BIENVENIDA A LA COMUNIDAD, cuento de Samanta Schweblin [de El buen mal]

Salto al agua desde la punta del muelle y me hundo apretándome la nariz. Tras el impacto inicial abro los ojos, me entrego atenta a la caída que va suavizándose, a los tonos nuevos a mi alrededor, más densos y tornasolados. Desciendo, aguanto sin respirar. 

Quizá pasa un minuto. Al fin, despacio, toco el suelo mohoso con los pies, como una astronauta aterrizando en la luna. Me suelto la nariz y bajo los brazos, el cuerpo se tensa. Una contracción llega desde los pulmones, es un espasmo, espero un poco más. Tanteo las piedras atadas a mi cintura, el nudo siempre puede deshacerse. Para evitar arrepentirme, inspiro. Lleno el pecho de agua y un frío nuevo y duro se me pega a las costillas. Quiero que esto pase sin dolor. Una decena de burbujas salen por la boca y la nariz y se elevan. Otro espasmo me acalambra y tengo miedo de lo que pueda ocurrir ahora. Suelto el aire que me queda. Me sorprende la sensación líquida donde antes había aire, pero sobre todo me sorprende la lucidez, la serenidad. Me miro las manos, más grandes y blancas que en la superficie, y me pregunto cuánto tardaré en perder el conocimiento. Algas, cardúmenes de ojos plateados, plancton flotando como brillantina. Siento el cuerpo suelto, el contacto con las corrientes cálidas, frescas, cálidas otra vez. A lo lejos, el fondo se enturbia. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? Tres minutos, cinco, es algo que ya no sé calcular. Estaba segura de que esto ocurriría rápido.

Toco las piedras, busco el nudo. No hay arrepentimiento, a estas alturas lo hecho hecho está. Es curiosidad. Desato la soga y las piedras se desprenden. La caída provoca un sismo cerca de mis pies, que se despegan lentamente de la tierra. Quedo ahí como flotando, sin saber qué hacer. Y es entonces, en ese momento, cuando recuerdo haber pensado ¿y si esto es todo? Dudar suspendida el resto de la eternidad: el primer miedo real que tuve este día. No ser capaz de avanzar ni de retroceder, nunca más, en ninguna dirección.

Me hago un ovillo, golpeo el suelo con los pies y me impulso. ¿Qué es lo que salió mal? Estoy tratando de entender. Al principio subir parece fácil, pero el cuerpo se detiene a los pocos metros, cómodo en su levitación. Lleva un rato regresar, alcanzar al fin la calidez más cristalina de la superficie. ¿Volveré a respirar cuando salga del agua? Me pregunto si alguien estará buscándome y temo un escándalo. Doy unas cuantas brazadas, saco al fin la cabeza y siento el alivio del aire frío en la cara mojada. 

Encuentro la orilla de piedras tan vacía como siempre, pataleo hasta la escalera de troncos y subo al muelle. Tengo una arcada, me inclino sobre el deck esperando vomitar toda el agua, pero nada sucede. La madera caliente absorbe enseguida las gotas que caen por el mentón. Quiero ponerme de pie pero el cuerpo está débil y laxo, espero un momento y vuelvo a intentarlo. Del otro lado del jardín, el sol que ilumina los ventanales de la casa me lastima los ojos. Me escurro el pelo, intento hacer lo mismo con el frente de la remera y los bordes del pantalón, y camino hacia el final del muelle. Las ojotas están todavía en el pasto, tal como las dejé. Me las pongo y lucho con la pendiente para atravesar el jardín cuesta arriba.

Me acuerdo de cómo llego a la casa. Me miro en el ventanal trasero, la ropa mojada pegada al cuerpo, mi mano acercándose para correr el vidrio que chirría sobre el riel, el marco que pasa delante de mis ojos y se lleva el reflejo, y detrás el living, la mesa del comedor con los restos del desayuno sin levantar. Me sostengo del marco y, con un último esfuerzo, cruzo el ventanal.

