TIM, novela de Ray Loriga [primeras páginas]

I must lie down where all the ladders start,
In the foul rag-and-bone shop of the heart.
W. B. YEATS

So says the tune to him—but what to me?
CONRAD POTTER AIKEN

T

Debajo de la estantería, junto al escritorio, la luz apenas acaricia la figura de un salvaje zulú en miniatura que en su día fue fiero y hermoso, pero que ahora luce mortecino, triste y decepcionado. Su lanza roma, las plumas de su corona, ayer brillantes como llamas, apagadas hoy por culpa de la oscuridad y el polvo. La pequeña habitación está desordenada y sucia, sin duda por mi propio descuido, y si alguna vez, de niño, desperté rodeado de los más alegres regalos, como el salvaje emplumado, guerrero victorioso de la batalla de Isandlwana, el coche de bomberos, el zepelín plateado, la pelota de baloncesto anaranjada, la noria de hojalata, el Apolo XIII desmontable, la bailarina que vive en la caja de música con forma de piano diminuto, la raqueta Dunlop de madera mal abrigada por su tensor de cuerdas…, ahora, en cambio, al despertar, no veo sino siluetas cubiertas de un gris plomizo que encaja, como un sable en su vaina, con este pesado silencio que yo solo he construido.

¿Dónde están todos? Antes me despertaban sus voces, sus pasos, o dejaban ese trabajo a los pájaros. Ahora, ni los unos ni los otros se toman tantas molestias. O tal vez ya se han ido. Tampoco mi madre llama al desayuno, ni agita la mañana con irrenunciables premuras. Ni el colegio, ni el oficio, ni el juego o el baño me esperan. Pudiera ser que la habitación esté vacía, y que ésta no sea mi casa. Es más, si de veras me esfuerzo en despertar, es muy posible que no haya nada de lo mío alrededor, y que esta estancia no sea sino otra de esas habitaciones de hotel en las que tan a menudo me hospedo en mis viajes aquí y allá, en ciudades de costa o interior, en países muy lejanos o en pueblos desconocidos de mi propia patria. O, aún peor, pudiera ser que se trate, en realidad, de una miserable pensión o de un hospital o, peor todavía, de un manicomio o una celda. Sólo espero, mientras medito si merece la pena despertar, que no sea una tumba.

No lo es, por fortuna, y sin embargo no reconozco nada de la nueva habitación y apenas se parece a la que creía intuir en duermevela. Con los ojos ya bien abiertos (¿lo están o imagino que lo están?), sólo puedo confirmar que se trata de un dormitorio pequeño y extraño del todo para mí, tan forastero y a la vez tan normal como cualquier habitación ajena pueda serlo al despertar en ella por primera vez, y, tal y como había soñado, no muy limpio, pero vacío de todos mis juguetes, aunque no en absoluto silencio, como soñé, sino puntuado por los sonidos mecánicos del mundo: coches, trenes, aviones, ferris, chalupas, taladradoras, radiales, camiones de basura, bandas municipales, coros de iglesia, borrachos en feliz francachela y ruidoso transitar de garito en garito, gotear agónico de cisternas, desmelene de aspersores, el tamtam atronador de un concierto de tech house cercano y hasta relinchos de caballos. El sol entra tenue, eso al menos era cierto, y apenas roza un escritorio que sí existe, pero inútilmente, pues sobre él no hay nada. Ni un teléfono, ni un retrato en un marco de plata, ni una pluma, ni siquiera un florero. Sobre el suelo de madera veo una alfombra ovalada no muy grande, tejida a mano, y sobre la alfombra, como si temiera sacar las patas de su contorno, se cuadra un ciervo, inmóvil, que parece presentir un disparo o un atropello. Me doy perfecta cuenta de que aún no estoy del todo despierto, y mientras trato de recordar si la noche anterior escondí una escopeta junto a la cama, me tranquiliza comprobar que el pobre animal ya se ha ido. Tal vez por culpa de la dueña de la casa, que ahora, de pronto, reclama a gritos el precio del alquiler, porque es jueves y, según no sé qué contrato, los jueves se paga. Si tan sólo pudiera seguir durmiendo…, pero la urgencia de su demanda me recomienda lo contrario; al parecer nos van a echar a la calle (no sé exactamente a quiénes más) si no cumplimos de inmediato. Desconozco el alcance de la deuda e incluso me cuesta recordar cómo llegué hasta aquí y desde dónde. Y, por descontado, cuándo. Tampoco puedo calcular mi estatura, ni el perímetro de mi cintura o mi peso. Postrado e inerte, estas medidas se me escapan, como se le escapa a cualquier objeto su apariencia ante los ojos de nadie. Hasta el sonido de mi voz se me antoja una mera conjetura siempre o mientras permanezca en escrupuloso silencio.

