LA MUERTE AJENA, novela de Claudia Piñeiro [tres primeros capítulos]

PRIMERA PARTE
HERMANAS

When everyone you thought you knew
Deserts your fight, I’ll go with you
You’re facing down a dark hall
I’ll grab my light and go with you.

“My blood”, TYLER JOSEPH Y JOSH DUN
(Twenty One Pilots)

Capítulo 1

Amanece, siempre amanece. Tal vez, por esa razón, Verónica Balda no presiente el abismo. Abismo o bisagra o sismo o cataclismo, cualquiera de esas palabras, aunque no son equivalentes, podrían describir lo que le espera. Sismo, elijamos sismo. O terremoto, con sus cuatro sílabas contundentes. Terremoto. Ella no sabe, no hay inquietud, no hay dolor en la boca de su estómago, ni siquiera cosquilleo. No hay instinto premonitorio: ese que hace que hormigas, ratas y otros animales abandonen el territorio que será devastado, mientras los humanos siguen de fiesta sin advertir nada, sin oler en el aire la catástrofe, sin el saber de otras especies. Sólo sueño como cada mañana; sueño es lo único que ella siente, por ahora. ¿Por qué habría de sospechar algo inusual si el mecanismo del universo se repite y el sol se presenta por la mañana? Su vida antes y después del terremoto.

Siempre creyó que a cada persona el destino le tiene reservado uno o dos en la vida. Ni más, ni menos. Más sería un exceso. Menos, un tedio. Y a ella no sólo la había abandonado su padre en la adolescencia, sino que un cáncer fulminante se había llevado a su madre, un tiempo después, cuando Verónica tenía apenas veintitrés años. Dos terremotos. Así que, en esta mañana, en la que amanece como cada día, su cuota de catástrofes personales se encuentra cubierta. Y en cuanto al tedio, aburrida no está. O sí, pero no es consciente. Para más confusión, si cabía alguna posibilidad de advertir el peligro, esa posibilidad se termina de esfumar cuando los rayos de sol empiezan a tomar altura y rebotan contra los últimos pisos de los edificios más altos de la ciudad, del otro lado del parque. Esa luminosidad, Verónica cree, le promete un día perfecto.

¿Será? Será, se pregunta y responde en un mismo acto.

Ilusa Verónica.

…..

Buenos Aires, la ciudad donde vive desde que nació, apenas parece enterada de que ya empezó el día para muchas de las personas que circulan por sus calles. O, al menos, el barrio dormido que ella transita. A esta hora, Palermo es un estanque quieto, casi inmóvil, silencioso; Verónica lo observa a través de la ventanilla del taxi que la lleva de su casa a la radio, mientras se toma unos minutos de relax antes de buscar en la cartera su teléfono para empezar a contestar mensajes. Sabe que ya tendrá varios. El de Analía Pastor, la productora del programa, anunciando las que se supone serán las noticias más importantes del día. El audio del dueño de la radio, Esteban Manrique, felicitándola por los últimos ratings que no sólo la posicionan como la periodista más escuchada en su franja horaria, sino de toda la programación de la emisora, lo que la hace merecedora de elogios y de envidias por partes iguales. El “buen día, amor” de Pablo, que se despierta irremediablemente unos minutos después de que Verónica deja la casa, se siente culpable por no haberse levantado para compartir el desayuno apurado que ella toma cada mañana, manda el mensaje que alivia esa culpa y sigue durmiendo.

Cinco años después de haber pasado del periodismo gráfico al radial, Verónica Balda aún se recrimina que, cuando dejó el diario, no sopesó a conciencia los pros y los contras de un cambio que, no lo niega, era necesario. Quince años en una redacción frenética, en una sección frenética —Política—, en un país frenético, en un medio con una frenética línea editorial —que a menudo ella no compartía— la hicieron cansarse y hasta desconfiar de aquello que la había entusiasmado en sus primeros tiempos de periodismo. Ni hablar del sueldo, cada vez más miserable y que de ningún modo compensaba con aquel premio Rey de España al periodismo que había ganado años atrás, y del que, por inseguridades propias y sospechas de otros, nunca terminó de sentirse enteramente dueña. Cómo no comprenderla. Sin embargo, la libertad que le da la radio, por lo menos esa radio para la que trabaja, no impide que cada mañana reniegue de ella, haciéndose reproches que pueden suponerse menores pero, a la vez, irrebatibles. En especial, y considerando su biorritmo, se maldice por no haberle dado la importancia debida al hecho desolador de tener que levantarse de madrugada, sin luz natural en casi todo el año, para sumergirse en una ciudad desierta y dormida. Verónica Balda no puede entender cómo no le otorgó el peso necesario a un detalle que hoy juzga determinante. A esta hora su humor no se enciende, el termostato no le funciona bien, siempre se abriga de más o de menos, desayuna a las corridas, si es que puede llamarse desayuno a beber un café que le quema la garganta y morder una barra de cereal ultraprocesada, de las que compra Pablo a pesar de que ella las detesta, o una porción de pizza fría, restos de la cena que le entusiasman más que la barra de cereal, aunque le caen peor.

Una sirena que aúlla, desenfrenada, la saca de sus pensamientos. No es que la asombre, ni siquiera tan temprano. La ciudad aturde con el ulular de sirenas a toda hora, algunas veces innecesariamente, cree; ella está cansada de batallar en su programa contra la contaminación sonora que a nadie parece importarle. Ni esa contaminación, ni ninguna otra cuando toca ciertos intereses. “Para gran parte de los oyentes lo ambiental no es prioridad, por más que esté de moda; para algunos, la causa ni siquiera entró en su radar”, le contestó su jefe en una reunión de producción general en la que Verónica propuso una serie de notas con un experto para hablar del asunto. Y por más que ella esté convencida de que no es así, sabe que insistir no la llevará a ninguna parte, porque no se trata de que Manrique esté equivocado o desinformado, sino de sus compromisos comerciales con empresas que compran publicidad en el programa. Money, money, money. La sirena que suena esta mañana en particular, además, es persistente y desacoplada; Verónica apuesta a que se trata de la de un camión de bomberos. Se equivoca, como cuando aceptó la promesa de que sería un lindo día. Lo sabrá muy pronto, porque el ulular se acerca y, antes de que el taxista pueda doblar en la avenida, tal como le permite la luz verde del semáforo, una ambulancia pasa a toda velocidad en sentido contrario. Detrás, un coche de policía; y detrás, otro. No era un camión de bomberos. Tampoco una sirena, sino tres, por eso el desacople.

Hoy los chorros se despertaron temprano, dice el taxista.

