En marzo de 1921, la familia Borges arriba a Buenos Aires después de residir durante siete años en Europa, especialmente en Suiza y el último periodo en España. Fue en territorio español, en Mallorca, Sevilla y Madrid, donde el joven Jorge Luis se vinculó a las vanguardias literarias, adscribiendo en específico al ultraísmo.
Queda deslumbrado por la ciudad porteña que lo ha visto nacer y crecer, y que en poco tiempo ha evolucionado de una aldea a la gran metrópoli que lo recibe de regreso. En dos años escribe varios poemas que recopila para Fervor de Buenos Aires, publicado a mediados de 1923: apenas 300 ejemplares de un pequeño volumen de 14 por 19 centímetros, con un grabado de su hermana Norah en la portada.
El 27 de julio de 1923 vuelve a partir con su familia a España, regresando un año más tarde y encontrándose con que se había ganado una importante reputación como poeta.
Arquitectónica y económicamente, la ciudad ha evolucionado para ponerse a la altura de cualquier capital europea o norteamericana, pero sus intelectuales parecen haberse rezagado. El modernismo sigue en boga, y su principal exponente es Leopoldo Lugones, nacido el 13 de junio de 1874 en Córdoba, pero con carrera literaria en Buenos Aires, donde sentó residencia en 1896.

Se vinculó a la crema y nata de la intelectualidad porteña, como José Ingenieros, Alberto Gerchunoff y Roberto Payró; también al nicaragüense Rubén Darío, quien lo introdujo al modernismo.
En 1905 apareció su narrativa más popular, La guerra gaucha, a la que siguieron colecciones de cuentos como Las fuerzas extrañas, en 1906, y su poemario más célebre: Lunario sentimental, en 1909. En 1915 asumió como director de la Biblioteca Nacional de Maestros, una de las más importantes de la época, y en 1924 recibió el Premio Nacional de Literatura.
Cuando Borges retorna definitivamente a Buenos Aires, se encuentra con este prócer viviente a quien se le adjudican varios títulos: adalid del modernismo argentino, primero en usar el verso libre en la literatura hispánica y hasta precursor de la narrativa fantástica. Él, que se ha formado en Europa y en las vanguardias literarias, se enfrenta a una literatura que —según su perspectiva— no ha progresado en igual medida que la ciudad porteña.
Con excepción de outsiders como Macedonio Fernández —amigo heredado de su padre—, la chatura intelectual que lo rodea parece abrumar al joven Borges, quien se rebela desde su presunta superioridad literaria y cultural. Colabora con revistas literarias y solo en 1925 publica Luna de enfrente e Inquisiciones, y al año siguiente El tamaño de mi esperanza, para constituirse en referente de la novísima vanguardia.
Sin embargo, no logra lo que al parecer ansía: la aprobación de la intelectualidad y mucho menos y en particular, la del literato modélico y ejemplar, el ya célebre Lugones. Por cierto, se dice que el autor de numerosos poemarios y ensayos era nada tolerante con las nuevas generaciones, mucho menos con advenedizos recién llegados que amenazaran su preeminencia literaria o política.
Y de hecho se cuenta que, en 1922, cuando Borges visitó a Lugones junto a Eduardo González Lanuza, para entregarle el segundo y último número de la revista mural Prisma, sufrió un nada velado desprecio por parte del campeón intelectual.