Al otro lado de la puerta de mi dormitorio se intuye un pasillo, una escalera que baja hasta el primer piso y después, atravesando un humilde recibidor con una bandeja de latón para dejar las tarjetas de visita, un hombre ya vestido y desayunado se enfrentará, si es que puede, a un paisaje que empieza detrás de otra puerta, la principal, la de la calle. De las bisagras de esas puertas depende el mundo, la fiera que espera con paciencia, agazapada detrás de los ojos cerrados, que me empeño en no abrir todavía con las pocas fuerzas que me quedan. El mundo, es bien sabido, no es más que una emboscada. Más allá de la cama se alzan en lógica consecuencia cepos, murallas, abismos, alambres de espino y una altísima atalaya donde se arma el vigía, al cuidado de una fortaleza imaginaria, que de ninguna manera permitirá desafío alguno.

También pudiera ser que la estancia esté vacía y por la puerta de la calle no salga finalmente nadie. Pero una sensación inequívoca, apenas y sobre todo eso, no un latido, sino una mera sensación, me asegura que estoy aquí y estoy vivo, lo cual no deja de inquietarme pues, aún medio dormido, sé que es más que posible que no alcance a pagar el precio reclamado. En caso de no poder cubrir la deuda, quién sabe si grande, que la casera exige a gritos, lo mejor sería preparar con cuidado la fuga, esperar agazapado la noche, asegurarse de que no hay demasiada altura desde la ventana hasta la calle ni vigilancia en el parterre. Pero para eso habría que moverse, y aún no puedo. Todavía ignoro de qué seré capaz y qué no lograré si de veras consigo espabilarme del todo. Ni siquiera sé, siendo honesto, si una vez que esté por fin bien despierto conseguiré moverme, si mis piernas, que no siento, me han sido amputadas o si sólo están, como el resto de lo mío, dormidas. Por alguna razón que se me escapa, me intriga sobremanera el tamaño de mis orejas, quizá tan grandes como cuencos de sopa, esa clase de orejas que dan lugar a la inquina o la burla, o tan pequeñas que pudiesen resultar, bien al contrario, motivo de alabanza por su delicadeza. A decir verdad, no concibo mi aspecto en absoluto, ni el aspecto que otros pudieran preferir en mí. Se me antoja, aun aletargado, que, sin mostrarme ante nadie, a nadie podría inquietar o defraudar mi presencia, y tan amable sensación justifica con creces mi modorra. Sin embargo, medio dormido como estoy, también estoy medio despierto, ya medio fuera de esta cama, aunque aún no quiera, que es como decir que ya estoy casi dentro del mundo. Pero, y tal vez ésta es mi excusa, ¿cuál? El mundo tiene más de un aspecto. Está el que hemos conocido, pero también el que ignoramos, uno que, sin nuestra presencia, es, a pesar de todo. No basta con una pila de recuerdos para asegurar que uno conoce el mundo, ni siquiera para confirmar que se ha pertenecido a él.

Recuerdo a mi madre… ¿Es eso bastante para decir que he sido en el mundo? También recuerdo una piscina, una estantería, un continente y haber mirado hacia el cielo, o haber temido el fondo de un pozo. Una canción puede todavía animarme a un baile y el tacto de una superficie parecerme suave o áspero; un sabor, amargo; un golpe, contundente, y una sonrisa, desconcertante; las puertas que se cierran, frustrantes y al segundo protectoras. Si accedí a un afecto, ¿en verdad lo perseguía por necesidad o sólo temía su ausencia? Imposible saberlo sin viajar muy hacia atrás en la memoria. O muy hacia delante en la pesquisa.

Habría que levantarse de la cama, en cualquier caso, e indagar hasta encontrar el principio de este siniestro enredo, y, en cambio, algo que soy capaz de identificar como propio y relevante me aconseja no moverme todavía. ¿Quién me asegura que el individuo que salga de esta cama me sea útil? O que siquiera me agrade. Mejor quedarse quieto, por ahora. No tengas miedo, dice el imbécil. ¿Miedo a qué, perfecto bobo? ¡Como si fuera el miedo lo que me mantiene quieto! ¡O la desmemoria!

Mucho me temo que no sea así. Por desgracia, me resulta imposible olvidar tantas cosas (inútiles) de entre todo aquello que parece haber sucedido en mi presencia, y reconozco con dolor que no consigo olvidar ni por un instante al protagonista insidioso de cada capítulo intranscendente de mi memoria. ¡Cómo librarse del gran sabiondo petulante y su cháchara interminable! Menudo petimetre altanero estaba hecho, si incluso subía las escaleras volando por encima de los peldaños, de dos en dos, sin saber ni adónde iba. El mismo insignificante individuo que asomado por fin a la terraza pensaba que el viento estaba soplando precisamente para peinarle el flequillo. El rey de la fiesta se creía entonces, sin caer en la cuenta, tan mentecato como era, de que no le consideraban, todos aquellos risueños vividores, sino el bufón de la sala de baile (y hacían bien). De ahí lo sonoro de sus carcajadas y la lástima o el desprecio que mal escondían sus miradas y que él, en ese demencial ayer, borracho de vanidad, no era capaz de distinguir y, por si fuera poco, confundía con vítores y alabanzas. Sucede con cierta frecuencia que el objeto de una burla, en su tontuna, se ve a sí mismo como valioso centro de atención.