Adentro todo está en calma. Las hortensias que corté en la mañana siguen intactas en los dos floreros de la cocina. Recojo las cartas que acomodé junto a cada ramo, la que escribí para él y la que escribí para las nenas. No estoy segura de si tomar esas cartas es una buena decisión, ni siquiera estoy segura de si tomarlas de esta mesa es tomarlas de la misma mesa en la que las dejé un rato atrás. No estoy segura de nada, ni entonces ni ahora, pero en el reloj ya son las doce y veinte, así que subo al cuarto, dejo las cartas en el cajón de la mesita de luz, me quito la ropa mojada, me pongo ropa seca y bajo otra vez para preparar el almuerzo.

Llegan tocando bocina y las nenas entran a la casa como un torbellino. Traen un conejo en una jaula. 

—Hay que cuidarlo hasta el jueves —dice él—, una semana por familia.

Yo bato huevos. Batir supone un esfuerzo descomunal, pero estoy temblando y confío en que la acción disimule mi estado. Las nenas se abrazan a mi cadera y tengo que levantar el bowl para verles la cara. 

—Se llama Tonel. 

—¡Sí! Tonel.

Las voces retumban en mi cabeza. La mayor hunde la nariz en mi estómago y respira con todas sus fuerzas. 

—Mami, olés a podrido. 

La menor copia el gesto. 

—¡Es verdad! Como a barro sucio.

—Muy bien —digo yo—, a comer.

Me acuerdo del miedo que tengo de dejar de batir. Pero dejo de batir y no pasa nada, nadie está mirándome. La mayor empuja la jaula contra la pared y deja al conejo suelto. Su padre se apura a cerrar el ventanal. Al regresar nos llama con tres palmadas:

—A partir de ahora, todo bien cerrado —dice.

Pongo en la sartén el quinto omelette y sirvo los que ya están listos. Él sabe que está a cargo del que queda en el fuego porque es el único que come dos. Así que nos sentamos a la mesa y al fin, al menos por unos segundos, el silencio de las nenas dando sus primeros bocados me ayuda a calmarme.

Todo está en orden, me digo, tranquila.

Me quedo mirando el conejo que, sin grandes previsiones ni rodeos, atraviesa el comedor hasta el plato de agua que le dejaron en el piso. Me sorprende la naturalidad con la que se mueve fuera de su jaula. Si Tonel es un viajero experto en nuevos territorios, yo soy esta mujer anclada siempre en el mismo lugar. Se acerca, me olisquea los pies. Me hace cosquillas con la nariz y por las dudas me agarro al borde de la mesa. 

—Se llama Tonel porque es gordo. 

—No es verdad.

—Sí es verdad, lo dijo la señorita. 

Las nenas pelean con los tenedores un momento y después siguen comiendo. Él se levanta para buscar el último omelette, de camino ya está haciendo una llamada.

Todo está en orden, me digo, y el placer de las cosquillas me sorprende.

—Mami, ¿estás contenta?

Con los cubiertos en el aire, la menor espera ansiosa mi respuesta. De pronto da un salto de su silla y corre alrededor de la mesa sin bajar nunca los cubiertos.

—¡Tonel! ¡Tonel! ¡Mami está contenta! 

—Pero comer ya sería demasiado, ¿no? —dice él cuando vuelve con su segundo omelette, registrando mi plato con la comida intacta. 

La mayor mira y escucha. Lo peor es lo que sea que esté aprendiendo de nosotros. 

El almuerzo termina y mi familia desaparece escaleras arriba. Me gusta esta casa por su porosa capacidad de absorbernos en sus cuartos. En el living la jaula queda abierta y vacía y me reconforta pensar en las nenas jugando con el conejo, entretenidas en mi ausencia. Es como escuchar la lavadora o el microondas, me relajo porque, incluso si no puedo ponerme en movimiento, en lo práctico, algo se está haciendo. 