Y de inmediato enciende la radio. El hombre busca un noticiero que confirme y agregue detalles a lo que acaba de asegurar, pero a esa hora aún no arrancó la programación habitual en casi ninguna emisora. Después de ir y venir un par de veces por el dial, se da por vencido y la apaga. Verónica, ahora sí, revisa su teléfono. Responde con emojis al mensaje de Pablo, los primeros que le aparecen: beso, corazón, sonrisa, fuego, dedo pulgar hacia arriba, los que pone siempre. Abandona fastidiada el audio de su jefe, porque, no bien arranca, otra vez la llama “Beba”, un apelativo que él considera cariñoso y ella ofensivo. Según Manrique, surge de juntar las primeras letras de su nombre y su apellido; asegura que dice Veba y no Beba. Pero resulta difícil comprobarlo en un país donde la fonética de la b labial y la v dental es la misma. Verónica ya se lo reprochó alguna vez, pero el hombre se la quedó mirando como si no entendiera. “¿Que yo hice qué?”, dijo, y ella prefirió no perder tiempo en explicarle más. Por eso es que Verónica no le contesta cuando él la nombra de ese modo y apuesta a que Manrique, a la larga, se dará cuenta de qué es lo que provoca con su insistencia. Errada Verónica, otra vez.

Chequea Twitter —se resiste a llamarlo X, su nuevo nombre—, borra los spam que le entraron al mail, pasa por Instagram pero se aburre enseguida y lo cierra. La penetrante fragancia de un desodorante de ambiente —que el taxista lleva en un dispositivo junto a la palanca de cambios— empieza a molestarle. Baja unos centímetros la ventanilla para que entre un poco de aire y deja que su vista se pierda en lo que la ciudad le ofrece. Dos encargados de edificios vecinos conversan mientras baldean la vereda, y Verónica se pregunta hasta cuándo se gastará tanta agua en esa ceremonia diaria. Desde un camión descargan gaseosas en el bar donde suele ir los fines de semana cuando quiere leer al sol. Una pareja pasa corriendo en dirección al parque, en el que seguramente completará su rutina de ejercicios. Antes de llegar a la próxima esquina, el taxi se detiene para darle paso a una mujer que cruza en medio de la cuadra, una mujer que pasea a su perro y llora. ¿Llora? Verónica está segura de que sí. Es más, se imagina que debe haber llorado toda la noche, que el insomnio y el llanto la arrojaron a la calle demasiado temprano. Gira la cabeza hacia la ventanilla contraria y luego hacia el parabrisas trasero para seguirla con la mirada. La mujer se pierde a la vuelta de la esquina. Verónica espanta la pena que le apareció de repente y que ella se permitió sentir con la excusa de la mujer que llora. Cuando está por leer el sumario que le mandó Analía, entra un nuevo mensaje de su productora con la advertencia: “Leé éste”. La última noticia del listado le confirma que el taxista prejuzgó: la ambulancia y los coches de policía no van al encuentro de ladrones, sino de una mujer que agoniza después de caer del quinto piso de una torre en el barrio de Recoleta, a metros de la Avenida del Libertador. La misma avenida por la que ahora ella se desplaza en ese taxi con olor a lavanda, pero en sentido contrario. Entiende que el hecho haya sido incluido en el sumario y acepta que deberá mencionarlo en algún momento de la transmisión, aunque considera que, si bien se trata de una nota de alto impacto, no hará falta darle demasiado espacio en su programa, para el que prefiere otro tipo de contenido. Lejos del frenesí de la redacción, en la radio, Verónica Balda sigue siendo una periodista política. Y la nota que le proponen en el sumario no parece adecuada para su estilo. Todavía. Tercer error de la mañana.

Entra al edificio de Radio News & Folks, sacudiendo su modorra y acomodando los huesos de la espalda con un movimiento amplio que no se ocupa de disimular. Desliza la tarjeta en el lector, la barrera se levanta, y ella avanza.

Buenos días.

Buenos días, le contesta el recepcionista.

En el espejo del ascensor se acomoda el pelo y se saca restos de maquillaje de los lagrimales. Las transmisiones de streaming dieron por tierra con esa ventaja superlativa que, hasta hacía poco, tenía la radio sobre otros medios: poder ir a trabajar vestida como una quisiera, incluso en pantuflas. Ahora a Verónica le reclaman el uso de ciertos colores y le cuestionan otros, sin dignarse a pagarle un vestuarista. Pasa junto a la cabina y saluda con la mano a la productora y al operador, pero sigue directo al estudio que a esa hora está libre, donde desparrama sus cosas como cada mañana: el abrigo en un perchero, la cartera en el piso a pesar de que sus compañeros le dicen una y otra vez que trae mala suerte, sus papeles sobre la mesa, la lapicera sobre esos papeles, el teléfono a un costado del micrófono, bien a mano, después de chequear que está silenciado. Su ceremonia de desembarque. Eso sí es un punto a favor del horario, reconoce Verónica, nunca hay que esperar a que se vayan los colegas del programa anterior para acomodarse antes del inicio del suyo: Apenas sale el sol. Así se llama el que ella conduce de siete a diez de la mañana. Se pone los auriculares. La productora le alcanza el sumario impreso, un resumen de las notas más importantes y un café negro. Aunque las dos pantallas encendidas en el estudio están sintonizadas en diferentes canales de tevé que representan líneas editoriales antagónicas, hoy la imagen coincide: el frente del edificio de donde cayó una mujer esta madrugada. El zócalo de uno de los dos informes dice: “¿Intento de suicidio, accidente o feminicidio frustrado?”. Y el del otro: “Mujer cae en circunstancias sospechosas en Recoleta”. Su pasado en el periodismo gráfico hace que se quede pensando en la especulación sin datos de la primera oración que obliga a poner los signos de pregunta y en la imprecisión de la segunda que permite entenderla de distintos modos. Caer puede tener muchas acepciones. Caer en Recoleta, le parece menos preciso aún. Mujer cae, hasta le suena sexista. Ni que hablar de los protocolos para tratar el tema del suicidio en los medios de comunicación, más en un caso en el que la mujer aún sigue viva. Al menos no detecta faltas de ortografía, todo un avance, piensa y sigue con lo suyo.