Y ahora, en este día en el que ya no hay máscara que cubra su deshilachada polca, no queda otra que aceptar el desastre y demorar el amanecer. Mirar a los ojos al tipejo que le trajo hasta aquí y hasta esta delicada postura, por qué no admitirlo, merecedora de compasión y decididamente fetal. Obsérvalo con cuidado si es que reúnes el coraje (pues ver un alma agazapada siempre quiebra el ánimo), más quie­to que un besugo congelado, aferrado a la almohada como un moribundo a un crucifijo, temeroso incluso de soltarle la mano al último sueño, por miedo a que le alcance (a este sujeto sólo nuestro) alguno de los destinos que con tanta imprudencia como frivolidad ha construido. Prefiere el insensato que le sigan mordiendo el culo sus atroces pesadillas antes que abrir los ojitos al cegador sol del nuevo día. O quizá no es para tanto, y sencillamente esté demorando la obligación de volver a pasar revista, calzarse las botas y regresar a la batalla, la instrucción o, sin más, la marcha, o la plúmbea tarea, que con tanta sensatez pospone.

Dicen que cuando te encuentras un animal no demasiado grande en mitad de la carretera, pongamos un conejo o incluso un cervatillo, es más seguro sujetar fuerte el volante y acelerar que tratar de esquivarlo. Supongo que cervatillos, conejos y animales no demasiado grandes en general tienen otra opinión al respecto, pero dudo mucho de que lo hablen entre ellos. Aunque quién sabe de qué hablarán esas bestezuelas en el bosque, mientras esperan a que la luz de los faros de un coche en la noche más oscura las inmovilice para la foto final. Un golpe seco. El funcionario estampa entonces con tinta el sello que habrá de otorgarles el pasaporte definitivo hacia ninguna parte. ¿Apuntarán sus bajas de manera individualizada los conejos? ¿O se limitarán a comentar, resignados, «un conejo menos»?

…..

Un segundo, espera, se escuchan nuevos gritos. Luego seguimos con esto.

¡Qué ruido tan endemoniado! ¡Menudo jaleo! ¿Quiénes son y de qué hablan?

Esta vez no se trata de la casera, es otro alboroto aún más confuso. Son otras también las protestas, y, por tanto, otras voces. Las quejas han cambiado de dirección y escucho malestares muy distintos y, a la postre, opuestos. Una nueva estirpe de bastardos alza sus soflamas al cielo. Justo ahora, cuando ya le estaba tomando aprecio a la despótica casera. Queda claro que por fin la bendita patrona se ha callado; se impone, por consiguiente, un turno de réplica.

Como era de esperar, los inquilinos también protestan, faltaría más.

Y se pisan unos a otros la palabra, de tantas demandas como tienen.

A saber: todo está sucio, no hay agua caliente, el desayuno es inapropiado para un hotel de cinco estrellas, el mar no se ve desde las estancias interiores. A este respecto, precisamente, oigo hablar a una jovencita de voz tan dulce como el aguaí: ¿Por qué, mi amor, nos han dado una habitación frente al parking y los contenedores de basura? ¿Y yo qué demonios sé?, contesta el desolado amante. ¿Por qué algunos nacemos sin suerte? He ahí otra pregunta tan puntual y apropiada como la otra. En la habitación contigua el problema es el parqué, que cruje, según entiendo, con un irritante chirriar como de termitas hambrientas bajo los pies de un grandullón enfurruñado y puede que ebrio, pues a esa protesta suma su descontento por no encontrar más botellitas de ginebra en su diminuto minibar. De cada una de las estancias de la casa me llegan en oleadas todos los disgustos y demandas imaginables, desde la falta de entretenimiento para los más pequeños hasta lo pesada que resultó la bullabesa de la cena de anoche. Tampoco parece adecuada la dimensión de la piscina, ni está a gusto de todos la localización de la pista de tenis, bajo un sol abrasador, tan alejada del frescor que proporcionarían de manera natural los hermosos árboles del bosque de eucaliptos. Por no hablar del tamaño de algunas de las suites, que no merecen tal nombre, según parece, o cuando menos no resultan, a juicio de estos llorones, lo que algunos esperarían en un hotel de esta categoría, y qué decir (sino maldades) del eficaz, sí, pero distante trato que ofrece el personal del hotel, en especial una insidiosa recepcionista más empeñada en hacer preguntas que en responderlas y que, por si fuera poco, se maneja mejor con el alemán que con el cristiano. ¡Acabáramos! Y cómo es que no hay paraguas, ni sombrillas para el caso, en la maldita recepción. Si aquí lo mismo llueve que hace un sofoco insoportable. ¿Y la decoración? Decadente y anticuada o, por el contrario, demasiado a la moda, tirando a escandinava y poco acogedora…

La murga de quejas se alarga creando un totum revolutum sin sentido, y las voces se entremezclan, se amalgaman, se enguachinan, hasta formar un coro advenedizo —mi propia molestia me dice que histérico e inarmónico— propio de huéspedes ingratos.

