lo olvidó después, porque no lo incluyó en un artículo que escribió sobre Buenos Aires que escribió, me dijo: “vertige horizontal”, vértigo horizontal que corresponde exactamente esa la impresión.

Y yo querría que nos detuviéramos en la sextina de Hernández que acabo de citar: “Y cuando la habían pasao, / una madrugada clara…”, el poeta no describe el campo, lo cual le da mayor realidad, ya que para el hombre de campo el paisaje no existe, la emoción del paisaje fue más o menos creada por el movimiento romántico, quizá por Macpherson, en Escocia, al promediar el siglo XVIII. El hombre del campo mira el cielo para saber si escampará o si lloverá al día siguiente; no hay descripciones en el ‘Martín Fierro’, pero sentimos la presencia de la llanura. “Y cuando la habían pasao, / una madrugada clara (es decir, la hora vacía, la hora blanca, la hora sin colores, la hora hecha de soledad) / le dijo Cruz que mirara / las últimas poblaciones; (esta frase está cargada de melancolía) / y a Fierro dos lagrimones / le rodaron por la cara”. Fierro, tan despiadado, llora, y luego: “Y siguiendo el fiel del rumbo / se entraron en el desierto. / No sé si los habrán muerto / en alguna correría, / pero yo espero algún día / sabré de ellos algo cierto”. Hernández ha inventado o soñado toda la historia y, sin embargo, él no sabe todavía cuál será el destino ulterior de los protagonistas, cómo les irá entre los indios, se harán indios, volverán alguna vez a la civilización o a la semicivilización de los fortines y de las estancias; eso Hernández no lo sabe y esa ignorancia da una mayor realidad a lo que ha venido antes: “No sé si los habrán muerto / en alguna correría, / pero yo espero algún día / saber de ellos algo cierto”.

Y luego dice que él ha cantado todo eso y dice que “por ser ciertas las conté, / todas las desgracias dichas: / es un telar de desdichas / cada gaucho que usté ve”. Es una de las pocas metáforas que hay en el poema, lo cual lo hace más real, porque la metáfora es un artificio literario, parece que en una poesía popular casi no debería haber metáforas, el lenguaje debería ser llano; pero es tan natural que se la perdona. Y luego: “Pero ponga su esperanza / en el Dios que lo formó; / y aquí me despido yo, / que he relatao a mi modo / males que conocen todos / pero que naides cantó”. Y estos versos tienen tal dignidad que el barbarismo naides no molesta.

Ahora, a la gente le interesó el ‘Martín Fierro’, el ‘Martín Fierro’ cumplió el propósito del autor; y dice Leopoldo Lugones en un admirable libro, ‘El payador’, que él alcanzo a conocer, en las serranías de Córdoba, es decir a muchas leguas de distancia de la provincia de Buenos Aires, a un mozo y feliz Serapio Suárez, que sabía de memoria el ‘Martín Fierro’ y que se ganaba la vida recitándolo. En algunas ediciones del ‘Martín Fierro’ hay cartas de pulperos, de almaceneros al por mayor de la campaña, y ahí piden, por ejemplo, tantos barriles de cerveza, tantos porrones de ginebra, tantas latas (solo que entonces se decía tantas cajas) de sardinas y tantos ejemplares del ‘Martín Fierro’.

Y la gente empezó a hablar de la vuelta del ‘Martín Fierro’, y antes que Hernández hubiera pensado en escribirlo, el libro ya existía en la imaginación y en la esperanza de todos. Y muchos años después, Hernández publicó la segunda parte, ‘La vuelta de Martín Fierro’, hecho que hace que muchas personas hablen como de un pasaje de ferrocarril de Martín Fierro: se hable de la ida y la vuelta de Martín Fierro… Aunque la primera parte se titula realmente ‘El gaucho Martín Fierro’.

