“Juzgar a Leopoldo Lugones es juzgar a toda la literatura argentina”, dijo alguna vez Jorge Luis Borges sobre quien fue primero su némesis y luego su reconocido maestro.
El escritor nacido en Córdoba era el epítome de todo lo que para Borges había que superar o “matar” literariamente a principios del siglo XX, en la ciudad de Buenos Aires que surgía de la aldea decimonónica. Más tarde, ya maduro, el porteño supo reconocer todo lo que el autor de libros clave de la narrativa y la poesía, como Las fuerzas extrañas y Lunario sentimental, representaba para la literatura en castellano.
Durante años, desde su presunta superioridad vanguardista, lo fustigó de muchos modos; tanto que hasta Lugones pensó en matar al joven advenedizo que lo amenazaba (como te contamos en este informe). Pero fue quizá con la muerte del autor de la despreciada La guerra gaucha, en 1938 (mismo año que el deceso de su propio padre, con apenas cuatro días de diferencia), que la despectiva consideración borgeana dio un giro de 180 grados.

Aunque en privado continuó con algunas críticas (como da cuenta Bioy en su famoso diario), desde entonces Borges no ahorró elogios públicos dirigidos a Lugones, de quien se consideraba “un tardío discípulo”: “Yo sólo soy un tardío discípulo de Lugones, en mi país, que fue, a su vez, un tardío discípulo de Poe”, aseguraba el autor de Ficciones en entrevista de 1985.
Estela Canto, quien conoció a Borges más o menos íntimamente, lo confirma en Borges a contraluz: “quería parecerse a Lugones porque éste era el poeta de moda entre los escritores jóvenes de entonces”.
“Como Lugones, cantó a las lunas suburbanas, a patios, a las novias nostálgicas. Estaba prisionero en el damero interminable de Buenos Aires y creía que nunca iba a salir de él”, aseguraba quien fuera novia del escritor a mediados de la década de 1940.
En la necrológica publicada en Sur, Borges advertía: “Decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma, es decir la estricta verdad y es decir muy poco”. Y en los años y décadas siguientes le dedica conferencias y numerosos textos que en 1955 recopila en un volumen de título explícito: Leopoldo Lugones.
También el prólogo a El hacedor, fechado el 9 de agosto de 1960 y titulado simplemente “A Leopoldo Lugones”, donde imagina un nostálgico encuentro cuyas características nunca se dieron. Y en diciembre de 1963 otra de sus muchas conferencias, que es el motivo del presente informe, esta vez durante su primera visita a Colombia.
LUGONES SEGÚN BORGES
Señoras, señores:
El tema de Leopoldo Lugones es naturalmente afín al tema del modernismo. Existe un excelente libro de Max Henríquez Ureña, hermano de aquel Pedro Henríquez Ureña, tan vinculado a la vida intelectual y, lo que acaso es más importante, a la vida afectiva de mi querida patria, la República Argentina.
Y recuerdo estas dos obras: El modernismo [Breve historia del modernismo], de Max Henríquez Ureña, y Simpatías y diferencias, de Alfonso Reyes, porque el primero, naturalmente, aunque señala la relativa heterodoxia de Lugones dentro del modernismo, insiste en las afinidades.
Y en cuanto a lo segundo, quiero volver a repetir, y lo hago con agrado, una suerte de mea culpa, de culpa nuestra, que publiqué antes de la trágica muerte del maestro Leopoldo Lugones. Y quiero empezar y aplicándola. Los jóvenes, yo también he sido joven alguna vez, por increíble que parezca, los jóvenes sentíamos la gravitación de Lugones, la fuerza de Lugones. Creo que algo análogo que ocurrió aquí con Guillermo Valencia, y la única manera que teníamos de defendernos de esa gravitación eran la hostilidad y la injusticia.
La verdad es que el Lugones había hecho, y desde luego, mejor que los hombres de mi generación que se llamó generación de Martin Fierro o generación ultraísta, lo que nosotros pretendíamos hacer, y esa suerte de beneficios no se perdonan fácilmente.
Felizmente, antes que Lugones muriera, yo publiqué un artículo diciendo lo que Lugones tenía que sentir: que nuestra aparente hostilidad era una secreta veneración y casi adoración.
Pero volvamos ahora, brevemente, ya que disponemos de poco tiempo, volvamos al tema general del modernismo. El modernismo ahora ha sido subestimado. Creo, sin embargo, que todo lo que se hizo después, todo lo que hemos hecho después, procede de las libertades, de la mayor amplitud, del modernismo.