¿Acaso te sorprende?

Este hotel, si es que lo fuera, jamás podría resultar muy distinto a ningún otro lugar en el mundo, donde, como es bien sabido, nada encaja a la entera satisfacción de nadie, donde todo es insuficiente o excesivo, según las rigurosas demandas de sus huéspedes. Así, el mar estará demasiado lejos para disfrutarlo a gusto o demasiado cerca como para poder evitar que el ruido de las olas nos robe el sueño, o las voces de los niños jugando en la orilla o los graznidos constantes de las gaviotas turben el sagrado bienestar de la clientela. El viento ruge de poniente, o llueve, o no llueve y el viento es de levante y convierte la playa en un secadero de tabaco, o sopla el maldito cierzo, o la tramontana, o el siroco, o las noches tropicales empañan de húmedo vapor las copas de daiquiri. Y no hay nieve sobre la que esquiar, o por el contrario la nieve es perfecta, pero las largas colas en el telesilla te arruinan la experiencia, o no conseguimos ver tranquilos las putas pirámides de Guiza por culpa de la aglomeración de turistas y además no hay quien vaya a Venecia en ninguna época del año por culpa de la «gente», tanta y tanta y tantísima gente.

¿Sorprendido aún? Espabila, Segismundo, en ninguna pesadilla, en ninguna cárcel ni en ningún infierno vas a estar solo. Suéñate como prefieras, rey o reo, pero en ninguno de esos vanos anhelos estarás sin la obligada compañía y sin la melodía constante de sus lamentos.

Detente un instante (y aquí se impone una nueva demora), algo de lo que han dicho estos quejicas me interesa de pronto sobremanera. ¿Es posible que este extraño lugar en el que me encuentro sea en verdad un hotel de cinco estrellas? ¿Podré bajar entonces a desayunar y elegir entre el espléndido bufet mis platillos favoritos, y volver sin restricciones a por más café, fresas, panqueques, huevos con beicon, chilaquiles, pa amb oli, hummus, baba ganush y hasta cereales y ciruelas pasas de esas que marcan la regularidad del intestino con la marcialidad del paso de la oca (esencial para una vida armónica), y repetir una y otra vez mientras disfruto de un cigarrillo solo frente a la playa de La Concha, o el bosque de Chapultepec, o admirando el monte Fuji, o el cañón del Colorado, o el desierto del Gobi o el paisaje, en definitiva, que otros hayan elegido por mí? Nadie me molestará mucho entonces, si no es para atenderme puntual y, claro está, fríamente, como sólo se atiende a los extraños en tales circunstancias. Aunque por lo poco que intuyo desde la cama, aun sin ser capaz siquiera de volver la cabeza, no parece que sea el caso, y nada de la pequeña habitación que ape­nas me atrevo a imaginar me invita a concluir que esté hospedado en lugar tan gentil (a pesar de las protestas), ni que me acurruque con placidez en una de esas suites no tan grandes como debieran pero perfectamente confortables al fin y al cabo, sino, por el contrario, retenido, escondido o acorralado en una estancia mucho más lúgubre. Y hasta puede que todas esas iracundas protestas que hace un segundo me alarmaban con tanta nitidez no sean sino el eco de las miles de quejas mundanas escuchadas por doquier, durante tanto tiempo, y que ahora recupero en mi nebulosa circunstancia para evitar sufrir los lamentos de los verdaderos condenados que con toda probabilidad se amontonan a mi alrededor, como únicos camaradas en estas profundas mazmorras. También puede ser que esté exagerando y resulte final y felizmente que ésta (que tanto me angustia) no sea más que una estancia cualquiera en un lugar cualquiera, de la que tan fácil es entrar como salir, pero si ése fuera el caso, ¿quién me dice que el horror que tengo por seguro no aguarde ahí fuera, como un taimado vengador, a que mi debilidad de carácter me obligue a reincorporarme al mundo?

No debo dejar que eso suceda, lo sé; de lo que no estoy tan seguro es de cómo impedirlo. De niño, en ese largo nunca que nos separa de la vida adulta, sí creo haber tenido la fortaleza necesaria, pero, claro, quién puede volver a esa confortable antesala y tener la fuerza de antaño. Ése fue el tiempo de antes.

¿Antes de qué? Pues antes de que nadie te haya dicho aún lo que eres o no eres y, por consiguiente, qué se espera de ti. Esa clase de «antes» que defiende a capa y espada la condición de inocente frente a cualquier acusación.

¿Sabes lo que digo yo a eso? ¡Cuac, cuac!

¿Cuac, cuac…?

A modo de burla. Personalmente creo que nada de lo que dices tiene sentido, es más, pienso que no le acertarías a un ganso disecado a dos pasos de distancia ni con un trabuco.