Después del editorial, Verónica le da paso a la columna de deportes. Deja que el periodista se explaye más de lo habitual; al día siguiente jugará la selección nacional de fútbol y eso genera mucha expectativa en la audiencia. En medio de la columna, pasan los mensajes de varios oyentes, con preguntas sobre la formación del equipo, el estado físico de un jugador lesionado y el precio exorbitante de las entradas. El columnista responde con dedicación. El programa avanza sin sobresaltos, aunque también sin grandes notas, es uno de esos días planos en que a Verónica el resultado le parece correcto pero pobre, “livianito”, le gusta decir. El diputado nacional que les había confirmado una entrevista en exclusiva, después de renunciar por una denuncia de acoso sexual, acaba de cancelarla, y eso obligó a estirar otras notas más de lo aconsejable. Tanda. La productora le alcanza el segundo café de la mañana. Antes de tomarlo, ella se para y acomoda otra vez su cuerpo, moviéndolo a un lado y a otro; le suenan varias articulaciones. En la pantalla aparece el nombre del dueño del departamento desde el que cayó la mujer en Recoleta, Santiago Sánchez Pardo, un empresario agropecuario con aspiraciones políticas. Verónica lo recuerda en cuanto lo ve escrito. Su memoria prodigiosa le había valido que en el diario la llamaran “Miss archivo”, apodo que aceptaba a fuerza de resignación, aunque con un resentimiento que intentaba ocultar. Lo consideraba despectivo y seguramente lo era, porque de algún modo su capacidad para recordar detalles, incluso insignificantes, era puesta por delante de virtudes que, aun opacadas por una inseguridad atávica e incomprensible frente a sus logros, Verónica Balda consideraba más destacables: profundidad de análisis, responsabilidad, redacción muy por encima de la media, rapidez, coraje y un llamativo don para encontrar el mejor título posible. Todas especies en extinción. Después del premio Rey de España, el jefe de la sección Internacionales se atrevió a rebautizarla “Queen Archivo”. Un “upgrade”, según le dijo, y ella sintió que haber hecho semejante investigación le había valido apenas un ascenso en el escalafón de las bromas sin gracia de sus compañeros. Por otra parte, el mote en sus dos versiones, plebeya o reina, hacía foco en una contradicción de la que Verónica es muy consciente: su extraordinaria memoria, aunque puede ser una virtud en lo profesional, resulta un castigo en lo personal. Ojalá olvidara más, a veces piensa, o recordara sin tanta minuciosidad.

Este tipo fue directivo de alguna de las agrupaciones del campo, ¿o me equivoco?, le pregunta a la productora.

Difícil que se equivoque, y lo sabe. La productora, que ya lo googleó, asiente.

Ese mismo, dice.

Como si en el canal de tevé la hubiesen escuchado, agregan: Exdirector de CAA, Confederación Agropecuaria Argentina. Verónica se sienta otra vez y se calza los auriculares.

Creo que es sobrino o primo de un militar condenado por crímenes de la dictadura, suma cuando todavía no está al aire.

Sobrino, responde la productora, teléfono en mano.

A pesar de estas novedades, Verónica considera que aún no tiene precisiones suficientes como para dar información a los oyentes. En cambio, les comparte los datos del tiempo, algo que juzga más útil. Los rayos de sol de ese amanecer no le mintieron: será un día de temperatura agradable, soleado, casi perfecto, al menos en términos climatológicos. En la pantalla, los vecinos de edificios cercanos al de Sánchez Pardo empiezan a juntarse en los alrededores del lugar. Algunos se acercan voluntariamente al micrófono a dar su versión de los hechos. Verónica sigue la noticia en las tevés mudas y deduce lo que no escucha, gracias a la gestualidad de los noteros. Entra en su teléfono un mensaje de Pablo. ¿Renovamos el plazo fijo que vence hoy? Ella mira el reloj, apenas son las ocho y media. El dormilón amaneció temprano, piensa, seguramente debido a alguna corrección de estilo que tiene fecha de entrega urgente y no le permite tomarse la mañana para recuperar las energías consumidas en su desvelo. Como tantas noches en las que, en vez de acostarse junto a ella, Pablo trasnocha escribiendo una novela que lo tiene sumergido en lecturas e investigaciones desde hace años, y de la que le cuenta poco. Nadie le pagó anticipo para que la escribiera, ni siquiera sabe si alguna editorial la publicará después del fracaso de ventas de la última —que, sin embargo, cosechó buenas críticas—, por lo que, mal que le pese, con sueño o sin sueño, Pablo tiene que dedicar la mayor parte de su día a corregir trabajos de otros. Intentan que los gastos de la casa se repartan fifty-fifty. Alguna vez hablaron de que Verónica financiara unos años su carrera, pero fueron conversaciones al pasar que nunca avanzaron. Ella cree que es probable que a Pablo le parezca justo, lo ha leído en diarios de escritores, esposas manteniendo la economía del hogar como una apuesta a las condiciones literarias de sus maridos. Carver, por ejemplo. En esos casos, el arreglo tácito —funcione o no— es que, en un futuro, cuando quien escribe recoja los frutos, quien trabaja para mantener el hogar descanse. Sería un arreglo muy equitativo. El asunto es que ahí reside justamente el problema por el que el modelo Carver no avanza en su pareja: a Verónica le gusta trabajar de periodista y no le interesa descansar de lo que hace. Por eso, porque la contrapartida no la ilusiona, ella no propone otra manera de administración de gastos. Y Pablo calla, espera y, mientras tanto, corrige, hace clínica de textos, da talleres, todas tareas que aborrece, y se esfuerza por liberar su agenda matutina y dejar para la tarde esos trabajos. Verónica sospecha que esa mañana debe ser una de esas en las que no puede evitar ponerse a trabajar temprano en lo que detesta. Vuelve a leer el mensaje: ¿Renovamos el plazo fijo que vence hoy? Pablo está convencido de que por ser periodista ella maneja buena información y, por lo tanto, sabe mejor que él, novelista en camino a la frustración, cómo protegerse de una economía a la deriva. Verónica le sigue el juego, pero con la precaución de que no se hará cargo de circunstancias imprevisibles: “Renovalo”, escribe, “como siempre, a riesgo compartido”.

Entrevista, informe, salida telefónica del notero que cubre la calle. Última tanda. Larga, demasiados auspicios son buenos para las cuentas del programa, pero le quitan ritmo a la emisión y Verónica se debate eternamente entre esos dos conceptos. Llama a Analía agitando la mano en el aire. La productora deja la cabina y se acerca.

Sí, decime.

…..

¿Tenemos algo interesante para contar acerca de esto?, pregunta Verónica mientras señala el último punto del sumario con su lapicera, traza un círculo a su alrededor y, en un exceso de sobreexplicación, cabecea hacia la pantalla. ¿Hay algo nuevo?, insiste.

Dejame que chequee si se sumó información confiable y te la alcanzo, responde Analía. Al menos, tendríamos que mencionarlo, está en todos los noticieros.

