En el seno de una familia de origen judío, Flora Alejandra Pizarnik nace el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, localidad industrial ubicada al sur de la Ciudad de Buenos Aires, donde pasa una infancia signada por el asma y la tartamudez. Niñez todavía más ensombrecida por el fantasma del nazismo que entonces asolaba a Europa y se cernía sobre el mundo entero, cuyos horrores eran conocidos por la familia de origen ucraniano. Noticias del Holocausto que los Pizarnik reciben desde la lejana región natal de Rivne, donde son masacrados los familiares que no han emigrado a tiempo.

En la adolescencia se suman graves problemas de acné y la tendencia a subir de peso, por lo que comienza a consumir pastillas para mantenerse delgada debido a presiones del entorno familiar, sobre todo de su madre. Su autoestima se deteriora. Solo en su padre, Elías, parece hallar el consuelo a los periodos de angustia que la aquejan.
Simultáneamente se fascina con la literatura, al descubrir a autores como William Faulkner, Jean Paul Sartre y el existencialismo, y la poesía de Antonin Artaud, Jean Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire y Stéphane Mallarmé. Escribe sus primeros versos, inspirados especialmente en el surrealismo y en otro de sus poetas dilectos: Rainer Maria Rilke.
En su libro ‘Alejandra Pizarnik. Una biografía’, publicado por el sello Corregidor en 2005, Cristina Piña da cuenta de otros factores que destrozaron la autoestima de Alejandra en años de formación de la personalidad. Por ejemplo, las continuas comparaciones a las que era sometida con su hermana dos años mayor, Myriam: “delgada y bonita, rubia y perfecta según el ideal materno, que todo lo hacía bien y no tartamudeaba ni tenía asma ni montaba líos en el colegio”.
Su paso por la universidad
En 1953 termina los estudios secundarios y al año siguiente ingresa a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde profundiza su identificación con el surrealismo. De Filosofía pasa a la carrera de Periodismo, luego a la de Letras que complementa con Pintura en el taller de Juan Batlle Planas, para finalmente dejar inconclusos sus estudios formales en Buenos Aires. Al mismo tiempo, suma entre sus preferidos a autores como Marcel Proust, André Gide, Soren Kierkegaard, James Joyce, Blaise Cendrars, Henri Michaux, René Daumal y muchos otros.
La universidad le sirve para vincularse al mundo literario argentino y hasta mantiene sus primeras relaciones con el editorial. También se manifiestan los primeros signos agudos de depresión, y comienza a psicoanalizarse, lo que le abre las puertas al inconsciente, en el que indagará a través de su poesía.
Alejandra en París


Gracias al enorme esfuerzo económico de la familia, viaja a París, permaneciendo allí entre 1960 y 1964, donde realiza diversas tareas, especialmente como periodista y traductora de escritores franceses. Ahonda sus conocimientos en la vida y obra de Isidore Lucien Ducasse, también conocido como Conde de Lautréamont, quien será objeto de otro informe para este ciclo.
Mientras se maravilla con los atractivos de la capital de Francia, estudia historia de las religiones y literatura francesa en la Sorbona, al tiempo que entabla amistad con Julio Cortázar y Octavio Paz. Ellos son claves para que Alejandra comience a trabajar en la revista de la UNESCO: Cuadernos para la Libertad de la Cultura. El mexicano, entonces agregado cultural de la Embajada de su país en Francia, además prologa ‘Árbol de Diana’, nuevo poemario que refleja la madurez alcanzada por la autora.
Regreso a Buenos Aires