Vuelvo hasta el ventanal, lo abro y miro el jardín. Todo lo que pasa me parece posible, pero cómo es posible, cómo puede ser que haya pasado lo que pasó y yo me sienta tan bien, y hasta el pelo se esté secando. Respiro, busco mi cartera en el perchero y salgo de la casa por la puerta delantera. El coche de él está otra vez cruzado en la entrada en diagonal, parece una barricada. Ya no discutimos sobre eso, aprendí a deslizar las piernas entre el guardabarros y la pared casi sin ensuciarme la ropa. Cuando él está en la casa, «salir» se parece a «superar», a «vencer» un obstáculo, si quiero superarlo tengo que estar realmente decidida.

El vecino de al lado está llegando en su camioneta. Este es el día en que entiendo a qué se dedica realmente. Pero por ahora solo creo que vuelve de cazar, como todas las tardes que trae la gorra con la visera hacia delante. Tiene unos cuernos de ciervo colgados sobre la puerta de entrada, y aunque no es militar, se viste como uno.

Tres años atrás salió en la portada del diario local por un juicio en el que se lo acusaba de hostigar a una mujer que solía trabajar en el café de Toni y a la que, luego de descubrir ese artículo, nunca volvimos a ver. Y después pasó lo del alambrado de púa. Intentamos hablar con él el mismo día que lo colocó, le explicamos varias veces que las nenas podían jugar cerca y lastimarse. Dijo que por eso era de púa, que solo así los padres se ocupan de mantener a los hijos lejos:

—El alambrado es para los padres.

Recuerdo que, durante este día, hay muchas cosas en las que intento no pensar. Al principio el vecino también está en la lista.

En la calle, protegida por la arboleda, el calor no es tan bochornoso. En la esquina toco el timbre de Daniela y me arreglo un poco. Me paso los dedos como un peine y encuentro un pedazo de alga enredado debajo, todavía húmedo. Tiro hasta que se alarga tanto que parece un chicle y lo dejo caer al piso. Me seco las manos en el pantalón, vuelvo a tocar el timbre. Cuando me canso de esperar bajo hacia la plazoleta.

El barrio sigue viéndose tan exageradamente grande y adinerado como el día en que llegamos, hace ya varios años. Unas cuadras más abajo está el café. Dentro hay dos mesas ocupadas y Toni está limpiando la vajilla en la cocina, lo veo por la ventanita y me guiña un ojo. Me asomo y le pregunto por Daniela pero no sabe dónde está, así que me siento un momento en la barra. Tiempo atrás nos acostamos unas cuantas veces en el suelo de la cocina, en el cambiador y en el baño de los empleados. Y luego un día Toni dijo: «Bueno, ya está, ¿no?». Y lo dijo resignado, como si hubiera estado fregando una mancha por un buen rato sin conseguir que saliera del todo, y al final se diera por vencido. 

Una mujer se acerca, toma una azucarera y, antes de regresar a su mesa, me sonríe. Me toco el pelo para asegurarme de que no hay más algas. Encuentro una tirita pequeña, quizá un pedazo perdido de la anterior. Me alivia ver que nadie detecta nada extraño, me dan ganas de enderezarme y desperezarme, de hacer algo más que estar ahí sentada, esperando.

Salgo a la calle y fumo un cigarrillo, un coche llega desde el acceso principal, pasa de largo y se aleja. En la vereda no hay columnas ni paredes ni postes donde apoyarse, para eso está la casa de cada uno; la calle solo es un largo jardín para circular. En la plazoleta me siento en el banco. Recuerdo que pienso que voy a contar hasta diez y, si todavía tengo ganas, voy a encender otro cigarrillo. Cuento para no pensar.