Ahora, en ‘La vuelta de Martín Fierro’ el protagonista vuelve de las tierras de indios, pero su carácter ha cambiado, ya no es el rebelde, ahora lo que quiere es que lo dejen trabajar; y el poema empieza con una suerte de conceptismo, con una frase que podría hacernos pensar en Séneca, por ejemplo, o en ciertas coplas españolas en que se advierte la influencia latina de Séneca el cordobés: “Atención pido al silencio / y silencio a la atención, / y voy en esta ocasión, / si me ayuda la memoria, / a contarles de mi historia / la triste continuación.” Y luego: “Viene uno como dormido / cuando vuelve del desierto, / veré si explicarme acierto / entre gente tan bizarra, / y si al oír la guitarra / de mi sueño me despierto.” Y esto de halagar a los oyentes, de hablar de gente bizarra, es algo típico del payador; algo que corrige las inverosímiles quejas y las inverosímiles bravatas del principio, que no se hubieran tolerado en un payador, porque el ‘Martín Fierro’ no es del todo una obra realista. Entonces Martín Fierro cuenta cómo al cabo de una travesía peligrosa, laboriosa, llegan a las tolderías de los indios, cómo hay una epidemia que diezma a la tribu, cómo los indios no los reciben como hermanos sino que los sujetan en prisión, y hay un personaje ahí, un personaje creado en unas pocas líneas y, sin embargo, vivirá para siempre en la memoria argentina: “Había un gringuito cautivo / que siempre hablaba del barco (es natural que el  barco lo hubiera impresionado a ese chico robado por los indios) / Había un gringuito cautivo / que siempre hablaba del barco / y lo augaron en un charco / por causante de la peste; / tenía los ojos celestes / como potrillito zarco”. Lo ahogaron en un charco a ese pobre chico que había atravesado indemne el mar y “tenía los ojos celestes como potrillito zarco”, creo que zarco en árabe quiere decir azul. Y luego nos dice: “ponía el infeliz la vista / como la pone la oveja”, como la pone la oveja colgada de las patas traseras para ser degollada antes de asarla.

Luego describe la muerte de Cruz; es decir, no la describe, pasa sobre ella como si no quisiera recordar la muerte de su compañero, y dice: “De rodillas a su lao / yo lo encomendé a Jesús; / faltó a mis ojos la luz, / tuve un terrible desmayo; / cái como herido del rayo / cuando lo vi muerto a Cruz”. Cuando lo vi muerto, no nos describe la agonía sin duda ya intolerable para su recuerdo.

Luego hay otra pelea, una pelea con un indio que ha matado al chico, al hijito de una cautiva, y luego le ha atado las manos con las tripas al chico que acaba de asesinar. Martín Fierro pelea con el indio y al final de la pelea lo vence, y nos dice, como ya había dicho del negro: “en peso lo levanté / aquel hijo del desierto, / y allí recién lo dejé / cuando ya lo sentí muerto”. Luego Fierro y la cautiva resuelven volver a la frontera, realizan la laboriosa travesía, Fierro se despide de la cautiva y, por increíble que parezca, ha habido una polémica sobre el hecho de si Martín Fierro tuvo comercio carnal con la cautiva, lo cual es la tesis de Rojas; o la tesis de Lugones, que dice que esto empañaría la pureza del paladín.

Ahora, esta polémica puede parecer absurda, pero al mismo tiempo significa que la historia se ha hecho de tal modo real, que hasta se discute cómo habrán ocurrido exactamente las cosas. Posiblemente Hernández no hubiera sabido qué contestar a esta pregunta que él no se había planteado, pero le hubiera halagado que tomaran en serio su obra.

Martín fierro se encuentra con sus hijos, los hijos de la mujer que lo ha abandonado durante los largos años de destierro en la frontera y luego entre los indios, y luego aparece un personaje, aparece un negro, un negro que convida a Martin Fierro a una payada, es decir, a un duelo poético; y entonces Hernández, como si quisiera mostrarnos la diferencia entre su poema y las payadas, hace que los dos personajes se olviden de la Pampa y de las estancias y se dirijan preguntas metafísicas. Uno le pregunta, el negro le pregunta a Martín Fierro cuál es el canto de la noche, cuál es el canto del mar, el mar que ninguno de los dos habrá visto nunca, y luego qué cosa es el tiempo, qué cosa es la medida, qué cosa es la eternidad, y Martín Fierro contesta que el tiempo es tardanza de lo que está por venir. Lo convida a payar al negro sobre cosas de la estancia y el negro le dice que no, que él prefiere hablar de las muertes injustas que algunos cometen, y habla de un hermano suyo muy querido, que ha sido asesinado por un provocador años antes. Y entonces comprendemos el verdadero fin de la payada: el duelo ese tenía que empezar con la guitarra y tenía que concluir con el cuchillo. Pero los apartan a los dos y Martín Fierro se va con sus hijos, resuelven cambiar de nombre, y el poema concluye dejando abierta la puerta, como la primera, para una tercera parte que no se escribiría nunca. Así concluye la segunda parte del ‘Martín Fierro’.