Como al propio Borges le ocurrió en vida, en el primer tercio del siglo XX Lugones era la figura literaria y cultural con la cual las nuevas generaciones debían medirse, el “padre” a quien “matar…” Y así actuó el poeta que surgió casi de la nada con Fervor de Buenos Aires, sobre todo tras sufrir los desaires a los que el autor de Lunario sentimental tenía acostumbrados a quienes pretendían vanamente su venia.
En efecto, entre Borges y Lugones existe desde el principio una relación tensa y conflictiva: entre el poeta consagrado y más reconocido del país, y el neófito que, de hecho, publica libros con reminiscencias lugonianas… Un resentimiento mutuo y perdurable que se expresará en el joven Borges a través de textos cargados de clara malevolencia hacia la obra del “decadente” prócer…
En enero de 1926, Borges publica en la revista Inicial una insidiosa reseña (ese mismo año recopilada en El tamaño de mi esperanza) del poemario Romancero, que Lugones había dado a conocer en el 24: “Muy casi nadie, muy frangollón, muy ripioso, se nos evidencia don Leopoldo Lugones en este libro”.
Y cita los siguientes versos de “Chicas de octubre”, poema incluido en ese libro:
“Ilusión que las alas tiende
En un frágil moño de tul,
Y al corazón sensible prende
Su insidioso alfiler azul.”
Para sentenciar sobre ellos: “Esta cuarteta indecidora, pavota y frívola, es un resumen del Romancero. El pecado del libro está en el no ser; en el ser casi libro en blanco, molestamente espolvoreado de lirios, moños, sedas, rosas y fuentes y otras consecuencias vistosas de la jardinería y la sastrería; de los talleres de corte y confección, mejor dicho”.
“El Romancero es muy de su autor. Don Leopoldo se ha pasado los libros entregado a ejercicios de ventriloquía y puede afirmarse que ninguna tarea intelectual le es extraña, salvo la de inventar (no hay una idea que sea de él: no hay un solo paisaje en el universo que por derecho de conquista sea suyo. No ha mirado ninguna cosa con ojos de eternidad)”.
“Hoy, ya bien arrimado a la gloria y ya en descanso del tesonero ejercicio de ser un genio permanente, ha querido hablar con voz propia y se la hemos escuchado en el Romancero y nos ha dicho su nadería. ¡Qué vergüenza para sus fieles, qué humillación!”
Pero no basta esta reseña para la descalificación general del “maestro” que en toda la línea intenta el joven autor, todavía un aprendiz de intelectual que publica textos y libros de los que más tarde renegará. También en 1926, pero para la edición del 8 de julio de la revista Martín Fierro, Borges escribe no ya una crítica sino una virulenta y humillante burla, que concluye con los siguientes versos:
“Se hundieron los cielorrasos,
Creparon los bandoneones;
El azar jugó a la taba;
Zarathustra y los mormones
Trocaron el astrolabio
En un casal de sifones;
Y todos: el Caballero,
El ermitaño, sus leones,
Los trenqueláuquens asados
Y el reloj de Plaza Once,
Oyeron que en su agonía
Dijo el Caballero a Borges:
—¡Qué malo es el ‘Roman-Cero’
De Don Leogoldo Lupones!”
Ante semejante e injuriante brulote, Lugones llega al hartazgo y su reacción no se hace esperar. Más que un literato, prócer digno del pulido bronce, estalla de furia contra el advenedizo que se atreve a enfangar su inveterada gloria, vociferando insultos desde el despacho en la Biblioteca del Maestro. Y si Borges y sus contemporáneos buscaban “matar” metafóricamente a Lugones, este se propone matar literal, lisa y llanamente, al novato, a quien ha identificado como enemigo a vencer.
Y a través de este combate a muerte, ocurre lo que nos trae a nuestros días: Borges comienza a ubicarse en la centralidad cultural argentina, espacio que no abandonará por lo que resta del siglo. Durante semanas, Lugones planea cómo desafiarlo a duelo con espadas, que maneja casi como experto, o en su defecto con pistolas. Su honor está en juego.

Pero amigos y allegados convencen al maestro de que aquello no sería un duelo sino una ejecución, teniendo en cuenta los serios problemas en la vista que comienza a sufrir Borges, heredados de su progenitor. La venganza se traduce entonces ninguneando al joven poeta y a su obra con el poder que su prestigio le otorga, a través de todos los medios disponibles, lo que realimenta la inquina borgeana.
Como ensalzar a Ricardo Güiraldes, que en el 26 ha publicado su célebre Don Segundo Sombra, en contraposición al autor del decididamente lugoniano Luna de enfrente, quien apunta convertirse en su sucesor en el pedestal.
En los años siguientes, las rispideces no menguan, lo que se hace notable en los encuentros personales del pequeño círculo intelectual porteño del que ambos forman parte. En 1928, Lugones funda y preside la Sociedad Argentina de Escritores, integrada por autores ya consagrados, como Horacio Quiroga, nombrado primer vicepresidente de la entidad. También son de la partida Manuel Gálvez, Baldomero Fernández Moreno, Ricardo Rojas, Enrique Banchs, Leónidas Barletta, Arturo Capdevila, Ezequiel Martínez Estrada y Borges como vocal, entre otros.
Cuando la comisión se reúne para tratar temas de interés común, rara vez se dirigen la palabra y si eventualmente cruzan miradas, la tensión entre ambos es evidente. De hecho, Borges recién obtendrá el reconocimiento de sus pares en 1944, a la salida de Ficciones, cuando se otorga por primera vez el Gran Premio de Honor de la SADE.
Su maestro-enemigo lleva seis años muerto. La guerra personal de solo dos contendientes, como es lógico, concluye con la muerte de uno de los beligerantes.
El 18 de febrero de 1938, Leopoldo Lugones se quita la vida ingiriendo cianuro en una habitación del recreo del Delta de San Fernando, llamado El Tropezón. Con 63 años, atravesaba una profunda depresión al momento de quitarse la vida, pero nada de literario había en esa terminante decisión. Su hijo “Polo”, jefe policial recordado por introducir la picana eléctrica como medio de tortura, lo presionaba para que cesara el romance que mantenía con una joven exalumna.
En aquel 1938 había dado a imprenta el poemario Romances del Río Seco y avanzaba con la biografía de Roca.
En conmemoración de su nacimiento, el 13 de junio fue declarado en la Argentina como Día del Escritor. Y en memoria del natalicio de Borges, cada 24 de agosto se celebra el Día del Lector. Justicia para ambos.
Las heridas del sobreviviente comienzan a cerrar y luego a sanar… Mucho más cuando su estética y su obra evolucionan desde la vanguardia que terminará repudiando, en la dirección que el Lugones modernista había marcado.
Dicho de otro modo: los versos de Borges se parecen más a la mejor poesía lugoniana que a los del ultraísmo borgeano de los primeros años, cuando pretendía “matar” al maestro. Por eso no es raro que, en la necrológica publicada en la revista Sur, asegure Borges: “Decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma, es decir la estricta verdad y es decir muy poco”.
Siguen décadas de dedicatorias y conferencias sobre el insigne escritor argentino y le dedica varios escritos que en 1955 son reunidos en un libro con título explícito: Leopoldo Lugones. “Yo afirmo que la obra de los poetas de Martín Fierro y Proa, toda la obra anterior a la dispersión que nos dejó ensayar o ejecutar obra personal, está prefigurada, absolutamente, en algunas páginas del ‘Lunario’ (…) Fuimos los herederos tardíos de un solo perfil de Lugones”.