Así veo al conejo, cruza la calle justo en ese momento, un conejo lo suficientemente gordo como para llamarse Tonel. Huye y se mete entre los matorrales. Después veo a una de las nenas. Llora sosteniéndose la cabeza con las manos, la cara roja y llena de mocos, la angustia consumiéndola hasta el punto de que buscar al conejo se vuelve una tarea imposible. ¿Heredará la mayor mi escasa inteligencia emocional? La menor sigue a la mayor, le copia el gesto pero sin llorar, los ojos atentos revisando cada rincón. Me levanto y me acerco. Él viene detrás, el teléfono colgándole de la mano.

—Dejaste el ventanal abierto —dice.

—¡Mamá! ¡Tonel!

La menor me abraza. La mayor llora. 

—¿Qué vamos a hacer, mami?

Nos separamos en dos grupos, él con la menor, yo con la mayor, cada equipo a un lado de la calle sacudiendo matorrales entre los jardines de los vecinos. Una vez, desde la cocina, vi a una pareja de mendigos haciendo algo parecido en mi propio jardín, no sé qué estarían buscando. Llamé a seguridad, vinieron y se los llevaron. Pero un suéter amarillo de mujer quedó colgando del rosal casi una semana. Al final lo recogí y lo metí en la lavadora, solo y en lavado sencillo. Lo sequé, lo doblé, caminé con él las siete cuadras hasta la parada del colectivo y lo dejé sobre el banco. Entendía que eso no era exactamente devolverlo, pero al menos era ponerlo en algún lugar. No quería en casa cosas que no me pertenecían.

Pasamos al siguiente jardín. Una vecina se asoma por la ventana. La reconozco, es la madre de las gemelas que van a clase con mi hija menor. Saldrá y nos ayudará, pienso. Preguntará «¿qué pasó?». Y dirá «¡yo vi al conejo!». Me mira y se aleja, busco la puerta esperando a que salga en cualquier momento. Una vez, frente a la salida del colegio y con una de mis hijas en cada mano, me dijo: «Es la última vez que la espero, ¿lo entiende? No es la única acá haciendo un gran esfuerzo». 

Pero la puerta de la casa no se abre. 

La mayor me alcanza entre los arbustos, me abraza y con el abrazo también me empuja. Cruzamos otro jardín. Cuando él se cansa de la búsqueda aplaude tres veces. La familia se reúne en el centro de la calle y regresamos hacia la casa. Está molesto, lo sé por el tono de su voz.

—Sé dónde podemos conseguir otro conejo.

Lo dice delante de las nenas, y de pronto cuatro manitos se agarran fuerte de mí.

—No. No, ¡no! ¡Tonel!

Ya estamos en nuestra entrada cuando, a espaldas de mi marido, el vecino camina hacia nosotros.

—Buenas tardes —dice.

Solo entonces él se vuelve y lo ve. Trae el conejo colgando, agarrándolo por las orejas.

—¿Está muerto, mamá? ¡Mami!

Las nenas saltan angustiadas a nuestro alrededor. El conejo da algunas patadas en el aire y se entrega otra vez al vaivén. 

—¿Y si le duele? —pregunta la menor.

—Así se llevan los conejos —las calma mi marido.

Pero Tonel es demasiado gordo, y el hombre ya está lo suficientemente cerca para ver la fuerza en los tendones de su puño. La boca del animal estirada en una sonrisa cruel, los dientes afuera, los ojos achinados y llorosos.

—¿Cenamos conejo? —dice el hombre.

Las nenas gritan. El hombre se ríe.

—Tomen, tomen, en son de paz.

Ofrece el conejo y mi marido trata de agarrarlo, pero no sabe cómo.

—Tiene que soltar el teléfono para agarrar el conejo —dice el hombre. 

Lo escucho y sonrío, a pesar del desprecio que le tengo. Y cuando al fin el conejo pasa de manos, y las nenas se sueltan y corren hacia el padre, y él se agacha para que ellas se reencuentren con Tonel, el hombre se vuelve hacia mí, se queda mirándome un momento, hasta que frunce el ceño. 

