Por fin había terminado el curso de introducción para los nuevos empleados que comenzó el primero de abril. Para la mayoría de mis compañeros, esa última semana había sido muy estimulante, no sólo porque íbamos de un sitio para otro cada día, sino también porque lo hacíamos con distintas personas (los grupos de cinco se reorganizaban cada mañana). En esta fase el sistema incluía presentaciones delante del resto de los compañeros de aquello que habíamos aprendido. Sin embargo, para alguien como yo, eso era bastante duro: soy muy tímido y me cuesta mucho comunicarme con la gente que acabo de conocer, así que por las noches volvía exhausto a mi apartamento.
Por añadidura, se daba algo que podríamos llamar «lucha por el liderazgo» entre los miembros del equipo y el ambiente de competencia por el primer puesto me resultaba muy duro. El ambiente se había estropeado tanto que incluso se oía ese tipo de maledicencias en los ratos de descanso. Muchas veces sentí el impulso de protestar, de decir que éramos compañeros y que debíamos tratarnos bien y ser solidarios, pero nunca me atreví. Esa incapacidad de verbalizar las cosas realmente importantes es una constante en mi vida, y para colmo esas cosas que no digo me pesan para siempre.
Mi trabajo como agente de ventas empezaría después del largo puente de la semana de festivos nacionales consecutivos entre finales de abril y principios de mayo, y esa preocupación se sumaba a la sensación de soledad que me invadía cada vez que entraba en mi apartamento y, en general, a la incomodidad de ser un recién llegado a Tokio.
Finalizado abril, me ingresaron mi primera paga. Recuerdo que uno de los compañeros veteranos nos sugirió que usáramos ese dinero para hacerle un regalo a una persona que nos hubiera apoyado de manera especial, y a mí me pareció una buena idea. «Perfecto. Le compraré un regalo a mi abuela Natsuko», pensé. «Pero ¿qué, y dónde?» Quería que fuera algo que le hiciese ilusión, así que se me ocurrió ir a Ginza, donde sabía que estaban las mejores tiendas.
…..
La señora Kijima me acompañó hasta la puerta principal de los grandes almacenes Matsukiya.
—Tienes que seguir todo recto por aquí —me dijo señalando Chuo Dori, la calle principal de Ginza—. ¿Seguro que no te perderás? Si quieres le pido a alguno de los chicos que te acompañe. Lo haría yo misma, pero tengo que atender a un cliente, lo siento muchísimo. —Tenía cara de preocupación.
—No pasa nada —repuse—, tengo el mapa que me ha dado y el móvil; me apañaré bien.
—Eso espero. Dame un momento y llamo a la tienda. Estoy segura de que te tratarán muy bien —añadió mirándome con tanto afecto que me recordó a mi querida abuela Natsuko.
—Gracias. Entonces me voy ya.
—No hace falta que corras, ve con calma. Y si pasa alguna cosa, me llamas y buscamos una solución, ¿de acuerdo?
Me sentía como un niño al que su madre envía de compras por primera vez. Acababa de conocer a la señora Kijima, pero era como si fuésemos amigos de toda la vida.
Eché a andar guiándome por el mapa que me había dibujado en una hoja: primero, tenía que caminar en línea recta durante un buen trecho. Después de unos pasos, me di la vuelta y la vi aún de pie delante de la puerta principal de los almacenes. Le hice una pequeña reverencia y me despedí agitando la mano.
Era la primera vez que alguien me dibujaba un mapa, pero además la señora Kijima me había anotado el nombre y la dirección de la tienda y su propio teléfono móvil por si me perdía.
Al tercer semáforo, crucé Chuo Dori para adentrarme en una de las callecitas perpendiculares. A diferencia de la esplendorosa avenida que acababa de dejar atrás, esa calle estaba llena de edificios apretujados y parecía un pequeño laberinto. Tras caminar un rato más y doblar otra esquina, vislumbré el buzón cilíndrico que la señora Kijima me había indicado en su mapa.