La afirmación es evidente, desde que empezó el programa no hubo otra cosa en ninguna de las dos pantallas. Verónica se hizo la desentendida porque no son las noticias que le interesan, menos todavía cuando están en proceso y algunos periodistas sólo atinan a repetir lo dicho, filtrar trascendidos y sacar conclusiones prematuras, exigidos desde sus emisoras para que estiren un tema que “mide bien”. El rating que genera ese tipo de acontecimientos es monumental y, muchas veces, directamente proporcional a los datos no chequeados que se van tirando al aire para captar audiencia. Verónica lo sabe, y no lo perdona. Eso no puede ser periodismo, eso es otra cosa, piensa, aunque reconoce que la batalla está perdida, que ya no tiene remedio, que esa “otra cosa” es lo que hoy se quedó con el nombre de la profesión que ejerce desde hace casi veinte años por vocación, y no está segura de que alguien logre recuperarlo. La irrita por ella, pero mucho más aún porque le robaron esa palabra a Rodolfo Walsh, a Jacobo Timerman, a Natalio Botana, a Magdalena Ruiz Guiñazú, a Susana Viau. A tantos otros. A tantas otras. Cuando piensa así se siente una vieja, a sus cuarenta y pocos años. Aunque intenta ser menos severa, le cuesta la condescendencia en cuestiones relacionadas con el ejercicio de la profesión. Una vez muerta su madre, más allá de Pablo, la única familia que tuvo fueron sus colegas. El periodismo es su lugar de pertenencia, el anclaje en el mundo de los vivos, allí donde festejar las buenas rachas o abrazarse en los malos tiempos. No cree que sea severa con ningún otro aspecto de la vida, y está convencida de que su firmeza se debe menos a características propias que a rendirle honor a la formación que tuvo, no sólo en la universidad, sino trabajando en el diario tanto tiempo bajo el ala de jefes como Leticia Zambrano, su maestra, la que le hizo entender que la tarea que emprendían cada día era mucho más que un oficio con el que ganarse la vida. ¿Cuánto hace que no ve a Leticia? ¿Estará enojada con ella? No lo termina de creer. Después de que se fue del diario mantuvieron intercambios de mensajes y novedades. Al principio se seguían encontrando, comían cada tanto, iban a conferencias; luego, más espaciado, para alguna que otra celebración en común. Con los años, se veían cada vez menos, aunque seguían conectadas a través de mensajes de frecuencia variada e importancia relativa, sólo para dejar en claro que allí estaba la otra. Sin embargo, algún día eso también se cortó y ante el alejamiento de Zambrano, Verónica concluyó que algo que se había roto —quizás mucho antes— al fin se evidenciaba. Hoy cree que no debió contarle sus dudas sobre en qué se había convertido la redacción en los últimos tiempos, ese frenesí alejado del verdadero periodismo que la agobiaba y del que, aunque no era responsable, Zambrano formaba parte. “Todo el mundo tiene derecho a cambiar de trabajo y buscar un proyecto mejor”, le dijo ella el día que Verónica le presentó la renuncia, pero es cierto que su cara decía otra cosa y, ahora que lo piensa, tampoco fue a su despedida, acusando una gripe que sólo le duró esa noche. Es probable que, aunque no se manifestaran en su momento, hubieran quedado reproches, deudas no saldadas relacionadas con la investigación que las hizo ganar el Rey de España. Y también que a Zambrano le llevara tiempo poder poner sobre la mesa que la partida de su discípula le había significado una traición. Tal vez, incluso, se sumara el hecho de que despreciara el trabajo que Verónica hace cada mañana, o lo sintiera pequeño, o de menos riesgo y virtuosismo que el periodismo gráfico. Acaso sólo se trate de que Leticia Zambrano se aburrió de ella, y eso es lo que más la amargaría. Verónica, cada tanto, como le pasa ahora, piensa en el asunto y evalúa distintas hipótesis sin llegar a ninguna conclusión. Y, debe reconocer, la duda aún no la deja en paz. Hace poco, algo atormentada, trató de hablarlo con Pablo, pero él se mostró esquivo y Verónica concluyó que, aunque también cree que hay un rencor detrás de esa ausencia, no se atreve a decírselo para no confirmarle su dolor. Le cuesta aceptar que se rompió definitivamente su relación con Zambrano, una jefa a la que ella adoptó como madre cuando se murió la suya y a la que le contó tanto de su vida como nunca a nadie, incluso más que a Pablo. No quiere pensar mal, pero cuando mejora su autoestima intuye que también puede haber cierta envidia o celos profesionales enredados en medio de su distanciamiento. El progreso de Verónica en la carrera fue exponencial desde que se fue del diario. En cambio, el camino de Zambrano fue inverso: después del Premio Gabo que le dieron por una nota sobre corrupción en la Aduana de Buenos Aires, falsamente objetado por un periodista ignoto que sostenía que había plagiado una investigación anterior que le pertenecía, su jefa se fue apagando de a poco hasta retirarse un tiempo atrás, antes de llegar a la edad jubilatoria, aprovechando que el diario necesitaba reducir la cantidad de empleados y ofreció retiros voluntarios muy beneficiosos. Cuando Zambrano ganó el García Márquez, salieron a brindar y tuvieron una larga charla, recordaron con alegría ese otro premio que habían recibido juntas. Se rieron de los envidiosos, señalaron a los “serruchapisos”, maldijeron a quienes menospreciaban su trabajo asegurando que las periodistas mujeres ahora ganaban premios porque había que cumplir con “el cupo femenino”. Ese fue su último encuentro. Extraño, cuanto menos, que no conteste los mensajes.

El cronista de espectáculos toca la mano de Verónica para llamar su atención y eso la devuelve al presente, le señala el cartel rojo encendido: AIRE, y con un gesto inequívoco le muestra que se dispone a arrancar no bien ella le dé el okey. Verónica, como volviendo de un trance, le da paso. Falta terminar esa nota y después el cierre. En medio de la columna, la productora entra al estudio y le alcanza un papel con las últimas novedades referidas a la noticia de la mujer que cayó al vacío en Recoleta. Verónica empieza la despedida, pero antes dice:

No quiero irme sin dar algunos pocos datos confirmados acerca de un episodio reciente que ya genera conmoción en la ciudad. Un episodio en el que aún hay mucho por esclarecer: esta madrugada, una mujer cayó desde un quinto piso en el barrio de Recoleta y, a pesar del impacto, en estos momentos lucha por su vida. Se desconocen las razones de la caída, pero podemos asegurar que el departamento pertenece al empresario agropecuario Santiago Sánchez Pardo, de reconocida trayectoria en organizaciones relacionadas con el campo. La policía fue alertada por el llamado de una vecina. No se conocen aún la identidad de la víctima ni las circunstancias del hecho.

Verónica da por terminada la noticia. En el papel, la productora anotó que la mujer había caído desnuda, pero a ella le parece innecesario mencionar ese dato; habiendo tan poca información no aportaría más que morbo, piensa.

…..

¿Se tiró o la tiraron?, ironiza al aire el periodista de deportes con los mismos signos de interrogación de los graphs de esa mañana, mientras empieza a juntar sus cosas con cuidado de no hacer ruido. Tiene pinta de noche de descontrol, ¿no?