—¿Qué le pasa? —Me mira la boca, los ojos, el pelo.

—Es el conejo de las nenas —digo—, bueno, el conejo de la escuela, que…

—Me refiero a usted. ¿Está bien?

Da un paso hacia mí. Pienso en las algas y me peino con los dedos. Miro a mi familia para comprobar que ya está alejándose.

—No pasa nada —digo—, es que lo vi con el conejo y me asusté, como sé que le gusta cazar…

—¿Cree que cazo porque me gusta?

Sonríe, pero está tan molesto como mi marido. Niega despacio sin dejar de mirarme.

—Qué increíble verla circular tan campante, después de lo que hizo esta mañana. 

Es como si me hubiera agarrado la garganta con las dos manos. Y ahora esperara, sin aflojar nunca la presión de los dedos. Me vio, pienso. Recuerdo que pienso que me vio, y no puedo pensar en otra cosa, ni en el conejo ni en las nenas ni en qué va a pasar después. Da un paso más hacia mí y ahora está demasiado cerca. Su dedo señala el medio de mi pecho.

—¿Cree que puede hacer lo que le da la gana y después arrepentirse?

Busco a mi familia pero ya no la veo. 

—¿De verdad cree que funciona así?

Doy un paso hacia atrás.

—¿Adónde va?

Quiero contestar, pero solo puedo alejarme.

—¡Eh! Espere, escúcheme.

Retrocedo otro paso y otro, me alejo del hombre y cada vez que me vuelvo hacia él, sigue ahí parado, observándome. Camino rápido sin mirar atrás. Supero la barricada, entro a la casa, cierro la puerta. Como es mi casa hay donde apoyarse. Columnas, paredes, me lleva un rato recomponerme.

El ventanal ya está cerrado y las nenas juegan a perseguir a Tonel. Pronto la casa reabsorbe a sus habitantes en los cuartos, nos suelta de a turnos y nos vuelve a atrapar. Después de cenar, él se mete en su estudio a trabajar y yo mando a las nenas a la cama. Tardan en calmarse, la menor es la última en quedarse dormida. Cuando al fin cierra los ojos espero un rato sentada a su lado, mirándola. Después me concentro en mis pies, porque todavía hay barro seco y verdoso entre los dedos. Me saco las ojotas y las huelo. Quiero ducharme, sacarme este olor, ponerme el piyama y acostarme, pero entiendo que no soy capaz de hacer nada de eso. Cada vez que pienso en el hombre mi garganta vuelve a cerrarse. Al final junto fuerzas y me levanto. Me acuerdo de cómo bajo lentamente las escaleras: diciéndome hay que mover esta pierna, hay que mover esta otra, recordándome cómo respirar, y por primera vez en este día, que nunca olvido, me doy una instrucción.

Vuelvo a salir de la casa, salto la barricada del auto hacia la calle. El hombre está sentado en las escaleras de su galería. Es el único lote enrejado de la cuadra, pero cuando me acerco veo que, esta vez, la reja está entornada. La empujo y entro. Él espera inmóvil a que yo me acerque. Un par de potentes luces automáticas se encienden e iluminan el jardín. Hay tres baldes a sus pies, trapos sucios y algunas herramientas. A los pocos segundos las luces vuelven a apagarse.

—La estaba esperando. —Sostiene una cerveza a medio terminar.

Me ofrece otra, la abre y me la pasa.

—Disculpe si fui brusco. Pierdo rápido la paciencia.

Agarro la cerveza. 

—No se preocupe.

Me mira hasta que bebo. Sé que quiere que yo diga algo más. En mi casa la luz de nuestra habitación se apaga y todo queda un poco más oscuro. El hombre termina su cerveza.

—La escucho.

