Ya nadie lee a ELENA GARRO

Elena Garro todavía es una incógnita para la gran mayoría de los lectores, que a la hora de la literatura latinoamericana suelen recordar a los autores del “canon” que parió el Boom. Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa o Augusto Roa Bastos, entre otros —todos varones, como se aprecia—, se imponen en la consideración del público, sin vacilaciones.

Sin embargo, los mencionados le deben tanto a Juan Rulfo como a la propia Garro parte de la gloria que disfrutan: ambos son considerados pioneros de lo que dio en llamarse realismo mágico. Es decir —y por regla transitiva—, en precursores del Boom que convertiría a los literatos de América Latina en faros de la literatura universal.

Elena Garro: una biografía

Nacida en Puebla el 11 de diciembre de 1916, transcurrió su niñez en Iguala, Guerrero, y al finalizar los estudios secundarios ingresó a la carrera de letras en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue allí que conoció a la persona que produciría el primer cambio significativo en su vida personal y literaria: Octavio Paz, quien estudiaba derecho y hacía sus primeros trabajos como poeta.

También en la UNAM tuvo un fluido contacto con el teatro, incursionando en obras donde desarrolló sus aptitudes como actriz, bailarina y coreógrafa. En 1933 participó en el célebre cortometraje documental Humanidad, del Adolfo Best Maugard. 

Contrajo matrimonio con Paz y en 1937 viajaron juntos a España, donde se desarrollaba la Guerra Civil, para participar en Valencia del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Sobre los recuerdos de esa experiencia escribió Memorias de España 1937, libro publicado por el sello Siglo XXI en 1992.

Impedida de escribir poesía o narrativa por “sugerencia” de su esposo, Garro pasó poco más de dos décadas de vida bajo la férula de Paz. De hecho, tenía poco menos de 50 años cuando comenzó a publicar, si bien durante su asfixiante matrimonio escribió cuentos y bosquejó casi secretamente la que sería su deslumbrante narrativa.

No obstante, fueron obras teatro las primeras que hizo públicas en el segundo lustro de la década de 1950, como La muerte de Felipe Ángeles, Andarse por las ramas, Los pilares de doña Blanca, Un hogar sólido y La señora en su balcón.

Cuando se había ganado respeto en la dramaturgia mexicana, en 1959 se divorció de Octavio Paz. Esa separación fue otro de los hechos clave en la vida de Garro: pareció salir de la enorme sombra que proyectaba su esposo, quien ya había alcanzado celebridad como poeta y ensayista.

Ella señaló en entrevistas que, durante el matrimonio y bajo la presión de Paz, había carecido de libertad creativa, forzada a dedicar la mayor parte de su tiempo a la obra poética del marido. En los círculos literarios e intelectuales mexicanos no se la llamaba por su nombre sino como “la esposa de Paz”.

Una pareja que, al menos durante una década, era disfuncional también en otros sentidos: tanto él como ella mantenían romances extramatrimoniales desde finales de los años 40, lo que precipitó el divorcio. Entre 1949 y 1969, Elena mantuvo correspondencia con Adolfo Bioy Casares, quien expresó frases amorosas hacia la mexicana en partes de 91 cartas, 13 telegramas y tres tarjetas postales.

Durante la mitad de ese tiempo ambos estaban casados: ella con Paz y él con Silvina Ocampo, lo que no le impidió llamar “adorada” a Garro o expresarle: “No te asustes de que te quiera tanto…” En la fechada el 17 de octubre de 1951, remitida desde Montevideo, le dice: “Mi querida: Discúlpame que te haga leer las noticias de siempre: que te extraño, que estoy desolado”, y en otra la señala como “la persona que más quiero en el mundo, el centro de mi vida…”

Garro y Bioy se conocieron en París en 1949; volvieron a verse en la capital francesa en 1951 y en 1956 en Nueva York. Se dice que en todas las ocasiones compartieron encuentros íntimos… Pero no todo era romance: algunas cartas refieren al rol de Garro y Paz como agentes literarios de Bioy en Francia y a la traducción al francés de ‘La invención de Morel’ por Armand Pierhal.

Más allá de esos devaneos, Garro y su obra fueron prácticamente borrados del mapa a partir de su posición respecto a la Masacre de Tlatelolco. Después de 1968 y durante décadas, su figura fue defenestrada y sus libros ocultados a la consideración pública, no pudiendo publicar y quizá tampoco escribir debido a la profunda depresión en la que se sumió.

No obstante, muchos críticos y especialistas instalan hoy su obra en un hipotético podio literario, a la altura de la de Rulfo, con quien es considerada iniciadora del realismo mágico. Su novela Los recuerdos del porvenir, publicada en 1963, y la colección de cuentos titulada La semana de colores, en 1964, asocian directamente a Garro a los inicios de la corriente explorada hasta el hartazgo en años siguientes.

Los recuerdos del porvenir

Ixtepec, narrador omnisciente y omnipresente, nos cuenta en Los recuerdos del porvenir su propia historia: la de un pueblo de casas bajas pintadas de blanco, con tejados resecos, y sus habitantes desposeídos de toda ilusión.