Pero antes será necesario referirme muy brevemente a la literatura española del siglo XVIII y el siglo XIX. Ya una suerte de decadencia se inicia en el siglo XVII. Quiero decir, si comparamos una página de Quevedo con una página de Cervantes, posiblemente cada línea de Quevedo sea superior. Podríamos, en lugar de Quevedo, hablar de Gracián… Y sin embargo, sentimos un ambiente más estrecho, falta la inocencia, la ingenuidad, la generosidad y por ende también la inteligencia de Cervantes. Es como si el escritor supiera demasiado lo que está haciendo y esto corresponde a la decadencia política de España.
Todo esto responde al curioso hecho de que siendo los españoles los soldados más valientes del mundo, empiezan a partir de esa fecha a perder casi todas sus guerras, y esto tiene que tener alguna explicación.
Para volver a la literatura, pensemos en el romancero, pensemos en Fray Luis de León, pensemos sobre todo en el Quijote… Y luego hay algo, hay algo que se estrecha: la misma novela picaresca, la misma novela picaresca que inspira el Simplicíssimus [El aventurero Simplicíssimus] de Grimmelshausen, en Alemania, tiene algo mezquino; es decir, podría ser una obra épica y no lo es.
Luego llegamos al pobrísimo siglo XVIII y luego a la época romántica. Y España en esa época es una fuente de inspiración para todos los poetas románticos de diversos países y latitudes, y sin embargo, fuera de la excepción de Bécquer, que de algún modo es un espejo del poeta judeo alemán Heine, fuera de Bécquer lo que se llama poesía romántica española es una poesía que carece de intimidad; sigue siendo una poesía retórica.
Pero, más curioso aún es lo que sucede con la gloriosa literatura clásica española: no se la lee o se la lee de un modo muy curioso; es como si los lectores del siglo XIX creyeran que la máxima virtud de Cervantes no radicara en la tierna invención de Quijote y de Sancho, sino en los proverbios intercalados en la obra… Casi se hace del Quijote una obra de valor paremiológico. O si no se imitan los arcaísmos de la obra; es decir, los que no eran arcaísmos cuando Cervantes los usó y los que fueron arcaísmos después.
Y era necesario reaccionar contra todo esto y surge del modernismo. Y como señala Max Henríquez Ureña, y debemos enorgullecernos de ello, esa renovación antes de llegar a España, donde produce poetas ciertamente gloriosos (básteme recordar a Manuel Machado, Antonio Machado, a Juan Ramón Jiménez… El catálogo podría ser casi infinito), esa renovación se produce de este lado del Atlántico y no del otro.
Y hay diversas explicaciones de este hecho. Una de carácter paradójico, y es que aquí estábamos más cerca de Europa de lo que España está del resto de Europa; luego había razones de índole política y militar; y luego también, creo que esto es lo más importante, una suerte de hospitalidad del alma americana.
Creo que si comparamos América no sólo con España, sino con cualquier otra nación europea, notaremos que estas naciones, por obra desde luego de su propia riqueza tradicional, son un tanto provincianas. En cambio, ninguna nación sudamericana, hispanoamericana, cree que le basta con su propia tradición; desea, apetece el universo, la suma del espacio y del tiempo.
Y en el norte del continente ocurre lo propio. Tenemos el caso de escritores como Edgar Allan Poe… Edgar Allan Poe que si no engendró hijos de la carne, engendró hijos del espíritu. Pues bien, sin Edgar Allan Poe no tendríamos exactamente a Baudelaire, no tendríamos el simbolismo, no tendríamos toda esta poesía de tipo intelectual, encarnada por Valery y por Eliot, que procede no de la poesía sino de las teorías de Poe. Y en cuanto a lo que se llama poesía civil de nuestro tiempo, esta no solo procede de Hugo sino con frecuencia de Walt Whitman. Todos estos, todos estos hechos son conocidos, pero bastan ser recordadas.
Y hay un poeta cuyo nombre debe recordarse antes que el de ningún otro. Ya todos ustedes adivinan; estoy pensando a lo largo del Hispanoamérica, de Rubén Darío… Yo tuve el honor de conversar unas siete, ocho, nueves veces con Leopoldo Lugones, y cada vez Leopoldo Lugones, desviando la conversación de su cauce natural, nos llevaba a Rubén Darío, y no solo para darnos una lección de humildad, sino porque aquello le salía espontáneamente del alma, hablaba de “mi querido amigo y maestro Rubén Darío”. Él nunca negó ese magisterio. Y en su voz, en su voz que no buscaba la intimidad, sino que más bien la rehuía, porque Lugones era fácilmente dogmático, se traslucía, sin embargo, la nostalgia no solo del magisterio, sino de aquella amistad perdida.