¿Quiere una explicación? ¿Quiere que le haga una pregunta? Pienso en el muelle, en la necesidad casi dolorosa de vomitar agua a pesar de mi garganta completamente seca. 

—Si no tiene nada para decir —señaló mi casa con su mentón—, puede irse. Ya tengo bastante con lo que me toca.

Espera en silencio mientras yo trato de entender para qué vine. Recuerdo que antes de acostar a las nenas volví a abrir el ventanal y me quedé agarrada al marco con tanta fuerza que podía sentir la rigidez de los tendones. El cuerpo entero quería soltarse y correr otra vez al lago, y yo tenía la certeza de que, si me soltaba, no sería capaz de retenerlo.

—Es como si… —Estiro los dedos y me miro las manos. 

Él asiente, palmea el escalón invitándome a sentarme. Me acomodo a su lado. 

—Como si todavía estuviera hundiéndome.

Arrastra uno de los baldes hacia sí, toma un cuchillo de entre las herramientas, mete las manos en el balde y empieza a trabajar. Tiene algo en las manos, asoma difuso en la penumbra. 

—Me asusta que… —Busco atenta las palabras, porque quiero que lo entienda.

—Tiene que acostumbrarse —ordena, y escupe hacia un costado.

Trabaja en el balde, hay sangre entre sus dedos, en las muñecas. Saca del balde el cuchillo y se rasca el mentón con el dorso. Está despellejando un animal pequeño, tira de la piel y el filo baja con suavidad sobre los músculos rojos de las patas.

—Pruebe —dice.

Con el pie y sin dejar de trabajar, empuja hacia mí otro de los baldes.

—Su cuchillo ya está adentro.

Casi espero encontrar mi cuchillo de cocina, encontrar algo así me asustaría aún más que lo que se supone que estoy por hacer.

—El primer corte tiene que ir de punta a punta. 

Se inclina hacia mí y con su otra mano saca de mi balde una liebre, la sostiene de las patas boca abajo, firme a la altura de mis ojos, es un animal extraordinariamente largo al que ya le han cortado la cabeza.

—Hay que abrirlo como un libro. Si le cuesta desde el cogote, ábralo por la panza, y de ahí va hacia arriba y hacia abajo. Después hay que tirar, la piel sale sola.

Mueve las manos señalando sobre el animal la dirección correcta, y así veo mejor su muñeca: dos cicatrices largas, paralelas a las venas y gruesas como gusanos. Deja la liebre dentro de mi balde y vuelve a su trabajo. 

El cuchillo que me toca es pequeño y tiene mango de marfil. Lo sostengo, es todo lo que puedo hacer. 

—¿Cómo hizo usted? —le pregunto sin mirarlo, porque tal vez no sé lo que estoy preguntando, o me avergüenza, o preferiría no saber. No contesta, así que espero—. Para acostumbrarse, quiero decir, para seguir adelante.

—Se lo estoy diciendo.

Lo escucho tan atenta como puedo. Somos dos simios vestidos, las manos cuelgan dentro de los baldes. Él señala el mío ladeando la cabeza.

—Le presto para que practique. Pero usted tiene su propio conejo.

Deja el cuchillo.

—No le entiendo —digo. Necesito que sea más claro, que diga las cosas palabra por palabra. 

Abre otra cerveza y bebe. 

—¿Cree que yo tuve a alguien que me dijera cómo funciona esto?

No respondo. Él acerca su cerveza a mi pecho y me golpea el esternón con la base de la botella. Es un golpe suave, pero casi logra pararme el corazón.

—¿Quiere tirarse al agua con un yunque de piedras atado a la cintura? 

Lo está diciendo, ahora sí. Todas esas palabras.

—Muy bien, si eso es lo que quiere, perfecto. ¿Quiere pavonearse entre los vivos como si no hubiera pasado nada? Perfecto también: bienvenida a la comunidad. 

Lo que quiero es que me despelleje, quiero meter las manos en el balde y que el dolor me apague por completo.