Por razones económicas no puede permanecer más tiempo en Europa y en 1964 retorna a Buenos Aires ya como consumada poeta, con cierto reconocimiento entre sus pares argentinos. Colabora periódicamente con diferentes medios, como el diario La Nación y la revista Sur, donde conoce a quien se convertiría en entrañable colega: Silvina Ocampo. Realiza junto a su amiga Ivonne Bordelois una extensa entrevista con Jorge Luis Borges, publicada en la revista venezolana Zona Franca, dirigida por el poeta y ensayista Juan Liscano.
Al año siguiente de su retorno expone dibujos y pinturas junto a Manuel Mujica Láinez, publica otro de sus libros más importantes: ‘Los trabajos y las noches’, y obtiene el Premio Municipal de Poesía.
La muerte de su padre, ocurrida el 18 de enero de 1967, la derriba emocionalmente: a contrapelo del resto de su familia, él había representado el cimiento sobre el cual se sostenía su frágil personalidad. También había financiado la publicación de sus primeros poemarios.
En sus ‘Diarios’ da cuenta de los oscuros sentimientos que la aquejan: “Muerte interminable, olvido del lenguaje y pérdida de imágenes. Cómo me gustaría estar lejos de la locura y la muerte”. Y anota más tarde en esos cuadernos publicados póstumamente: “La muerte de mi padre hizo mi muerte más real…”
En busca de la felicidad
En 1968 se muda al departamento de su pareja, la fotógrafa Marta Moia, buscando hallar el refugio que cree perdido para siempre; pero no puede escapar a la tristeza y aumenta su adicción a los barbitúricos recetados.

Ese mismo año aparece ‘Extracción de la piedra de la locura’, que acaba por consagrarla como una de las poetas más celebradas de la literatura argentina de su tiempo. Le conceden las becas Guggenheim en 1969 y la Fulbright en 1971, año en el que se publica como libro el que quizá sea su relato más conocido entre el gran público: ‘La condesa sangrienta’.
La última aparición pública
La última aparición pública de Pizarnik se produce en 1972, cuando en el Centro de Arte y Comunicación de Buenos Aires presenta el primer libro de poemas de su amigo Arturo Carrera. Estamos ante un volumen negro que habla de la muerte y de la presencia de los muertos…
Y allí está ella junto al autor y a Enrique Pezzoni, y la luz se convierte en cerrada penumbra cuando los altoparlantes reproducen la voz de Alejandra leyendo un fragmento de “Escrito con un nictógrafo”, que da título al poemario. Pero no es una mera lectura, sino una performance con la que la ya consagrada poeta da carnalidad a los versos de Carrera, oídos y palpados en la oscuridad por el auditorio. Se trata del único registro fonográfico conocido de la voz de Pizarnik…
Alejamiento y suicidio
En la década de 1970 se profundiza su alejamiento, especie de autoclausura que la sume en una vida sombría, como manifiesta en su diario personal. Y el año inicial de esa década es cuando lleva a cabo su primer intento de quitarse la vida. Al enterarse de ese episodio, Julio Cortázar le escribe una carta:
“No te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza —y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte”.