Y llegamos ahora a la obra de Lugones; obra que tendré que reseñar muy brevemente por razones obvias de tiempo. El año 1897 aparece en Buenos Aires Las montañas del oro. Y hay un poema, al principio, en el cual se enumeran, no por el azar sino deliberadamente, cuatro grandes poetas. Y esos cuatro nombres ejemplares son, en orden cronológico, el nombre de Homero… Homero, a quien Lugones traduciría después, como Alfonso Reyes lo hizo. El nombre de Dante… Lugones, en el Lunario sentimental, habla de Dante, dice aquello de “abuelo arduo y conciso, por cuyo paraíso nunca pasó un pedante”. Luego tenemos el nombre de Hugo y el nombre de Walt Whitman.
Ahora, es curioso que al elogiar a Hugo, al decir “Whitman es el glorioso trabajador del roble, Whitman entona un canto serenamente noble, él adora la vida que irrumpe en toda siembra, el grande amor que irrumpe a los flancos de la hembra, y todo con tu siembra, creación, universo se abre en las vértebras enormes de su verso”, lo hace no con el tono que Whitman sino con el tono de Víctor Hugo.
Luego aparecen libros distintos… Hay un poema en verso libre de Las montañas del oro, el “Himno de las Torres”; ahí vuelven los grandes nombres de Hugo y de Walt Whitman. Y, luego se publica un libro de cuentos fantásticos. Cuando yo, con menor fortuna que Lugones, evidentemente, ensayé el cuento fantástico en aquellas colecciones que se titulan El Aleph y Ficciones, hubo quien dijo que yo estaba haciendo algo nuevo en las literaturas de lengua hispánica, y eso era falso porque ya Lugones, bajo el influjo de Poe, había escrito Las fuerzas extrañas. En ese libro, un tanto irregular, hay cuentos inolvidables; por ejemplo, el que se titula “Yzur”, la historia de un mono que aprende a hablar, que muere agotado por el esfuerzo que esto significa al pronunciar sus primeras y últimas palabras: “agua, mi agua, agua, mi agua”, y luego muere. Y hay un cuento, un cuento de ambiente mitológico, siempre lo helénico atrajo a Lugones, “Los caballos de Abdera”, que es una de las páginas esenciales de las literaturas de lengua española. Y luego tenemos “Una cosmogonía en diez lecciones” [“Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones”], que no es menos original por el hecho de haber sido inspirada en la lectura de “Eureka” de Edgar Allan Poe.
Y luego aparece un libro, un libro cuyo título ya es un poema: Los crepúsculos del jardín. Imaginemos que hubiera que traducir este título y escribiéramos “Los atardeceres del vergel”, porque Lugones se refería al crepúsculo de la tarde, no el que el crepúsculo de la mañana; sino a eso crepúsculo que los rabinos llamaban “crepúsculo del cuervo” en oposición al crepúsculo matinal, al “crepúsculo de la paloma”.
Pues bien, supongamos que en lugar de Los crepúsculos del jardín tuviéramos “Los anocheceres del vergel” o, peor aún, “Las tardes de la granja…” Todo habría desaparecido. Veamos la delicadeza que hay en ese esdrújulo: Los crepúsculos del jardín. Una palabra, unas cuatro palabras que uno se pasaría la vida repitiendo y no gastando.

Y recordemos algunos versos contenidos en ese libro, cuando habla, por ejemplo, de “esa luz de las tardes mortecinas, en el agua pacífica perdura”. Es curioso que Lugones, que en cierto modo descubrió las posibilidades poéticas del adjetivo pacífico, lo usó, que yo recuerde, una sola vez en otro poema y que hablando, creo que de su madre, habla de “sus pacíficas trenzas de señora”.
Y llegamos así a un libro, no diré el mejor libro de Lugones, pero sí el libro más característico de Lugones; y ese libro, El lunario sentimental, causó un escándalo que todavía recuerdo personalmente. Se publicó en 1909 y no era ya un libro modernista; era otra cosa.
Cuando Lugones escribió Los crepúsculos del jardín, había leído, evidentemente, a Albert Samain; pero en las últimas páginas hay un poema, el cual está prefigurado en El lunario sentimental. Y en El lunario sentimental de 1909 hay un prólogo polémico y voy a detenerme en ese prólogo; en ese prólogo que incluía una suerte de programa revolucionario.
Ahora bien, Lugones en Las montañas del oro había mencionado a esos cuatro grandes poetas: Homero, Dante, Whitman y Hugo, y en el prólogo de El lunario sentimental desaparece sin duda voluntariamente un nombre, el nombre de Whitman. Y esto se debe no a que Lugones hubiera dejado de admirar a Whitman sino que Lugones había llegado a la convicción de que la rima es un elemento esencial del verso moderno, por lo menos para los idiomas romances. De suerte que se atuvo a la mención de los otros tres nombres.