Es justamente en la década de 1950 y la siguiente cuando le dedica partes o conferencias completas, quizá fustigando La guerra gaucha pero exaltando su poesía, especialmente el Lunario sentimental. Y en “Agosto 25, 1983”, compilado en La memoria de Shakespeare, a través de “el otro” Borges parece aludir a su maestro, o al menos utilizarlo como espejo para imaginar su propia muerte.
En este cuento, el narrador joven enfrenta a un yo anciano que ha bebido veneno en la habitación de un hotel en Adrogué. Ese encuentro es el “último sueño” del suicida, y tras relatarle el que será su futuro literario, el anciano muere. El joven huye de la habitación y la materialidad de la pesadilla se desmorona tras sus pasos.
El vínculo de Borges con Leopoldo Lugones estuvo signado por la relación maestro-alumno a la que el autor Ficciones se subsumió desde un principio, incluso con subyacente o pública rebeldía. “Yo sólo soy un tardío discípulo de Lugones, en mi país, que fue, a su vez, un tardío discípulo de Poe”, asegura Borges en entrevista de 1985.
Y en el libro Borges a contraluz, publicado por Emecé en 1986, Estela Canto confirma que Borges “quería parecerse a Lugones porque éste era el poeta de moda entre los escritores jóvenes de entonces”. “Como Lugones, cantó a las lunas suburbanas, a patios, a las novias nostálgicas. Estaba prisionero en el damero interminable de Buenos Aires y creía que nunca iba a salir de él”, asegura quien fuera novia del escritor a mediados de la década de 1940.
Fue, quizá, con aquel prólogo a El hacedor que Borges pudo saldar las cuentas pendientes con él, como en una especie de redención pretendidamente ficcional. Fechado el 9 de agosto de 1960, ese prólogo se titula simplemente “A Leopoldo Lugones”, una sentida dedicatoria al maestro fallecido en 1938.
Trata de un encuentro onírico en la Biblioteca Nacional de Maestros —dirigida por Lugones desde 1915 hasta su muerte—, donde Borges le entrega un libro suyo, esperando aprobación. Borges eligió este texto para incluirlo en la producción fonográfica Jorge Luis Borges por él mismo. Sus poemas y su voz, publicado en 1967 por AMB de Buenos Aires, que reproducimos a continuación.
A LEOPOLDO LUGONES
Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio:
Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.
Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.

En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea está en la calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.
Sobre el sinuoso derrotero político de Leopoldo Lugones y para finalizar, nos limitaremos a citar una entrevista donde Borges lo resume sumariamente:
“He hablado siempre de Lugones… Ahora está casi deliberadamente olvidado porque como comenzó siendo anarquista, luego socialista, luego partidario de los aliados en la Primera Guerra Mundial, es decir, demócrata, y luego se convirtió al fascismo, la gente lo juzga por esa última posición política suya”.
“Pero él jamás medró en alguno de esos cambios y era un hombre muy recto… Juzgar a un escritor por sus ideas políticas es frívolo y superficial”.