¿Y por qué habría de hacerlo? Si recapacitas, verás que huyo de toda beligerancia.

Hazme un favor, viejo charlatán, aclárame esto un poco, si es que eres capaz.

Es bien sencillo: sin hacer nada, de poco se te puede culpar.

Si tan sólo pudiera (y sé bien que no es posible) alargar unos instantes este páramo que se extiende, en apariencia infinito, desde aquí hasta el día, evitando así el momento fatal en que alguien, quien sea, golpee en la puerta con los nudillos para avisar de la causa siguiente, o el despertador recuerde alguna obligación, o la lluvia, el frío, el sol, el escenario, la circunstancia o la tarea impongan un vestido concreto.

¿Cómo será el uniforme acorde a mi labor? Poco importa. Sea de pocero o de mariscal, no querré ponérmelo y me apretarán lo mismo las botas.

Algo me dice que la música que escucho mientras reina el silencio es la mismísima banda sonora del puto paraíso. Pero, cuidado, ¿serán todas las fuentes que escucho, vomitando agua desde la boca de mil tritones, imaginarias? ¿Habrá algo real en todo esto? Una vez más levantarse parece obligatorio, pero ¿y si el tiempo de lo real ya ha pasado?

Se imponía lo real ayer, pero ya es tarde (y tampoco nos sirvió de tanto). En cualquier caso, esta mañana, de cuyo verdadero aspecto lo ignoro casi todo, se me antoja distinta. O, al menos, amarrado de un brazo al sueño y del otro a la vigilia, así me lo parece. Aunque también cabe la posibilidad de que sólo pretenda una vez más concebirlo todo a mi capricho. Ése es también buen motivo de inquietud, la severa espada que, sujeta por la empuñadura de la más vaga esperanza, blande en cambio el metal afi­lado del desastre.

Una idea (y esto no debería dudarlo) se me repite con la contundencia de un taladro neumático que estuviera intentando llegar hasta el fondo mismo de mi alma, recordándome con insistencia no muy sensata que lo real jamás tendría que haber sucedido.

…..

En su corazón alberga aún la más tenaz de las disposiciones, o eso quiere imaginarse.

Entonces, ¿qué te detiene?

Pues no sabría decirle, puede que la tormenta.

Ah, en ese caso, déjeme que le explique: se ha convertido usted con el tiempo en un perfecto pusilánime, amigo mío. Lo cual no deja de ser un cambio notable.

Recuerdo que en otros tiempos… Sí, sí, lo sabemos todos y usted el primero, en otros tiempos ataba longanizas con lazos de seda, tocaba la trompeta debajo del agua, cortaba amapolas con catana, presumía sin razón por cualquier tontería, se movía, entre gruñón y ufano, por el campanario como el jorobado de Notre Dame, vivía de fantasías (por resumir), pero siempre muy dispuesto. En los aviones, por poner un ejemplo, apenas se alcanzaba la altura reglamentaria y se establecía la velocidad de crucero, le faltaba tiempo para molestar a la azafata suplicándole un whisky y correr luego al baño, tras apenas dos o tres sorbos apresurados, a rematar la faena con generosas dosis de cocaína, que fiel a su estúpida estrategia escondía siempre en clínex arrugados, fingiendo constantes catarros. ¿En qué estarías pensando, Quasimodo? Pero todo había empezado en realidad mucho antes, a poco que uno se pare a pensarlo. Fue la mañana de un jueves cualquiera (por buscarle una fecha señalada) en que decidió sustituir el miedo natural de la infancia por un coraje inventado. Bueno, en mi descargo he de decir que justo eso y ninguna otra cosa es lo que se le pedía a la construcción de un muchacho. Los grumetes sabían desde un principio que sus deseos serían sepultados bajo las aspiraciones de sus contramaestres y capitanes, y al trepar por las jarcias muertas no perseguían sino el cenit de su obediencia y buena disposición, y hasta en el fragor de la batalla pertenecían, los grumetes, a un coraje asimilado. El hombre decide al niño, y así ha sido siempre, esperar lo contrario sería de necios.

No tengo más remedio que reconocer, en cambio, que el resto de la larga lista de infamias fue cosa mía y hasta puede ser que este lugar, esta habitación en la que aún no me atrevo a alborear del todo, no sea sino la consecuencia directa de cada una de mis atolondradas decisiones. No va uno a galeras por nada, y jamás son injustificados (y menos aún injustos) los azotes, ni se llega a merecer la docena por naderías. Y, sin embargo, no es el arrepentimiento lo que me mantiene inmóvil, tan quieto como el animal de mi más reciente sueño, a punto de ser atropellado por un camión de mercancías. No soy esa clase de cobarde. Es otra cosa, otra causa y, por ende, otra la razón de la pausa. En eso al menos espero no confundirme. Intrépido creo que sí fui. ¿No abandoné todas las risas de la casa con un afán tan sólido que sólo podría llamarse voluntad? A cuento de qué lamentarme o tiritar ahora. O empecinarme contra toda evidencia de lo contrario en distinguirme como pusilánime. ¿No demostré una y mil veces una osadía rayana en la insensatez?