Pasan por las páginas de esta novela las vidas del despótico general Rosas y la misteriosa Julia; de Isabel Moncada y sus hermanos Juan y Nicolás, con la Guerra Cristera como telón de fondo. Personajes como el loco Juan Cariño, la beata Dorotea y el forastero Felipe Hurtado, que desata el conflicto, dan cuenta del destino trágico de gentes a quienes no les queda una pizca de esperanza.

Narración amargamente poética con justas dosis de magia —que la ubican como precursora del realismo mágico—, la novela nos muestra un friso de historias sombrías y aparentemente anodinas. “Una de las creaciones más perfectas de la literatura hispanoamericana contemporánea”, afirmó Octavio Paz sobre esta novela que en 1968 era llevada al cine por Arturo Ripstein.

La semana de colores

En los trece cuentos de La semana de colores, editado por la Universidad Veracruzana, Elena Garro regresa a la memoria como material moldeable en formas literarias. Formas autobiográficas que sirven a la autora para narrar un fondo profundamente mexicano, donde la pobreza y la corrupción se mezclan en iguales dosis con situaciones y paisajes fantásticos.

Narrando historias con personajes inmersos en momentos históricos o contemporáneos, a través de ellos busca desentrañar la condición humana con herramientas poéticas y mágicas que definen el estilo de la autora.

Como ha señalado la crítica, los personajes de Garro “son seres que se sumergen en un sueño para no regresar nunca a la vigilia”, inmersos en circunstancias bellas y al mismo tiempo inquietantes y aterradoras.

Relatos como “La culpa es de los tlaxcaltecas”, “El árbol”, “Nuestras vidas son los ríos” y el que da título al volumen, demuestran la lucidez narrativa y poética de la escritora mexicana y se ubican entre los mejores de la narrativa breve universal.

El ostracismo de Elena Garro

Como se advirtió, un hecho extraliterario —pero trágico y fundamental en la historia de México— sume a Elena Garro en el ostracismo por tiempo indefinido. La Masacre de Tlatelolco, ocurrida el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, donde fueron asesinados centenares de estudiantes, fue un hecho trascendente para su vida y su obra.

Significó su retorno a las sombras; más bien a una cerrada oscuridad que la sumió en la depresión y la pobreza y la forzó a un largo exilio personal, literario y cultural. Durante años, no se le perdonó haber acusado a la intelectualidad mexicana de instigar el movimiento estudiantil y las protestas de derivaron en muertos, heridos y detenciones masivas.

No conforme con acusar a sus pares, Garro manifestó públicamente su respaldo al presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien había ordenado la brutal represión al movimiento estudiantil. De hecho, en octubre del 68 envió un telegrama a Bioy Casares para pedirle su solidaridad con el gobierno mexicano, así como la de los intelectuales argentinos. Solo Borges, Manuel Peyrou y Bioy la enviaron.

En ese marco, fue blanco de una furibunda y sistemática campaña de difamación que no le impidió seguir defendiendo a Díaz Ordaz y al Partido Revolucionario Institucional, con el que simpatizaba. Cuenta Bioy en su Borges, que el lunes 14 de agosto de 1972, Elena lo llamó por teléfono desde México para lamentarse: “Lo único que me queda son ustedes dos, Borges y tú. Todos los demás son comunistas…”

Apenas semanas después de esa llamada, la escritora inició un largo y penoso exilio junto con su hija Helena, que la llevó por los Estados Unidos y luego a Europa.

El retorno

Elena Garro.

Su retorno al mundo literario ocurre tras ese tortuoso exilio, signado por la pobreza y el escarnio: publicó Testimonios sobre Mariana, su segunda novela, recién en 1981. A la que siguieron otras como Reencuentro de personajes (en 1982), La casa junto al río (1983), Inés (1995) o Un traje rojo para un duelo (1996), por mencionar solo algunos títulos.

Fue tras su fallecimiento en Cuernavaca el 22 de agosto de 1998, que Garro es “redescubierta” —por decirlo de algún modo— por la crítica, que sin embargo no pudo librarla de pesados apelativos como autora “maldita” o “de culto”. Tampoco de las consecuencias de la posición política que asumió en 1968… Por lo que vale parafrasear a Borges: juzgar una obra por las ideas políticas de su autor, es frívolo y superficial.

Así, ya iniciado el siglo 21, solo un acotado segmento del público accede a su obra, por lo que a pesar de los esfuerzos para vincularla a la masiva ola feminista no logra calar entre las masas lectoras, más allá del mundo académico.

Ni siquiera galardones como el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada o el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, ambos en 1996, reavivan el interés general por una obra que merece ser ubicada entre las mejores de la lengua castellana.

Un hecho que la propia Garro asumió siempre con culpa…

Para terminar, reproducimos el cuento casi inédito “El gato”.

EL GATO

Cuento de Elena Garro

Hacía ya quién sabe cuántos días que estaba yo enferma. Mi papá se me quedó mirando y dijo: «Pobre de mi hija, le compraré un gato antes de que se muera».