Verónica, molesta, asume que lo hace como quien quiere demostrar que es tan perspicaz que vio la noticia antes que nadie, en lugar de un bocón que desconoce algunas de las reglas básicas del periodismo. Al menos del periodismo que ella valora. Por eso lo mira con reprobación, no afirma ni niega los dichos de su compañero, pero es lapidaria cuando agrega, también al aire:

Como es una constante en este programa, intentamos manejarnos con información, se sabe lo que se sabe, de eso se trata el periodismo.

Y luego va directo al cierre:

Hasta mañana, a las siete, como todos los días, Apenas sale el sol.

Ahora sí, fin. Verónica junta sus cosas. El cronista de deportes sale casi sin saludar. El de espectáculos se prepara para irse con lentitud, como dejando en claro que él no tiene nada que ver con el desafortunado comentario de su compañero y no se merece ninguna bronca. La productora entra y anuncia que el diputado que hoy canceló la entrevista pide salir mañana, que ella no está segura porque tiene miedo de que las clave otra vez, pero que está tentada de aceptar porque la nota vale la pena y que, de cualquier modo, preparará un informe detallado sobre el caso, por si el diputado falla.

Exdiputado, la corrige Verónica.

El conductor del programa siguiente entra al estudio. Ella se apura para hacerle lugar, saluda y se va. Baja por las escaleras, siempre que puede evita el ascensor; no es que quiera hacer ejercicio, pero tomó esa costumbre desde la vez en que quedó encerrada en el diario, entre el tercer y el cuarto piso, y la desgracia le evocó aquel episodio de la bañera, en su adolescencia. Aunque éste es otro edificio, otro ascensor, otras circunstancias, maldita la memoria de Verónica que no le ahorra detalles de esos interminables veinte minutos a la espera de que la rescataran.

Cuando llega al hall de entrada, se despide del recepcionista chocando los puños. Al muchacho le quedó la costumbre de saludar así desde la pandemia y ella se la respeta sólo a la salida, porque cuando entra lo hace tan dormida que pasa en automático. A esa primerísima hora, casi de madrugada, no hay modo de que logre chocar puños. A punto de irse, un nuevo zócalo en la pantalla del televisor que está en la recepción la detiene. “Juliana Gutiérrez, de veintitrés años, la víctima de Recoleta”. Completa la pantalla una foto de la mujer robada de su Instagram. Verónica no puede quitar la vista de esa imagen: una chica joven, muy maquillada, labios gruesos a fuerza de ácido hialurónico o similar, con un top de lentejuelas y unos shorts dorados, las sandalias de taco alto en una mano y una copa de champán en la otra, mirando a cámara haciendo trompita. Si efectivamente se tratara de un terremoto, éste sería el momento exacto en que el piso empezaría a temblar debajo de sus pies, el arranque del cataclismo.

El taxi ya llegó, la espera afuera, le advierte el recepcionista.

Pero ella no parece escuchar. La vista fija en la pantalla, el cuerpo inmóvil.

Vero, ¿pasa algo?, le pregunta el muchacho.

Aunque debería asentir, niega sin poder decir una palabra.

¿Todo bien?, insiste él.

Frente al edificio, el taxista toca bocina, Verónica se sobresalta.

¿Quién es? ¿La conocés?, quiere saber el recepcionista.

Perdón, me espera el taxi, se excusa ella mientras intenta ponerse en marcha.

De camino a la puerta, responde las preguntas que habían quedado en el aire, las que no pudo contestar un minuto atrás, aunque lo hace en un tono demasiado bajo y el muchacho no llega a escucharla. Es que no le está respondiendo a él, sino a ella misma:

No, no la conozco, pero es mi hermana.

Y en el mismo momento en que la nombra así, Verónica se arrepiente y agradece que nadie más que ella haya escuchado semejante desatino.

Capítulo 2

MUJER CAE AL VACÍO EN RECOLETA
Buenos Aires, 13 de mayo de 2022
De la redacción de El Progreso

Este viernes a las 5:45 de la madrugada, Juliana Gutiérrez, una joven de veintitrés años, cayó al vacío desde el quinto piso de un edificio situado en el barrio de la Recoleta, en la ciudad de Buenos Aires. A pesar de fracturas y contusiones múltiples, la mujer continúa con vida, aunque inconsciente y con pronóstico reservado. Al momento se desconocen las causas de la caída, el golpe fue amortiguado por el toldo de un balcón del primer piso. Fuentes extraoficiales aseguran que la joven había sido invitada a un departamento en ese mismo edificio, para participar de una supuesta fiesta privada. El llamado al 911 de una vecina, en el que denunciaba que una mujer desnuda pedía ayuda a los gritos en una ventana del contrafrente, hizo que la Policía de la Ciudad se presentara de inmediato y que el SAME trasladara con urgencia a la joven accidentada al Hospital Fernández, donde permanece internada al cierre de esta edición.

…..

El confuso episodio se encuentra bajo investigación de la División de Criminalística, pero se presume que la mujer cayó al vacío al asomarse por la ventana, en circunstancias que deberán determinarse. El anfitrión de la fatídica noche, el empresario Santiago Sánchez Pardo (h) —exdirector de la Confederación Agropecuaria Argentina y sobrino del excomandante Francisco Javier Sánchez Pardo, quien fue juzgado por crímenes de la dictadura y murió en prisión el año pasado—, aún no prestó declaración. Fuentes extraoficiales sugieren que más personas habrían participado de la reunión que se llevaba a cabo en su departamento. La Justicia intenta esclarecer si esto fue así, para citarlos en calidad de testigos.

El caso se encuentra con intervención judicial a cargo de la Fiscalía Nacional en lo Criminal y Correccional N° 5, cuyo titular es Federico Mac Person, quien está de turno junto con el juez Marcelo López Guevara, del Juzgado N° 63.

Capítulo 3

Verónica llenó la bañadera. ¿Bañadera o bañera? Hasta el borde, casi temió que rebalsara cuando ella se metiera dentro. Antes de sumergirse, probó con la punta del pie y el agua pelaba. Estaba feliz porque le encantaban los baños de inmersión y su madre los había prohibido desde que una vez se había filtrado agua en el departamento que estaba debajo del de ellos y su padre había tenido que vender los pocos dólares ahorrados en el año para pagar el arreglo del techo del vecino. Si bien el plomero aseguró que el problema de la cañería había quedado resuelto al terminar el trabajo y no hacía falta nada más, su madre no claudicó en el convencimiento de que algún riesgo aún persistía y sentenció que ningún baño de inmersión justificaba pasar otra vez por semejante mala sangre y gasto extra. De todos modos, muy de vez en cuando aceptaba que su hija se diera ese lujo. Entonces, le permitía llenarla, relajarse dentro y, en esa calma tibia, soñar con historias, romances o aventuras, hasta que el agua se enfriaba y las yemas de los dedos de Verónica se arrugaban como pasas de uva. Aquel era, sin dudas, un día especial: su madre le había dado el permiso porque ella cumplía quince años.