—Pero tiene que pagar un precio.

Tira hacia arriba de un largo trozo de piel, hasta que lo arranca del todo y lo devuelve al balde.

—Por qué. Yo no le hice nada a nadie. 

—¿De verdad? ¿De verdad eso es lo que piensa?

Me levanto. Dejo en el piso mi cerveza a medio terminar.

—Tiene que pagar —dice.

Niego, y sin darme cuenta me estoy alejando. Estoy furiosa.

—¡Ey! —dice.

Las luces del jardín se encienden. Por unos segundos todo está tan iluminado que tengo que taparme los ojos con el brazo. Los tendones trabados, como si todavía aguantaran mis manos agarradas al marco del ventanal, me recuerdan que aún podría soltarme y echar otra vez a correr hacia el lago. Bajo el brazo, el hombre trabaja en su balde. Vuelvo a acercarme.

—Por favor —digo. Pero es como si dijera agárreme del cuello y ahórqueme ahora mismo, como si dijera se lo ruego, como si dijera sé que usted es capaz—. Por favor —digo—, por favor, hable claro y diga lo que tenga que decir.

El hombre junta los tres baldes que cuelgan de su mano derecha y se levanta. 

—Tengo que soportar todos sus prejuicios. —Camina hacia el garaje y yo lo sigo.

—¿Qué prejuicios? ¿De qué habla?

—Cree que cazo por placer, cree que me encanta mi alambre de púas. Cree que todo el mundo acá es un poco cruel con usted, y en cambio usted tiene tantas buenas intenciones.

Entra al garaje y deja los baldes sobre una gran mesada de madera. Hay pieles de animales colgando de dos vigas largas, secándose.

—Por favor —digo—. Algo está mal, sé que algo está muy mal. 

Dentro del garaje casi no hay luz.

—No aguanto —le digo al hombre—. No puedo más. 

—Tiene que aguantar. 

—No sé cómo. Se lo ruego. 

Toma mi mano de la muñeca y me obliga a apoyar la palma sobre la mesa. Ahora va a cortarme los dedos, pienso, va a despellejarme.

—Lo primero es calmarse. —Me agarra la otra mano y la apoya también sobre la mesa. 

La madera está húmeda y sucia, pulida de tanto uso, pero es fuerte, entiendo que está ayudándome a mantenerme de pie. ¿Y si me estoy volviendo loca? Es la primera vez que me lo pregunto, casi se siente como pedir un deseo: si estoy loca, lo único que tengo que hacer es lograr regresar a casa. 

—A partir de ahora tiene que aprender a sostenerse sola. 

Es lógico. Tiene tanta razón. Me agarra del brazo.

—Es algo que tiene que hacer cada día. ¿Lo entiende?

Tengo que regresar a casa.

—Cada día. Si un solo día no lo hace, se hundirá, tocará fondo, y ya no habrá forma de volver. ¿Lo entiende?

—No, sí —digo confundida.

Se acerca todavía más, su cara demasiado cerca de la mía.

—Dolor. Eso es lo que hay que provocar.

—Sí.

—Algo de dolor cada día, ¿me sigue? Verdadero dolor. A alguien que quiera de verdad. ¿Quiere a sus nenas?

Asiento, pero sigo sin saber a qué estoy contestando. 

—Eso la llenará de culpa, y si la culpa es lo suficientemente fuerte, necesitará quedarse para cuidarlas. —Me aprieta el brazo, me mira a los ojos—. ¿Quiere quedarse de este lado del mundo? ¿Quiere evitarles el daño de perder a su madre?

Siento mis pies aterrizando despacio sobre el fondo mohoso del lago, los pulmones llenándose otra vez de agua. Solo intento respirar. Él está atento a mis gestos, evaluándome. Me pregunto si podré moverme, si me dejará ir. Suelto la mesa y aún estoy de pie. Doy un paso hacia atrás y su mano se abre, libera mi brazo. Meto las manos en los bolsillos donde él no las vea. «La culpa me ayudará», eso dijo. ¿Pero cómo? Quiero entender exactamente cómo. 