«Pero, Hermenildo, ¿de dónde vas a agarrar el dinero para ir hasta Almoloya a traerlo?», le contestó mi mamá. Y él nada más se quedó pensando, pensando. Y así se pasaron unos días y yo ya me andaba muriendo. Hasta que llegó la tarde en que dijo mi papá: «¡Mira los guajes!» y se subió a cortarlos. Hizo dos montones grandes en el patio. «Ándale, mi hija, ayúdame a escoger los más bonitos para ir a venderlos». Y entre mi mamá y yo escogimos los grandes y apartamos los chiquitos. «Llévate esto al corral», me dijo mi papá, y agarré los chiquitos y me fui con ellos al corral. De lo que allí vi, vine a darle cuenta.

—Papá, ahí está una lumbrera en el corral.

—No seas ingrata. ¿Quién va a querer meter la lumbre adentro de mi casa?

— Es don Sabino…

Y de seguro que era él, porque siempre andaba haciendo fogatas para hacer su cena.

—Anda, hija, ve a decirle que la apague.

Y me fui a llevarle su recado. Pero quién sabe por qué diría yo que era don Sabino, porque no lo había yo visto. Y llegué hasta el corral y tampoco lo vi. Pero allí estaba la lumbrera: redonda con las llamas tan doradas y las chispas volando como monedas.

—Don Sabino ya se fue, papá.

—Qué ingrato vecino tengo. ¿Y allí sigue su fogata?

—Sí, papá, y cada vez echa más chispas.

—¿Está chispeando? ¡Ora sí a ver si no nos arde la casa!

Y mi papá se fue para apagarla, pero al rato volvió.

—Sabes, Antonia, que no vi la lumbre.

—Pues allí está, ¿cómo que no la vio, papacito?

Y Hermelinda, mi mamá, se fue con él a buscar la lumbre. Y al rato volvieron juntos.

—Oye, hijita, ¿dónde está la lumbre?

Entonces a mí se me aflojaron las piernas. 

—¿Cómo que dónde? En el corral, mamacita.

Y entre los dos me agarraron de los brazos y casi me llevaron a rastras. Iba yo pensando: «Ora se van a enojar y no me compran mi gato antes de que yo me muera». Pero cuando llegamos al corral allí seguían las llamas, más fuertes que antes.

—¡Como les dije! ¿No la ven?

—¿En dónde? —Y los dos miraron para todas partes.

—¡Pues allí, en el mero centro!

—Ay, hijita, yo no veo nada.

—Ni yo tampoco —dijo Hermelinda.

—Mañana empieza Semana Santa.

—Como ya se va a morir ya puede ver el dinero —dijo mi papá muy triste—. Ojalá sea un muerto bueno el que se la lleve.

—Primero que pague el oro —dijo mi mamá. 

Yo nada más oía. Era cierto que el dinero solo se ve el día de la Santa Cruz y los días de Semana Santa.

—Oiga, papá, yo no quiero que me lleve el muerto, aunque sea muy bueno.

—A ti te escogió —dijo mi papá agachando la vista.

Apenas dijo eso cuando llegó el carro y cruzó las cercas sin tirarlas. Era un carro de otros tiempos, pues en todo Amatitlán nunca habría visto uno igual. Se metió al corral, y entonces vi que lo traía manejando un charro todo vestido de blanco. Se bajó y caminó con tanto gusto que sus espuelas venían repicando. Se acercó a la lumbre y me llamó con señas, pero yo no me moví, nada más me lo quedé mirando. «¡Ven! ¡Ven!» Y me hacía las señas cada vez más enojado.

—Dice que vaya, pero yo no quiero ir.

—¿Quién, hija? —me preguntó mi papá.

—Pues el charro, papá.

Y conforme me hacía señas cada vez más enojado pateaba las piedras enojado y sus espuelas repicaban más y más fuerte.

—No quiero ir, papacito.

Y me fui al aire porque me agarraron de los pelos y me levantaron. Dicen que apenas me alcanzó mi papá por los pies y a puro jalón me ganó. Yo sí recuerdo que en la mitad de mi cuerpo había uno como mecatito que a cada jalón parecía que se iba a tronar. Pero tanto y tanto jaló mi papá que por fin me llevó a mi cuarto.

—Aquí te quedas, Hermelinda, no nos la vaya a ganar. Para mañana a eso de las seis de la tarde llego de Almoloya con el gato, y tú ya tendrás al padrino.

—¿Y quién quieres que sea el padrino?

—A tu escoger lo dejo.

Y agarró todos los guajes y se fue.

Me quedé en la pieza y mi mamá, sentada en el petate junto a mí.

—¿Oíste cómo repicaban sus espuelas?

—No, hijita.

Luego me dormí y me salí gateando dormida. A pesar de que ya sabía yo caminar, pues andaba yo en los once años.

Mi mamá me agarró de los pies y arrastrando me llevó al petate. Parecía que nunca iba a volver mi papá.

A las seis de la tarde del otro día, llegó con el gato, los dulces y el escapulario. Fue a traer a don Sabino y a los niños y a los grandes para que estuvieran presentes. Don Sabino me sentó en el petate, me puso mi gato que era de lana bien tejida.

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