En la sala del consejo se hablaba de esto a menudo, poderosos y miserables venían siempre a protestar por lo mismo, desgarrados por la distancia insalvable que se extendía entre sus anhelos y su circunstancia.

Se le dieron mil vueltas al asunto y, a pesar de que aquéllas eran las mentes más laureadas de su tiempo, no se logró nunca llegar no ya a una solución, sino a vislumbrar siquiera un triste paliativo.

¿Cómo pretender entonces que un hombre solo, más confundido que brillante, se enfrente a tan ma­yúsculo desafío?

No espero respuesta y, además, una pregunta muy distinta me parece ahora mismo más urgente: ¿estará este hotel, o cárcel, tanatorio, camarote o lo que sea cerca de la casa de empeños?

Ahí es donde yo quería ir desde un principio. Donde debo ir, en realidad, mal que me duela. ¿Y por qué? Como es lógico, para tratar de recuperar algo que dejé allí hace mucho tiempo, tanto que ni siquiera recuerdo qué demonios pueda ser. Pero, y este «pero» se impone a cualquier otra razón, mantengo muy viva (tal vez casi lo único que salta aún dentro de mí) la intuición de que debe de ser algo que, aun abandonado en su día por vulgar apremio, me resulta ahora terriblemente necesario.

No pienso entrar en este momento a dar explicaciones de por qué estoy tan seguro de echar tanto en falta aquello que no recuerdo, por mucho que se contraríe nadie.

Conozco bien la curiosidad que sienten algunos por asuntos que se alejan de manera considerable de su incumbencia, o su verdadero interés, sólo por pasar un rato, por así decirlo, de vacaciones en la exótica isla de los problemas de los demás. Por eso precisamente me niego con rotundidad a dar explicaciones de menesteres que a nadie más que a mí me conciernen.

No, por favor, de ninguna manera, déjeme sin más que me acerque a la casa de empeños, que tampoco es tanto pedir. No pretendo otra cosa que recuperar algo que creo me perteneció. Y sí, ya que lo pregunta, perdí el recibo, pero supongo que el dueño del miserable negocio me recordará, como yo le recuerdo a él, con la misma claridad que si el canje se hubiera producido ayer y no hace mil años. La mirada despectiva, el rostro enjuto y desconfiado, las gafas sucias con la intención de robarle valor a cada prenda, a cada joya, a cada empeño. La sonrisa falsamente honesta y hasta los rayados horizontales de los puños de su camisa, en contraposición a las rayas verticales de sus mangas, su raído chaleco de lana, todos y cada uno de los más ínfimos detalles de su apariencia de perfecto usurero me vienen a la memoria sin esfuerzo alguno. Que esto no se corresponda en absoluto con el hecho de que haya olvidado por completo el objeto empeñado sólo demuestra que soy víctima de un bloqueo mental de carácter traumático. Y ése es el motivo, sin duda, por el que me duele tanto pensar en lo perdido como tratar de reunir fuerzas suficientes para recuperarlo.

Una cosa queda sin embargo, o al menos eso espero, aclarada en todo este asunto: si lo empeñé, es que algún día fue mío.

…..

En resumen: no consigo despertarme, ni mucho menos levantarme, pero sé que tendría que llegar, como fuese (o cuando fuese), hasta la casa de empeños.

Me consta que no se toma usted nada en serio mis desvelos, no podría ser de otra forma, pues a nadie que yo conozca le preocupa lo más mínimo la suerte de sus semejantes, y si quiere mi opinión (que no lo creo), me parece muy razonable que así sea y, desde luego, a lo largo de mi vida en pie, es decir, antes de caer quién sabe si para siempre en este lecho, me acostumbré a tan sensata costumbre. Sin darme cuenta de que desinteresándome de la suerte ajena también estaba desalojando cualquier clase de interés por mi propia suerte.

Esto me quedó muy claro muy pronto, aquella vez, casi en la infancia, en que el padre Tim, no mi padre natural, que también se llamaba Tim, por cierto, sino Tim, mi párroco y confesor, no se guardó de decirme lo que pensaba en realidad de mis pecados, con una sinceridad que me hizo temblar desde el dedo más pequeño del pie hasta las gotas de lluvia que se habían posado en mi sombrero camino de la iglesia.

De tu afición a la zozobra, hijo mío, me dijo mirando al suelo, no hay fe que pueda salvarte y tampoco parece, a decir verdad, que hayas tomado la decisión de librarte de tus cuitas, de tan a gusto que estás con ellas.

¿Qué me quiere decir con esto, padre Tim?

Que sarna con gusto no pica.

Y se quedó tan pancho.

…..

Hablando de sombreros, y esto va para ti, Elisa, te guardo con sombrero y sin sombrero en mi memoria.