Agregó un poco de agua fría y volvió a probar, esta vez con la mano. Aún no, demasiado caliente, metería los pies y al agacharse, no bien el agua tocara su vulva, se levantaría ardiendo. En esa deliberación estaba cuando empezó a escuchar la discusión. Era raro, sus padres no discutían en voz alta. Al menos ella no tenía recuerdos de haberlos escuchado hablar en ese tono antes. No es que no tuvieran desacuerdos, pero mantenían un pacto de discreción frente a su hija: si tenían que debatir algo con intensidad, se encerraban en su dormitorio y salían cuando la cuestión estaba saldada. Eso le había dado a Verónica una falsa certeza: que en el matrimonio de sus padres no había conflictos y que, como habían jurado en la iglesia Santa Elena, esa que su madre le señalaba cada vez que pasaban cerca, ellos seguirían juntos “hasta que la muerte los separe”. Desestimó el primer grito, pero al escucharla vociferar “Hijo de re mil putas”, Verónica se sumergió sin dudarlo, a pesar de que el agua le quemó la piel de la cara. Jamás había escuchado a su madre hablar de ese modo y con esa violencia. Cuando no pudo aguantar más sin respirar, emergió. La voz de su padre llegaba en réplicas mucho más apagadas, casi imperceptibles, pero estaba ahí y era a quien iban dirigidos los insultos, que al rato se convirtieron en llanto. Luego de un corto silencio, que no hacía más que presagiar lo peor, llegó el sonido de algo que estalló contra el piso y se hizo añicos; Verónica supo más tarde que se trataba de la fuente donde su madre estaba preparando el lomo con papas a la crema para la cena. Antes de que aparecieran nuevos gritos, metió la cabeza debajo del agua otra vez y permaneció todo lo que pudo así, hasta que la falta de aire la obligó a salir, justo en el momento en que su madre gritaba: “¡Te vas ya mismo y no vuelvas a aparecer por acá!”. Verónica no entendía lo que estaba pasando, o no quería entender, prefería creer que lo que escuchaba era parte de una confusión, o de un extraño juego, o de una broma. Si ellos nunca peleaban. No se permitió pensar que esos gritos eran el preludio del fin del matrimonio de sus padres. ¿Podía ser cierto que su madre estuviera pidiéndole a su padre que se fuera? Porque si eso era así, si no era un juego o una confusión o una broma, si su padre se iba en ese momento tal como le pedía su madre, aunque después el enojo pasara y él volviera a la casa, se desmoronaría la cena programada por su cumpleaños. Y aunque había una fiesta prevista con sus amigos en un salón el sábado siguiente, a ella le hacía tanta o más ilusión la tradicional cena familiar de cada año, a la que se sumarían, como siempre, sus abuelos y su tío Carlos. “¡Te vaaaaaaassss, ahora!”, volvió a gritar su madre, furibunda, y entonces por el tono, más que por las palabras repetidas, ella supo que la cosa iba en serio y que, si no intercedía, su padre no tendría otra opción que irse. Por eso trató de salir de la bañadera, apurada, empapada, manoteando una toalla, pero se resbaló antes de llegar a la puerta y cayó de espaldas, desnuda, mojada, sobre el mosaico frío.

De ese día no supo más. Le contaron que estuvo desmayada nadie sabe cuánto tiempo. Cuando por fin su padre se fue, su madre quiso entrar al baño a lavarse la cara y los mocos, pero estaba cerrado con llave, otra prohibición que su hija había desatendido. Golpeó la puerta insistentemente, montada en cólera y tristeza, tal como la había dejado su marido, pero ahora sumando más enojo porque Verónica no liberaba el único cuarto de baño de ese departamento —había otro de servicio junto al lavadero pero que nadie en la familia consideraba porque mucho tiempo atrás había sido convertido en depósito de la ropa sucia y trastos viejos—. Movió el picaporte, varias veces, inútilmente; luego, en un gesto muy inusual, pateó la puerta porque se dio cuenta de que algo serio pasaba. Y ella ese día no podía recibir un disgusto más. Pensó en ir a pedir ayuda a los vecinos, pero la vergüenza pudo más y terminó sentada en el piso llorando como una nena, mientras rezaba y esperaba un milagro. Dios no se hizo presente, en cambio enseguida llegaron sus padres y su hermano, que se dio maña con un destornillador y logró hacer saltar la cerradura. De odo eso Verónica sólo pudo recordar, con el tiempo, que temblaba de frío, que escuchaba voces, llantos y golpes, que por momentos abría los ojos, quería levantarse pero no podía y entonces se entregaba otra vez, sin fuerzas, al desvanecimiento. Aunque una vez abierta la puerta, rescatada del piso mojado, envuelta en una frazada y recostada sobre su cama parecía que Verónica había vuelto a la normalidad, la llevaron al hospital a hacerle controles y, a pesar de que dieron bien, los médicos prefirieron que se quedara internada hasta el día siguiente por precaución. Así que Verónica pasó la noche de su cumpleaños de quince en la cama de un sanatorio de medio pelo, el que quedaba más cerca de su casa y que su madre nunca elegía para hacerse estudios porque había estado involucrado en un escándalo por una anestesia mal dada que terminó con la muerte del paciente y un juicio por mala praxis que, nadie sabe cómo, se falló a favor del sanatorio. “¿Y papá?”, le preguntó a su madre cuando el resto de la familia salió de la habitación. “Nos dejó”, contestó ella, apagó la luz y agregó, “dormí, mañana hablamos”.

Y así fue. Al día siguiente, ya con el alta y en su casa, su madre le pidió que se sentara en el sillón del living, ese que sólo autorizaba usar en ocasiones especiales y al que le había sacado la funda de protección la noche anterior, cuando creyó que en esa casa se festejaría un cumpleaños. Verónica la esperó mientras ella iba por dos vasos de agua. Debajo de la mesa ratona vio una bola deforme, negra, se agachó a ver qué era: una papa que había volado junto con la fuente de vidrio después de los gritos, y que debía haber pasado inadvertida al hacer la limpieza de los destrozos. Verónica se levantó y la metió en el bolsillo para que su madre no la viera y le evocara la pelea o la pena. Se llevó la mano a la cara y, aunque el olor de esa papa no podía ser tan fuerte, le dieron arcadas. A un costado, sobre la mesa de apoyo, había una cajita pequeña, envuelta, sin abrir, delicada, discreta; por el tamaño, el papel de seda y el moño, parecía un detalle comprado en una joyería, tal vez una cadena con un dije, o una pulsera, o un par de aros. Verónica no había recibido ningún regalo aún. Cuando la visitaron en el hospital, sus abuelos dijeron que, en la confusión, habían regresado a su casa con el paquete y que lo traerían otro día, así que ella dedujo que el que estaba mirando de reojo era el que su padre pensaba darle la noche anterior en la cena, justo antes de soplar las velitas, tal como era la costumbre familiar. No supo qué era, porque ni su madre ni ella lo mencionaron en la charla que tenían pendiente, y esa misma tarde el paquete desapareció. Verónica nunca se atrevió a preguntar qué fue de él.