Debían de repintarlo cada tanto porque era de un rojo bermellón tan vivo que casi dañaba la vista. Hasta entonces, sólo había visto buzones como ése en el cine y la televisión; sin duda, era un punto de referencia ideal. Justo enfrente estaba la tienda de la que la señora Kijima me había hablado.
—Así que es aquí… —susurré sin querer.
Entre unas cosas y otras debía de haber caminado unos diez minutos. El mapa era muy claro y el trayecto bastante fácil, pero para alguien como yo, que llevaba apenas unos días en Tokio, había supuesto toda una aventura.
La señora Kijima me había asegurado que se trataba de una papelería de gran solera, pero si bien aquel edificio de tres plantas parecía antiguo, se conservaba muy bien. La sensación que transmitía era bastante peculiar, aunque difícil de describir. Digamos que daba la impresión de tener categoría, pero sin ponerlo a uno nervioso. En las puertas de cristal podía leerse PAPELERÍA SHIHODO.
En cuanto puse un pie dentro, un suave aroma me dio la bienvenida. Quizá fuera algún tipo de incienso; en todo caso, no resultaba penetrante ni molesto. De hecho, sentí como si me envolviera, paliando la sensación de incomodidad y agobio que me acompañaba desde que había llegado a Tokio.
Un momento después, una voz masculina me saludó desde el fondo:
—Irasshaimase! Bienvenido a la Papelería Shihodo.
La voz era tan acogedora como el aroma del incienso. Parecía que aquel hombre se alegraba realmente de mi visita. Una de las primeras cosas que me llamó la atención de Tokio fue ese irasshaimase!, «bienvenido», que se decía en las tiendas. En el pueblo donde me crié, aunque uno sea un cliente, se saludaba igualmente con un «Buenas tardes». O «Buenos días» si era pronto por la mañana o «Buenas noches» si ya atardecía.
El hombre debió de haber notado que titubeaba, porque enseguida apareció frente a mí. Tendría entre treinta y cinco y cuarenta años. Vestía una camisa azul celeste, una corbata lisa azul marino, pantalones grises y unos sencillos zapatos negros de cordones. No tenía el pelo ni corto ni largo y lo llevaba con raya en medio.
—Perdone, ésta es la Papelería Shihodo, ¿verdad? —le pregunté de forma innecesaria, teniendo en cuenta que acababa de leer el letrero de la entrada.
—Así es. ¿Y usted es el joven Nitta?
—Sí, soy yo.
—Le estaba esperando. ¿Ha encontrado bien el camino?
—Sí, me las he arreglado muy bien gracias a esto… —repuse mostrándole el mapa que me había dibujado la señora Kijima.
El hombre miró el papel y asintió.
—Estupendo. La señora Kijima acaba de llamarme diciendo que le había recomendado este establecimiento a un cliente muy importante y que esperaba que lo atendiésemos como se merecía.
Sacó del bolsillo un estuche con sus tarjetas de presentación y me entregó una.
—Me llamo Ken Takarada y soy el propietario. Estaré encantado de atenderle como merece.
—Ah… mmm… mucho gusto.
Para alguien tan tímido como yo, el primer contacto con un desconocido siempre es un momento cargado de tensión; sin embargo, el señor Takarada siguió hablando tan sonriente como antes, sin dar señales de haber notado mi nerviosismo:
—En fin, no hay prisa, pero ¿qué deseaba? La señora Kijima sólo me ha dicho: «Ken, lo dejo en tus manos», y ha colgado. Bueno, ¡eso es lo que hace siempre! —agregó con una gran sonrisa—. Así que no sé qué está buscando en concreto.
—Ah, pues… buscaba papel de carta y sobres —contesté serenándome por fin.
El señor Takarada asintió inclinando mucho la cabeza, como si pensara: «Ya sabía yo», y luego dijo: «Entendido» y señaló el fondo de la tienda.
—Adelante, por aquí, por favor. Tengo ese tipo de artículos en aquellas estanterías.