Lugones en este prólogo propone una triple renovación de la poesía española y empieza estudiando el caso de los metros. Dice, usando la terminología darwinista de la época, que los metros, aceptados por todo el mundo, corresponden al “survival of the fittest”, a la supervivencia de los más aptos, y son ciertamente respetables como organismos triunfantes. Pero recuerda lo que muchos suelen olvidar… Es decir que lo que se llama tradición está constituida por una serie de innovaciones que luego, a su vez, integran las revoluciones.
Lugones era muy amigo del gran poeta boliviano Ricardo Jaime Freire, que fue acaso el primero que ensayó en español temas de la mitología escandinava en su Castalia bárbara. Jaime Freire había publicado un estudio, un estudio completado después por Henríquez Ureña, sobre la versificación española y ahí se señala cómo el mismo verso octosílabo, tan natural al parecer, vacila y tropieza en los primeros romances.
Y ahora me permitiré intercambiar un recuerdo personal en esta conversación o conferencia. Yo era amigo de un payador, es decir de un poeta popular del suburbio de Buenos Aires, que había sido amigo de Evaristo Carriego, primer espectador del suburbio de Buenos Aires; estaba orgulloso de esa amistad, y que era capaz de improvisar pésimamente e interminablemente versos octosílabos. Tenía el oído hecho para el octosílabo; leía los alejandrinos y los endecasílabos de Carriego como si fueran octosílabos excesivos y mal medidos. Leía tratando de admirarlos, ya que había sido amigo de Carriego y luego, con cierta lástima, me decía: “Como usted ve el mozo, como usted ve el mozo no se esmeraba”, porque creía que los alejandrinos de Carriego eran octosílabos mal medidos.
Y lo mismo sucedió, lo recuerda Lugones, con aquellos literatos españoles (Cristóbal de Castillejo y otros) que se indignaron con el endecasílabo, que lo encontraron demasiado largo. Y lo mismo ocurrió después con quienes opusieron al nombre de Góngora el nombre de Garcilaso; como si Garcilaso hubiera sido posible…, como si Góngora hubiera sido posible, quiero decir, sin Garcilaso.
Es decir, las revoluciones cuando son genuinas son fecundas, porque todas ellas enriquecen la tradición.
Lugones escribió su Lunario sentimental en lo que es un retórico llamaría silvas; salvo que hay versos tan extensos y de método tan nuevo que todavía no se ha inventado una palabra para ellos. Introdujo, además, como Rubén Darío lo había hecho, una música nueva en el idioma español y esto debemos agradecerlo.
Por ejemplo, “ligero sueño de los crepúsculos, suave como la negra madurez del higo, sueño lunar que se goza consigo mismo, como en su propia ala duerme el hada”. Todavía no estamos del todo acostumbrados a pronunciar versos y que ahí está delectación morosa, podríamos decir, “como en su propia ala duerme el hada”. Y que sin embargo llevan una nueva música al español.
Podría decirse que todo esto procede en parte de Verlaine, como Las montañas del oro habían procedido en parte de Hugo y acaso es parte de Almafuerte. Pero esto es del todo injusto; la obra de Hugo, la obra de Almafuerte, la obra de Verlaine, estaban al alcance de todos. Sin embargo, nadie escribió versos como estos o como aquel verso inolvidable de Rubén Darío: “La princesa está pálida en su silla de oro”; o como haciendo versos de Jaime Freire: “Peregrina paloma imaginarla que enardece los últimos amores, alma de luz, de música y de flores, peregrina paloma imaginaria”.
Y tomemos un caso hipotético. Todos, creo, conocemos y gustamos la belleza de la poesía inglesa o de la belleza alemana y, sin embargo, si uno de nosotros pudiera escribir con palabras españolas un poema de música inglesa o alemana, sería, creo, no menos importante que Darío o que Lugones.
La poesía española había decaído, convenía renovarla, y esa renovación iniciada por Rubén Darío, fue tan vasta que nombres que para un francés serían antagónicos, podían unirse en español. Quiero decir que cuando Darío escribe con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, no está buscando un fácil contraste. Ambas cosas eran ciertas y, sin embargo, en Francia o en Bélgica, quienes admiraban a Verlaine solían abominar de Hugo. Y Verlaine, que empezó siendo parnasiano como Valencia, llegó a ser simbolista y sin duda pensó en sus primeros versos parnasianos o semiparnasianos como algo que había dejado atrás.
Pero dentro de la poesía española, fue necesario introducir casi a un tiempo, estas diversas revoluciones y evoluciones de la poesía francesa.