Aquel día, después de que llegaron del sanatorio y sin posibilidad de dar más rodeos, su madre le contó, conteniendo las lágrimas pero hipando, bebiendo agua entre frase y frase, que su padre se había ido, que tenía otra mujer, que había decidido abandonarlas porque esa mujer estaba embarazada y, según él, lo necesitaba. “¿Y nosotras qué? ¿no le importamos?”, berreó su madre y ella no supo qué responder. El golpe fue brutal, no sólo el abandono, sino el desprecio, la elección de formar otra familia, la traición. En ese preciso momento, Verónica empezó a cargar sobre su espalda adolescente el peso de sentirse no querida y, para colmo, la cara de su madre auguraba una tragedia mayor que no se hizo esperar, como si tuviera que decir todo de una vez para después dedicarse a juntar sus despojos. “Esa mujer es tu profesora de Geografía, Vero”. “¿Mabel? No, Mabel no puede ser”, respondió ella sin lograr entender cómo esa profesora tan amorosa, tan compinche de sus alumnos, tan cuidadosa con ella, tan atenta a lo que pasaba en clase, a la que incluso había pensado elegir tutora para que le entregara el diploma cuando egresara, podía haberle hecho algo así. “Mabel, sí”, respondió su madre.

…..

El mundo de Verónica terminó de derrumbarse, hundió la mano en el bolsillo y ya no pudo sacarla de ahí hasta que estuvo sola, porque no se atrevía a dar explicaciones sobre los dedos impregnados de lo que habría sido su cena de cumpleaños, una papa que ella ahora estrujaba una y otra vez hasta desintegrarla. Sintió que le faltaba el aire, que el piso se movía debajo de sus pies. Primer terremoto. Cuando de su madre sólo quedaba el sonido de un sollozo intermitente que llegaba desde el cuarto matrimonial, Verónica fue al baño. Al abrir la puerta sintió un mareo y se sostuvo del picaporte; como si se tratara de otra persona, vio su cuerpo sobre los mosaicos, desplomado, mojado, desnudo, tembloroso; sintió pena por la niña que era, o que había sido, porque supo en ese instante que debía abandonarla para entrar a la adultez con apenas quince años recién estrenados. Tomó aire, dio los pasos necesarios hasta llegar a la bacha, abrió la canilla e hizo que el agua corriera largo rato sobre sus manos, mientras estrujaba con fuerza el jabón una y otra vez hasta lastimarse.

…..

Dejó de ir al colegio; junto con su madre evaluaron que era la decisión con menor costo emocional para Verónica. Tal vez para las dos, aunque no lo confesaron. Cómo volver a ese lugar sabiendo que se cruzaría con Mabel. Cómo contárselo a sus amigas, si es que no lo sabían ya. Cómo evitar las miradas y las habladurías a sus espaldas. Siempre había sido una excelente alumna así que, si se quedaba libre, daría los exámenes sin dificultad a fin de año y para el siguiente ciclo lectivo elegirían otro colegio donde se asegurarían de que esa mujer no trabajara. Frente a lo que tenía por delante, a Verónica le pareció que dar todos los exámenes libres era un esfuerzo que valía la pena asumir. También suspendieron la fiesta de cumpleaños con sus amigos: ¿Con quién bailaría el vals si su padre no estaba?

En los dos meses que siguieron Verónica se dedicó a estudiar aun más de lo que hacía habitualmente. Meter la cabeza en los libros y ejercitarse para preparar las materias la ayudaba a no pensar en su padre. Ni en Mabel. Se opuso terminantemente a las visitas de él, no atendió sus llamados, no salió de su cuarto las veces que se presentó en la casa sin previo aviso para intentar verla. Necesitaba pensar que estaba muerto, como estaba muerta su vida anterior. Eso le dolía menos que saberlo vivo y armando un nuevo hogar. Dio sus exámenes con notas sobresalientes. No dejó que su madre la acompañara, pero apenas salía la llamaba por teléfono y le decía la nota para evitarle ansiedades, por más que siempre volvía de inmediato a su casa a encerrarse en su cuarto para preparar la siguiente materia. Su madre se mostraba orgullosa, en parte por su hija pero también porque lo sentía un logro propio: aunque les habían quitado lo más importante que tenían, su familia, ellas se repondrían y con honores. Verónica sabía lo que le preguntaban sus examinadores y más. A pesar de que no cabía ninguna duda de que los profesores y compañeros con los que se cruzaba conocían su situación, pudo sobreponerse y demostrar que estaba mejor preparada que ningún alumno del colegio para pasar a cuarto año.

Su tristeza era imperceptible, apenas un brillo melancólico en los ojos que se esforzó para que nadie detectara. Logró disimularlo entrecerrándolos, como si le molestara la claridad. Hasta que se cruzó con Nadia, su compañera de banco y amiga desde jardín de infantes, con la única que había hablado por teléfono en esos dos meses de ausencia, aunque muy pocas veces. No bien la vio caminar hacia ella, Verónica se puso a llorar. Nadia no tenía que dar ningún examen, pero sabía que era la fecha en que su amiga rendía Geografía y, si bien Verónica desde hacía unos días apenas contestaba algunos de sus mensajes, ella debía estar allí. Se abrazaron, lloraron juntas, y luego Nadia la llevó a un baño, le lavó la cara, la recompuso y la acompañó al aula de su próximo examen, donde le dijo que se quedaría esperándola hasta que terminara.