No sé por qué, pero por alguna razón el señor Takarada me hacía sentir cómodo. Puede que la costumbre tokiota de preguntarle al cliente qué desea sin más demora tenga que ver con que la gente de la gran ciudad va siempre con prisas, pero yo no había conseguido acostumbrarme y a menudo sentía como si me estuviera atendiendo una máquina expendedora automática.
Las estanterías que me enseñó estaban repletas de toda clase de papel de carta y de sobres. Algunos eran evidentemente lujosos (papel washi, hecho a mano o con flores prensadas, o papel rayado al estilo occidental, pero con las rayas de un marrón rojizo), por lo que sólo con verlas ya disfrutaba uno.
Al lado de cada tipo de papel había unos sobres a juego, tanto verticales (al estilo japonés) como horizontales (al estilo occidental). Bastaba una ojeada para calcular que debía de haber unas doscientas clases.
—Aparte de los que ve aquí, tengo otros con motivos que dependen de la estación del año, y además hay una sección especial dedicada a las tarjetas de felicitación, con sus sobres correspondientes.
—¡Cuánta variedad! —exclamé—. Estoy impresionado.
—Muchas gracias. Incluso nos gustaría tener más, pero el espacio es el que es. De todas formas, nos preciamos de ser uno de los establecimientos mejor surtidos de la ciudad. Y si aun así no encuentra lo que busca, puedo darle la dirección de alguna otra papelería grande de Ginza, Nihonbashi o de los alrededores de la estación de Tokio donde lo tengan. Puedo pedirles que se lo reserven.
—Mmm, ¡no se moleste! Elegir entre todos éstos ya me costará muchísimo. No creo que me queden fuerzas para ir a ninguna otra parte.
—Este de aquí se llama precisamente Tayori, «misiva», aunque puede usarse para escribir cualquier cosa, no sólo cartas. —Sonrió—. Cada hoja tiene diez rayas verticales muy tenues sobre un fondo de suave tono vainilla. Es exclusivo de la Papelería Shihodo: no lo encontrará en ningún otro lugar.
—Oh, interesante…
El señor Takarada buscó dos estantes por encima y sacó otro papel diferente.
—Éste también es exclusivo. Se llama Hagoromo, como el vestido que permitía volar, y su creador lo pensó como un washi, el clásico papel japonés, pero que pudiera usarse en el día a día. Es de gran calidad, y por eso la producción es limitada. Las rayas no están trazadas a mano ni impresas, sino insertadas en la trama… Pero, disculpe, ¡no he parado de sugerirle artículos que responden a mi gusto! —A pesar de su edad, Takarada hablaba de un modo tan cortés que resultaba extraño—. Pero ambos son simples y elegantes. Quizá…
—Es usted quien tiene que disculparme —lo interrumpí—. Soy muy indeciso.
—A grandes rasgos, existen dos maneras de elegir el papel de carta y los sobres. La más común es basarse en el gusto del remitente. La otra es escoger lo que creemos que le gustará más al destinatario. Las dos variedades que le he recomendado son papeles clásicos, y sin duda le harán quedar bien, pero hay que reconocer que podría encontrar algunas mejores. ¿Por qué no prueba a elegir imaginando la clase de papel que le gustaría al destinatario?
Sabía que era un buen consejo, pero yo no había escrito una carta de verdad en mi vida. Como mucho, tarjetas de felicitación de Año Nuevo.
—¿O más bien busca algo que pueda servir como regalo?
Era evidente que el señor Takarada había notado que yo estaba del todo perdido e intentaba echarme una mano.
—Estooo… pues sí. Mire: acabo de cobrar mi primera paga y se me ha ocurrido que podría regalarle algo a mi abuela, que vive en el campo. He venido a Ginza con esa intención, pero primero me he dedicado a vagar sin demasiado sentido y luego, por probar, he entrado a unos grandes almacenes y no sé cómo he ido a parar a la sección de alimentación. Estaba totalmente perdido, se me ha acercado una señora y…
El señor Takarada estalló en una carcajada.