Salgo al jardín y me alejo, tropiezo dos veces. Ya no es el hombre el que me asusta, es la imagen de mis manos agarradas al marco del ventanal, el cuerpo que ya no aguanta, me aterra no saber si podré seguir sosteniéndome. Los focos de luz vuelven a encenderse. Corro hasta mi casa, cruzo la barricada. Entro con una de mis palmas apoyada en el corazón porque lo único que necesito ahora es sentirlo, pero no siento nada. ¿Dónde están los latidos? ¿Más arriba? ¿Más adentro? En el living miro alrededor buscando la jaula del conejo, no la veo por ningún lado. Subo las escaleras mordiéndome los labios hasta hacerlos sangrar. Tomo el pasillo y ya estoy en el cuarto de las nenas. Cada una en su cama, la jaula justo al medio, vacía. Un movimiento me hace descubrir a Tonel enredado entre los brazos de la mayor y acerco mis manos despacio. En cuanto el conejo se mueve lo aprieto del cuello contra el colchón. Si aflojo la fuerza el pelaje empieza a escurrírseme entre las manos. Lo pesco de un tirón de las orejas, como lo hacía el hombre, y el conejo queda pataleando en el aire. La mayor se mueve hacia el otro lado, pero no se despierta.

En la cocina enciendo las luces, agarro un cuchillo, muevo la canilla hacia un lado y meto el conejo dentro, apretándolo contra la pileta. Hundo mi otra mano en el pelaje clavando los dedos alrededor del cogote. El conejo espera, me mira con su ojo rojo, congelado. Estoy pensando en qué hacer ahora, en cómo hacerlo. Estoy pensando en que mancharé la cocina y tendré que limpiar a conciencia, o las nenas verán el desastre en la mañana. ¿Y si en lugar de matarlo lo suelto en la calle? ¿Será perderlo suficiente dolor? ¿Y si en lugar de despellejarlo le aprieto el cuello hasta ahogarlo y pongo al conejo muerto otra vez entre los brazos de la mayor? Si despertara abrazando una criatura muerta, ¿le causaría eso suficiente dolor? Así entiendo qué hace exactamente la culpa, entra como el aire por el ventanal y se me mete en los pulmones. Respiro. El conejo ni siquiera mueve los bigotes. Espera unos segundos, quizá minutos, soportando la presión de mis manos sobre su cuerpo, mirándome tan quieto que al final los dos nos calmamos. Lo suelto y él espera congelado, con su ojo rojo mirándome sin parpadear. Vuelvo a tocarme el pecho con la palma de la mano y siento el corazón. Es un latido precioso. 

Aparto el cuchillo, dejo al conejo en la pileta, que salta de inmediato al piso y se aleja. También yo salgo de la cocina, ninguno de los dos soportaría quedarse ahí. Cuando paso junto al ventanal abierto, miro el marco y ya no hay ninguna razón para agarrarse a él. Lo cierro. 

En el espejo del baño me quedo un rato estudiándome la cara. Me siento en el borde de la bañera, después me ducho. En la habitación, él duerme en su lado de la cama y yo me meto con cuidado, atenta de no tirar de las sábanas ni sacudir el colchón. Me acuerdo de lo rápido que llega el cansancio, de cómo estiro las piernas, relajo los brazos a los lados del cuerpo y cierro los ojos. Solo un momento antes de quedarme dormida muevo las manos y ya no siento las sábanas. Son apenas unos segundos, hasta terminar de caer: la sensación oscura y mohosa en las yemas de los dedos, justo cuando tocan el fondo del lago, y se mueven por última vez.

* * *

EL BUEN MAL de Samanta Schweblin
Cortesía Random House

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