¿Y de qué me sirve ahora?

También quería mucho al gato, y mira cómo acabó aquello.

Mi abuela quería mucho a un loro que tenía desde hacía tiempo, pero eso no evitó que muriera de un infarto cuando le rondó el perro de mi tía Conchita demasiado cerca de la jaula. En fin, que, por mucho que se proteja con el mayor de los esmeros lo más valioso que cada uno atesora, las lágrimas cubrirán tarde o temprano todo lo nuestro. Mi abuela, por fortuna, sobrevivió más de treinta años a su pobre loro, por si a alguien le interesa.

Volviendo a lo que estábamos, este pequeño desliz sentimental no cambia nada, ni mejora el resto de mis recuerdos, que no traen sino el runrún de una máquina medio averiada, un rudimentario molino sin grano que moler que gira torpe y sin función alguna, tal vez porque no fui capaz de huir a tiempo. Antes de ser definitivamente atrapado en la espiral que construyó los muelles de este muñeco que salta de la caja sin sorpresa a poco que se apriete el sencillo mecanismo. Un saltimbanqui sin niño que le aplauda, que hace boing y para nada.

Y es eso, el no haber sido capaz de poner tierra de por medio, lo que ahora más me quema, como un rencor que no se apaga con un sinfín de buenos pensamientos.

¿Cuántas veces estuviste seguro de que ya era hora de abandonar la ciudad de tu juventud con sus mil farolas, anuncios gigantes de pequeños placeres, neones o luces led o como las llamen y semáforos alumbrando absurdos trajines de todo punto innecesarios y encontrar de una vez la paz en la colina de tu vejez? Cientos de veces, si es que llevo bien la cuenta. Noche tras noche conseguiste conciliar el sueño con ese insensato proyecto. Si hasta llegaste a pensar en la maleta más adecuada para ese viaje, y a diseñar con la eficacia de la araña cada hebra, cada paso, cada aliento de tan necio plan.

Establecerte en otro sitio, frente al mar a ser posible, en un país amable y extranjero, donde nadie reconociese ni tu rostro ni tu nombre, dejando que el rumor de lo que fue tu vida se fuera apagando con calma, hasta desaparecer del todo, como un apunte al carboncillo arrancado del cuaderno de dibujo y expuesto a las inclemencias del tiempo.

Sólo así podrías levantarte cualquier mañana sin temer al hombre que te espera al otro lado de la puerta y, de paso, reconstruir los huesos rotos de tu orgullo.

¿O no? ¿Y si eso no fuera posible? Algo me dice que también ese sujeto que imagino con detalle como el perfecto sustituto para este molesto allegado, por distinto que fuera, se ha de convertir más pronto que tarde, por fuerza, en otro enemigo. Al igual que los reyes destronados o los mendigos que encuentran de manera inesperada riquezas no cambian en lo sustancial, sólo conseguirás transformar tu apariencia y, por tanto, aquello que desde el principio viajó contigo donde fueras no te abandonará ahora por un simple cambio de escenario, o de fortuna, o su revés, abortando así toda posibilidad de escape.

Por esa misma razón, los vigilantes de una penitenciaría dedicados a atajar los vanos intentos de fuga sonríen maliciosos, a sabiendas de que, en caso de fallar en su tarea (siempre se evade alguno), el pobre reo llevará consigo su condición miserable a la calle, y no será nunca otra cosa que un reo en el alma, travestido de hombre libre.

…..

De vuelta en el hotel en el que me imagino estar (queda ya claro que es preferible un hotel a una cárcel), la soledad de este comensal se extiende con elegante serenidad sobre un mantel bordado y rematado con mimo en los bordes con flores que parecen claveles. También estas disparatadas suposiciones me sobrecogen. Imaginar manteles no es poner la mesa, ni es cierto, por más que lo repita el mismísimo Mandela, que la mente sea capaz de campar a sus anchas mientras los huesos se pudren tras las rejas de una celda.

Se impone, dentro de la marea de esta pesadilla, buscar algún atisbo de cordura. Vayamos, pues, por orden. Me invento que es posible no moverme nunca (aunque sé que no lo es) y enseguida me siento atrapado por la precisa maquinaria de mi absurda invención. ¿Qué sentido tiene? Pues te diré qué sentido le veo al asunto. No arriesgarse a ser lo que es obligatorio e inevitable ser allá fuera. Despierto en el mundo, no se puede sino formar parte de él. Y una vez aterrizado en ese extraño planeta, ten mucho cuidado, amigo mío: todo lo que se pueda edificar, cualquier construcción de uno mismo, por pequeña que ésta sea, conlleva un fatal peligro.