—«Oye, chico, ¿te encuentras bien? ¡Mira cómo estás sudando!», le ha dicho algo así, ¿no es cierto?
—¿Eh? Pues sí, me ha dicho algo parecido, y luego me ha servido té verde gyokuro fresco en un vaso de papel. Yo estaba muy avergonzado, pero la cosa no ha acabado ahí: ha ido al fondo a buscar una silla y ha hecho que me sentara a descansar en un lateral del mostrador.
El señor Takarada asintió sonriente.
—La señora Kijima es incapaz de ver a alguien cansado o en dificultades y no intentar ayudarlo.
—Pues ya le digo. Y el té que me ofreció estaba muy bueno. Quizá suene exagerado, pero creo que es de los mejores que he tomado en la vida. Cuando he vaciado el vasito se me ha escapado un suspiro y ella ha vuelto a servirme mientras me preguntaba qué me había pasado.
Resultaba extraño: sólo conocía al señor Takarada desde hacía unos minutos, pero se me hacía facilísimo conversar con él. Y, pensándolo bien, acababa de sucederme lo mismo con Kijima. Por lo visto, mi destino ese día era encontrarme con gente amable.
—¿Cuántos años tiene la señora Kijima?
—Pues cualquiera sabe. Siempre da reparo preguntarle la edad a una mujer, ¿no? Pero trabaja en los grandes almacenes Matsukiya desde que tengo memoria. Si no me equivoco, hace tiempo que pasó de la edad de jubilación y ahora trabaja como externa formando nuevos empleados o como consejera cuando se trata de clientes de especial importancia. Ah, y es una de las pocas personas que se permite hablarle de tú al director de los grandes almacenes Matsukiya.
—Vaya… así que alguien importante se ha preocupado por mí…
El señor Takarada negó suavemente con la cabeza sin dejar de sonreír.
—Si dijera delante de ella eso de «alguien importante», se ofendería alegando que suena como si fuese una vieja gruñona. Lo cierto es que es estricta con el trabajo y consigo misma, pero es muy amable con los demás, sin distinción. Ya quisiera ser como ella, y no sólo como comerciante, sino como persona. —Mientras hablaba, Takarada asentía con la cabeza como si estuviera haciéndose reproches a sí mismo. Pero de pronto se detuvo y se rascó la cabeza—. Disculpe —dijo—, me he dejado llevar y me he perdido.
—¡Nada de eso! Yo he tenido la culpa. Estoy tan contento por lo amable que ha sido conmigo la señora Kijima que he querido compartir esa alegría con usted. Gracias por atenderme.
Acababa de caer en la cuenta de que, desde que había llegado a Tokio a finales de marzo, quizá era la primera vez que alguien me prestaba tanta atención. Entre otras cosas, por eso echaba tanto de menos a mi abuela Natsuko, que siempre me escuchaba atentamente, incluso cuando divagaba sin sentido.
El señor Takarada asintió con una leve sonrisa, como animándome a continuar.
—Después de tomarme el té y relajarme un poco, le conté a la señora Kijima que acababa de recibir mi primera paga y quería regalarle algo a mi abuela, pero no se me ocurría nada. Me dio algunas ideas, y después me propuso que le comprara té.
Cuando mencioné la compra, Takarada murmuró como para sí: «Té reciente, de la nueva temporada, gran idea. Luego iré a comprar yo también.»
—Pues la verdad es que jamás se me habría pasado por la cabeza comprarle té a mi abuela, así que le estoy muy agradecido a la señora Kijima. Pero la cosa no ha quedado ahí: después me ha insistido en que incluyera una carta, aunque fuera muy breve, en el paquete. Yo le he explicado que bastaba con enviarle un mensaje de móvil avisándola de que pronto le llegaría algo de mi parte, pero ella no estaba de acuerdo. «Hazlo por mí», me ha dicho, y no he podido negarme.