Verónica abrió la puerta, detrás de la mesa la esperaban la nueva mujer de su padre, el profesor de Historia y el director del colegio. Que estuviera el director resultaba algo inhabitual, siempre eran dos profesores quienes se hacían cargo de examinar a los alumnos, pero Verónica supuso que las circunstancias lo habrían llevado a cerciorarse de que sería un examen limpio y sin escándalos, que todo estaría bien cuando se cruzaran esa profesora y su alumna a las que ahora unía una historia digna de culebrón. Tiempo después se enteró de que la presencia del director había sido exigencia de su madre, y eso la avergonzó. El examen fue, probablemente, el más flojo de los doce que dio, pero sus respuestas resultaron suficientes para aprobar con una buena nota. A pesar del nudo en la garganta y el dolor en la boca del estómago, Verónica creyó que pasaría la prueba sin sobresaltos. Hasta que la profesora se levantó de la silla para darle el certificado de examen, con una sonrisa que ella no pudo interpretar, y entonces dejó al descubierto la panza que anunciaba una gestación de cinco o seis meses. Verónica se quedó paralizada, mirándola y sacando cuentas en el aire. La conclusión a la que llegó fue inesperada y dolorosa: el embarazo no era reciente; durante el año, mientras Mabel iba a su clase y hablaba de los ríos de Europa, de los Alpes suizos, de los fiordos escandinavos, del mar Báltico, o de lo que fuera, adentro de su cuerpo ya crecía un hijo de su padre. Y ella, Mabel, lo sabía. Le tomaba lección y lo sabía. Le corregía un examen y lo sabía. Le daba una nota y lo sabía. Mientras su profesora hacía preguntas y ella las contestaba con entusiasmo, con la misma actitud que siempre tuvo en clase hasta que pasó lo que pasó, esa mujer la miraba y se estaría preguntando a quién de las dos elegiría finalmente su padre. Y, lo que era peor, supo que aquella vez que él insistió en que le contara qué estaba preparando para su clase de Geografía con tantos mapas desplegados sobre la mesa de la cocina y se puso a hablarle sin parar de cuencas hídricas, de afluentes, de estuarios, de deltas, luciendo conocimientos sobre una materia que nunca le había importado, él ya había elegido. Entonces, frente a esa revelación, la parálisis se convirtió en furia: Verónica le arrojó el certificado de examen a la panza y salió corriendo. Afuera estaba Nadia, que corrió detrás de ella sin hacer preguntas, hasta que el colegio no fue más que un punto remoto a la distancia. Lloraron otra vez, abrazadas, sentadas en el cordón de la vereda y se juraron amistad eterna.

Sin embargo, la vergüenza o el trauma o tal vez el terremoto pudo más. Y al año siguiente, cuando Verónica empezó las clases en otro colegio, después de media hora de ómnibus y diez de caminata, sintió un profundo alivio al darse cuenta de que nadie sabía quiénes eran sus padres, ni cuál había sido la historia de amor y traición que involucraba a su profesora de Geografía. Ya no tendría que dar explicaciones a sus compañeros, ni avergonzarse frente a sus docentes. Ya no tendría que evitar miradas, ni habladurías, ni risas a sus espaldas. Ya no tendría necesidad de odiar ni a los ríos, ni a las montañas, ni a los deltas, ni a las grandes capitales del mundo. Era como si le hubieran dado la posibilidad de nacer en un lugar distinto, a sus quince años. Entonces prefirió cortar todo lazo con el pasado y nunca más volvió a tener contacto con ninguno de los amigos que habitaron su vida anterior. Ni siquiera con Nadia, que insistió un tiempo porque realmente la quería, hasta que se cansó. Eso le enseñó a Verónica que incluso los amigos incondicionales un día se hartan de desplantes y rechazos, por más que puedan entenderlos. Pagó ese costo, y así fue como antes de que terminara el primer trimestre de ese cuarto año, ya no supo más de ella.

Unos meses después de que empezaran las clases en el nuevo colegio, la llamaron de un juzgado para informarle que tenía que ver a su padre; y a pesar de que los argumentos de Verónica casi convencen a la jueza de que la cosa no iba a funcionar, la mujer terminó obligándola a aceptar algunos encuentros. En ninguno de ellos Verónica dijo una sola palabra ni emitió sonido alguno. Su padre llegó a alzarle la voz en un bar, exigiendo que le contestara, pero ella no se inmutó y de inmediato miró a su alrededor buscando testigos por si a la jueza de familia le hicieran falta pruebas del fracaso de esa reunión. Después de cuatro o cinco encuentros fallidos su padre no insistió, y ya no se vieron más ni supo de él. Ni de Mabel. Ni de la niña que su padre, en uno de esos encuentros, le dijo que había nacido y a la que le había puesto de nombre Juliana, “como la primera muñeca que tuviste, así me acuerdo de vos”. Esa vez, Verónica casi habla para maldecirlo. Que se apropiara de un nombre elegido por ella le pareció imperdonable. No bien entró a su casa, subió al cuarto a buscar la muñeca, una de las únicas tres que conservaba como recuerdo de la infancia; quería deshacerse de ella. Pero cuando se trepó a la cama para alcanzar el estante donde estaba arrumbada hacía rato, se dio cuenta de que era tiempo de desprenderse de las tres, de que ya no quería muñecas, ni siquiera como un recuerdo. Las metió en una bolsa y las dejó en la calle, en el mismo lugar donde el encargado del edificio cada día colocaba la basura para que la llevara el recolector. Antes, cerró la bolsa con dos nudos ajustados, no fuera cosa que alguna niña que pasara por allí se tentara con llevársela y Juliana terminara recibiendo un amor que no merecía. Empujó la bolsa dentro del container para que sus muñecas fueran definitivamente basura. Cuando quitó la mano, se dio cuenta de que estaba manchada con un líquido marrón que olía a podrido; sintió asco, como había sentido con la papa de la cena de su cumpleaños, pero esta vez al asco lo venció la satisfacción de haber hecho lo que tenía que hacer y no corrió a lavarse.

Unos años después, demasiado pronto, llegó el segundo terremoto: murió su madre. Verónica, que hacía un tiempo había empezado a trabajar en el diario y estaba por cumplir veintitrés años, decidió mudarse casi de inmediato. Ya no se trataba de tirar tres muñecas a la basura, ese lugar tenía demasiados recuerdos y fantasmas. Puso en venta el departamento de cuatro ambientes que había sido su hogar desde que nació, y, en cuanto apareció comprador, se dispuso a vaciarlo. No quería llevarse nada, vendería algunos muebles, regalaría o donaría otros. Fue entonces cuando encontró la cajita de la joyería que había estado en el living de su casa el día siguiente a su cumpleaños de quince, y que ella nunca había vuelto a ver. La descubrió de casualidad, escondida en el doble fondo de un cajón, en el ropero de su madre; el papel del envoltorio se había puesto color amarillo y estaba rasgado, el moño parecía deshecho y vuelto a hacer con poca gracia. Verónica abrió la caja suponiendo que, por fin, se encontraría con aquel regalo que su padre no le había podido dar. Pero no, dentro había una media medalla del amor con forma de corazón, partida al medio por una línea. En una mitad estaba grabado el nombre de su padre, en la otra mitad decía “Mabel”.

Otra vez Mabel.

* * *

LA MUERTE AJENA de Claudia Piñeiro
Cortesía Alfaguara

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