Pero la depresión se acentúa y es internada en el Hospital Pirovano, especializado en salud mental, de donde puede salir los fines de semana. Han pasado solo meses de su cumpleaños número 36 y de la última aparición pública: el lunes 25 de septiembre de 1972 muere debido una sobredosis intencional de Seconal.
La poesía de Alejandra Pizarnik
La obra de Alejandra Pizarnik se distingue por una profunda introspección, el uso de la metáfora y una constante exploración del silencio, la soledad, el vacío, el dolor y la muerte, haciendo palpables la melancolía y la angustia. Inspirada en el surrealismo y en el existencialismo, el subconsciente, los sueños y la fragmentación de la realidad a través de imágenes y atmósferas oníricas se ponen de manifiesto en su poesía.
En cuanto a su narrativa, destaca ‘La condesa sangrienta’, relato publicado originalmente en la revista Testigo entre enero y marzo de 1966, y en 1971 como libro por el sello Aquarius. Escrito a partir de textos de Valentine Penrose, escritora y artista francesa también vinculada al surrealismo, relata la legendaria historia de Isabel Báthory. Poderosa aristócrata húngara que en la Edad Media cometió más de 600 brutales asesinatos, presuntamente motivados en su obsesión por la belleza personal: según la leyenda, se bañaba en la sangre de sus víctimas, en su mayoría jóvenes mujeres.
Melancolía y depresión
Para terminar, reproducimos uno de los capítulos más reveladores —al menos para el autor de este informe— de ‘La condesa sangrienta’, que a un tiempo habla de Báthory, quien “padecía el mal del siglo XVI”, y de un aspecto crítico de la propia Pizarnik, que se mira en el espejo de la melancolía para develar la depresión que la acosó a lo largo de toda su vida.
EL ESPEJO DE LA MELANCOLÍA
…vivía delante de su gran espejo sombrío, el famoso espejo cuyo modelo había diseñado ella misma… Tan confortable era que presentaba unos salientes en donde apoyar los brazos de manera de permanecer muchas horas frente a él sin fatigarse. Podemos conjeturar que habiendo creído diseñar un espejo, Erzébet trazó los planos de su morada. Y ahora comprendemos por qué sólo la música más arrebatadoramente triste de su orquesta de gitanos o las riesgosas partidas de caza o el violento perfume de las hierbas mágicas en la cabaña de la hechicera o —sobre todo— los subsuelos anegados de sangre humana, pudieron alumbrar en los ojos de su perfecta cara algo a modo de mirada viviente. Porque nadie tiene más sed de tierra, de sangre y de sexualidad feroz que estas criaturas que habitan los fríos espejos. Y a propósito de espejos: nunca pudieron aclararse los rumores acerca de la homosexualidad de la condesa, ignorándose si se trataba de una tendencia inconsciente o si, por lo contrario, la aceptó con naturalidad, como un derecho más que le correspondía. En lo esencial, vivió sumida en su ámbito exclusivamente femenino. No hubo sino mujeres en sus noches de crímenes. Luego, algunos detalles, son obviamente reveladores: por ejemplo, en la sala de torturas, en los momentos de máxima tensión, solía introducir ella misma un cirio ardiente en el sexo de la víctima. También hay testimonios que dicen de una lujuria menos solitaria. Una sirvienta aseguró en el proceso que una aristocrática y misteriosa dama vestida de mancebo visitaba a la condesa. En una ocasión las descubrió juntas, torturando a una muchacha. Pero se ignora si compartían otros placeres que los sádicos.
Continúo con el tema del espejo. Si bien no se trata de explicar a esta siniestra figura, es preciso detenerse en el hecho de que padecía el mal del siglo XVI: la melancolía.
Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia. Éste quisiera liberar al prisionero, pero cualquier tentativa fracasa como hubiera fracasado Teseo si, además de ser él mismo, hubiese sido, también, el Minotauro; matarlo, entonces, habría exigido matarse. Pero hay remedios fugitivos: los placeres sexuales, por ejemplo, por un breve tiempo pueden borrar la silenciosa galería de ecos y de espejos que es el alma melancólica. Y más aún: hasta pueden iluminar ese recinto enlutado y transformarlo en una suerte de cajita de música con figuras de vivos y alegres colores que danzan y cantan deliciosamente. Luego, cuando se acabe la cuerda, habrá que retornar a la inmovilidad y al silencio. La cajita de música no es un medio de comparación gratuito. Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya “la farsa que todos tenemos que representar”. Pero por un instante —sea por una música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia—, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes.
Al melancólico el tiempo se le manifiesta como suspensión del transcurrir —en verdad, hay un transcurrir, pero su lentitud evoca el crecimiento de las uñas de los muertos— que precede y continúa a la violencia fatalmente efímera. Entre dos silencios o dos muertes, la prodigiosa y fugaz velocidad, revestida de variadas formas que van de la inocente ebriedad a las perversiones sexuales y aun al crimen. Y pienso en Erzébet Báthory y en sus noches cuyo ritmo medían los gritos de las adolescentes. El libro que comento en estas notas lleva un retrato de la condesa: la sombría y hermosa dama se parece a la alegoría de la melancolía que muestran los viejos grabados. Quiero recordar, además, que en su época una melancólica significaba una poseída por el demonio.