—Pues claro —dijo Takarada asintiendo—. Y por eso le ha hablado de la Papelería Shihodo…
—Sí. Me explicó que en los grandes almacenes Matsukiya también hay una papelería, pero que no tiene ni punto de comparación, en cuanto a la variedad y la calidad, con lo que podría encontrar aquí. Luego, me ha dibujado el mapa que le he enseñado hace un momento.
—Tan amable como siempre.
—Así que estoy buscando papel de carta y sobres.
—¡A sus órdenes! Bueno, ¿qué le parece éste? Me disculpará que sólo le recomiende productos exclusivos de la tienda, pero este papel está muy solicitado y creo que se ajusta perfectamente a sus necesidades.
El papel estaba dividido en ocho franjas verticales por unas rayas de color verde claro, y ese mismo color se utilizaba, en los sobres a juego, para delimitar los espacios destinados al sello y a las direcciones del remitente y el destinatario.
—Este diseño se llama Tsukizuki, «mes a mes», y viene en doce colores distintos. El tono de verde que ve aquí —dijo señalando una raya en lo alto de una página— se llama wakaba, o sea: «hojas tiernas», pero, como notará, la peculiaridad del diseño radica en que, a medida que uno se acerca al pie de la página, el color va atenuándose hasta casi desaparecer. Lo vendemos desde hace mucho tiempo; de hecho, desde antes de que yo trabajara aquí. Me han contado que se creó por sugerencia de un cliente, cuyo nombre no recuerdo, que se dedicaba a la pintura tradicional de estilo Nihonga y quería tener un espacio para hacer pequeños dibujos en la parte baja de la página. Él mismo diseñó la pauta, hizo los dibujos destinados al lugar donde va el sello y eligió los colores, y todo ello de forma gratuita; «por haber abierto la boca», según decía él mismo. No sé si lo sabrá, pero tenemos cuatrocientos sesenta y cinco colores en nuestra tradición, así que no debió de ser nada fácil seleccionar sólo doce que, además, tenían que combinar con el tono del fondo.
Me enseñó los otros colores del diseño Tsukizuki: rosa nadeshiko (el rosa claro del clavel japonés); magenta koushi; naranja akebono (el naranja del amanecer); naranja oscuro kakicha (el de los caquis maduros); rojo intenso kurenai (escarlata); rojo azuki (el granate de las judías azuki, a las que algunos llaman también «soja roja»); marrón grisáceo susutake («color de bambú ahumado»); marrón ebicha (chocolate); azul aofuji (el color de las glicinias); gris ginnezu (gris ratón) y, finalmente, dorado konjiki.
—Todos valen lo mismo —me explicó Takarada—, excepto el dorado, que se hace con hoja de oro. Yo preferiría que costara igual que los otros, pero ya ve: el oro no para de subir de precio y, además, cada vez hay menos artesanos que lo trabajen. Puede que llegue el día en que la técnica del laminado de oro termine perdiéndose para siempre…
Mientras él hablaba, yo no dejaba de pensar en lo agradables que me parecían todos aquellos colores. Era como si me refrescaran la vista. Los sobres venían en paquetes de cinco, atados con una cinta de papel, y junto al espacio destinado al sello cada modelo tenía un dibujo a cuál más bonito (el de los sobres rojo azuki, por ejemplo, consistía en tres judías minúsculas; el de los de color naranja akebono, en un sol naciente, y el de los dorados konjiki, el monte Fuji).
El señor Takarada se dio cuenta de que yo estaba mirando con atención los dibujos y me comentó:
—Algunos clientes creen que es una lástima que el dibujo termine oculto, y pegan a propósito el sello en otro sitio. Hasta el punto de que el cartero que reparte en esta zona se nos ha quejado alguna vez pidiendo que le digamos a los clientes que peguen el sello en el lugar correcto.
—Pues entiendo que no quieran taparlo. Por suerte, mi carta irá junto con el paquete de té, de modo que no necesitará sello. Me llevaré el papel y los sobres del color de las hojas tiernas.