Pero en los últimos versos había acontecido algo: Hernández, que al principio sólo se proponía un fin poético, comprendió que su obra había trascendido el carácter de literatura […] y que tenía, digamos; que había escrito algo más grande que sus propósitos, y entonces al final ya habla en primera persona, no en primera persona de Martín Fierro, sino en primera persona de José Hernández, y dice: “Lo que pinta este pincel / ninguno lo ha de borrar; / ninguno se ha de animar / a corregirme la plana; / no pinta quien tiene gana / sino quien sabe pintar”. Y luego dice: “me tendrán en su memoria / para siempre mis paisanos”. Y dice que cuando él haya muerto “el gaucho, hasta en el desierto / sentirá tristeza en el corazón / al saber que yo estoy muerto”. Es decir que al señor José Hernández le fue deparada una previsión de la gloria que tendría.

Y al hablar de la gloria y de la nombradía de Hernández, quiero recordar entre tantos que olvidaré, a tres escritores. En primer término, a Miguel de Unamuno, que llamó la atención de España sobre este poema; Miguel de Unamuno que dijo, que ya había dicho que Sarmiento era el primer prosista de la lengua española en el siglo XIX. Unamuno escribió sobre el ‘Martín Fierro’.

Luego tenemos un libro espléndido de Lugones, ‘El payador’, un libro que fue primero una serie de conferencias pronunciadas en el Teatro Odeón de Buenos Aires, y luego una recreación del ‘Martín Fierro’, ya que Lugones describe lo que Hernández no podía describir porque todos lo sabían; Hernández describe la historia y describe la Pampa, cosa que Hernández no podía ser porque estaba escribiendo como un hombre del pueblo.

Y luego tenemos otro libro, un libro muy extraño, ‘Muerte y transfiguración de Martín Fierro’ de Ezequiel Martínez Estrada, que ha muerto hará dos o tres semanas en la ciudad de Buenos Aires. Y ese libro es una recreación del ‘Martín Fierro’, ya que Martínez Estrada cuenta la historia del ‘Martín Fierro’ pero la cuenta, digamos, modificando los énfasis; es decir, crea un libro propio. Yo publiqué una antología, hace muchos años, de la poesía argentina; en el prólogo dije que Ezequiel Martínez Estrada, discípulo de Lugones, me parecía (los discípulos de Lugones no lo dije entonces), que Ezequiel Martínez Estrada me parecía, creo no haberme equivocado, el primer poeta argentino. Luego las circunstancias y la política me separaron de Martínez Estrada. Nuestro primer encuentro fue breve, no hubo demasiada efusión, yo no sabía que no volvería a verlo. Y aquí, en Madrid, me llega la noticia de su muerte. Y para concluir yo recordaría unos versos de un poema autobiográfico de Martínez Estrada, en el cual el presiente su muerte, y los versos dicen así: “Por si el regreso es arduo de sierras y pantano / con las botas calzadas espero la partida. / ¿Pena? Sí; me dan pena, y aun no partí, las manos / altas y lentas de la despedida”.

Y he hablado de Unamuno, de Lugones, de Martínez Estrada; cada uno de ellos ha leído el ‘Martín Fierro’ de un modo un poco distinto. Unamuno ve en el ‘Martín Fierro’ una continuación de la historia de España. Lugones y Martínez Estrada vieron otra cosa. Tendríamos que hablar de Rojas que vio, equivocadamente a mi entender, un poema épico, que vio en el ‘Martín Fierro’, en la historia de ese cuchillero de mil ochocientos setenta y tantos, una suerte de resumen de nuestra historia.

Lo importante, para mi fin, lo importante para todos, es el hecho de que Hernández, sin saberlo, sin proponérselo, ha agregado un hombre a la memoria de los hombres; un hombre que seguirá creciendo y modificándose en esa memoria, lo cual me parece es lo propio de las obras que podemos llamar inmortales.

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