Tan fácil convertirse en déspota como en siervo, si se abandona la cama y se adentra uno realmente en la jungla que crece salvaje y se extiende fuera de esta cama. Una al menos de tan tristes posibilidades parece inevitable. ¿Qué condición elegir (si es que se pudiera) entre víctima y asesino? Imposible encrucijada. Como inevitable es también el certero destino de tan ridículas cavilaciones junto a la almohada. La vergüenza, por tanto, estaba desde el comienzo asegurada. El bochorno parece ineludible y como siempre inapelable. El mundo de ahí fuera, si algo confirma, es la condición grotesca de cada empeño. Y lo estéril de la protesta subsiguiente o cualquier intento de discrepancia. No hay más que un camino, por mucho que uno se empeñe en construir laberintos, y una vez que echas a andar, amigo mío, sin darte ni cuenta ya estás dando todos los pasos necesarios para consumar tu risible aventura.

Poco importa con cuánto coraje te enfrentes a los vientos salvajes del cabo de Hornos, o con qué arrogancia te encierres en una jaula de leones. Podrías ir a la Luna, ya puestos —siempre que superases esas rigurosas pruebas a las que se someten los astronautas—, y aun así no llegarías tampoco a ningún lugar muy alejado de tu ridículo anhelo.

Aquí solo, en cambio, en esta extranjera habitación, puedo consolarme a placer, resarcirme de mi inane naturaleza, ignorar el peso de mi propia presencia y, ya que estamos, prepararme como es debido para fingir extramuros, en ese vasto territorio inhóspito, la arrogancia de un titán, pues es bien sabido que es esa determinada impostura la que acepta y exige el mundo. Todo esto en caso de que consiguie­ra o quisiera conseguir salir del catre.

¿Y qué podría hacer con estas lecciones tan bien aprendidas en mi modorra? Pues es muy sencillo, retrasar más allá de lo que recomiendan el buen juicio, las buenas maneras o, sencillamente, la lógica más pedestre mi partida de este nido protector, hasta estar dispuesto cuando menos a hacer lo útil para el mundo (que no es sino lo estéril para el alma).

Decir mis buenos días, por ejemplo, con admirable (y bien fingida) normalidad. Ese pequeño logro sería un formidable principio.

Pero, y aquí me asalta otra duda, buenos días ¿a quién? Si apenas soy capaz de imaginar un carné de baile vacío, una chistera olvidada, una viuda desconsolada o vengativa, un castillo abandonado, enemigos escondidos entre los arbustos, un carrusel oxidado, una orquesta que desafina bajo una pérgola, un buscador de setas desnortado (y en consecuencia en­venenado), etcétera, etcétera…

Espera un momento, que, para mi sorpresa, un niño angelical entona ahora un réquiem y el bufón que fui aborta en el aire una cómica pirueta y cae de bruces contra el suelo de mármol. Qué le vamos a hacer, no haberlo intentado.

Y mientras voy cavilando en estas naderías, creo escuchar el silbido acerado de la guillotina, como todas las mañanas, y sólo después de mi correspondiente ataque de pánico, como cada día, amanece.

No sólo para mí, claro está, no soy tan memo, amanece igual para cada uno, para los más vivos y diligentes y para los quietos, de manera idéntica para los más ilustres difuntos que para los soldados desconocidos, y discurren igual todas las jornadas, entre solemnidades, elogios, agravios y burlas, celebraciones y condenas. Puñales grotescos lanzados por un feriante con los ojos vendados alrededor de una silueta que bien puede ser la tuya.

Me despertará finalmente un claxon, como a los demás, mientras los coches se suman a la autopista, primero con precaución y enseguida veloces, partiendo la mañana en dos, severos y fugaces como firmas al pie de un contrato, un epitafio o una carta de amor.

Y me despertarán tambores o calambres, el sonido estridente de un noticiario, el ladrido de un perro, el corretear de los enfermeros, los lamentos de un niño frente al aburridísimo desayuno que ya intuye, aunque aún no lo sepa, que se llama futuro, pero no un futuro de naves siderales, como sería lógico esperar, sino un triste mañana de lo mismo hoy que antes que siempre. ¡Mecachis en la mar!

El deseo era también un despertar, pero ahora el deseo se me antoja un estorbo que apenas interrumpe e incomoda la placidez del sueño.

¿Por qué de niño temía tanto el momento de sucumbir al sueño y hoy me aterra abandonarlo? El maldito desayuno lo arruinó todo.

Y si no desayunas porque no puedes, es aún peor, como bien saben los que, sin la oferta de otra pena ni la culpa de otro delito, pasan hambre.

En fin, que hoy es otro hoy y un hoy como cualquiera.

…..

Aprovecho para, en lo posible, centrarme un poco.

Considero todas las posibilidades y la respuesta más consecuente ante cada una de ellas. Un qué haría en cada caso, por decirlo así.

Con la poca calma de la que soy capaz, sopeso las alternativas.

Si estoy en el extranjero.

Si estoy en mi habitación.

Si viajo hacinado en un submarino.

Si estoy encarcelado.

Si estoy enfermo.

Si me recogió la caridad y reposo en un triste dormitorio de las hermanas agustinas recoletas.

* * *

TIM de Ray Loriga
Cortesía Alfaguara

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