El señor Takarada contestó con un «Magnífica elección», cogió los artículos y me pidió que lo siguiera a la caja, pero cuando íbamos hacia allí, dijo:
—No quiero ser impertinente, pero ¿tiene con qué escribir?
—Se me olvidaba decírselo —le respondí—. Necesito tinta para esta pluma.
Metí la mano en la mochila y saqué una funda de tela negra. Allí guardaba el estuche alargado de una pluma estilográfica.
El señor Takarada se puso detrás del mostrador y, tras dejar a un lado los paquetes de hojas y de sobres, me pidió que esperara un segundo y sacó de un cajón unos guantes blancos. Luego cogió una especie de bandeja de madera con el fondo forrado de fieltro, sin duda pensada para colocar objetos valiosos encima, y se puso los guantes.
—¿Me deja ver su estilográfica? —me pidió mientras se enfundaba los guantes. Cogió con ambas manos el estuche y, después de colocarlo sobre el fieltro, acercó una silla y se sentó—. Disculpe, pero es que, si manipulo la pluma estando de pie y se me escapa de las manos, podría acabar rompiéndose. Por eso prefiero sentarme, aunque sea una descortesía. Si quiere, siéntese también. —Me señaló otra silla, situada junto al mostrador.
—Veo que es una Montblanc, pero no es de las modernas, ¿verdad?
—No, no es moderna.
Sacó el estuche de la funda. En la tapa podía verse el logotipo de Montblanc, con la clásica estrella blanca. Dentro, bajo el folleto con las instrucciones y la tarjeta de la garantía, estaba la pluma, sobre un fondo acolchado. El capuchón y el clip eran de un dorado reluciente.
—Yo no entiendo de estilográficas —confesé—, pero ésta es muy lujosa, ¿no? Me han dicho que muchos escritores famosos utilizaban este modelo…
Takarada asintió.
—Sin duda es una pluma muy buena. Se trata de una Meisterstück Classique de Montblanc. Como el cuerpo es delgado, puede llevarse en el bolsillo interior de la chaqueta sin que abulte; además, es algo más pequeña de lo normal, lo que resulta ideal para las manos japonesas, más pequeñas que las de los occidentales.
—Vaya…
Me sentía un poco extrañado escuchando una explicación sobre un objeto que era mío.
—Sin embargo, creo que los escritores prefieren una estilográfica de cuerpo más grueso. Por ejemplo la Le Grand 146, también de la serie Meisterstück.
Fue hasta una vitrina situada a un lado del mostrador y cogió una estilográfica con una silueta parecida a la de la mía, pero un poco más grande, sobre todo en cuanto al grosor del cuerpo.
—El diámetro de su pluma es de 12 mm, mientras que el de ésta es de 13,3 mm. Por lo visto, este grosor es más cómodo para quienes escriben durante mucho tiempo.
Cogí aquella Le Grand 146 que me mostraba el señor Takarada.
—¡Sí, es más gruesa! La mía ya me lo parecía, comparada con los lápices y bolígrafos que suelo usar, pero ésta lo es todavía más.
—Efectivamente —replicó Takarada mientras sacaba otra pluma.
—La más gruesa que hay es esta de 15,2 mm: la Meisterstück 149, que también es muy popular entre los literatos, además de utilizarse en la firma de contratos importantes. Puede que sea demasiado ostentosa para usarla a diario, pero hay veces en que uno piensa: «Ahora es el momento», y en esos casos ofrece el aspecto imponente que la ocasión requiere.
La 149 era tan gruesa como un rotulador permanente. Mientras yo la examinaba, el señor Takarada le quitó el capuchón a la mía, desenroscó el cuerpo y extrajo el cartucho.
—La punta y el convertidor están limpios. No la ha usado nunca, ¿verdad?
—Ni una sola vez.
Takarada asintió, cogió el cartucho de tinta que estaba guardado en el estuche de la pluma, lo alzó para mirarlo al trasluz y lo sacudió un poco.
—No estoy seguro de que esta tinta esté en condiciones de usarse. Veamos, la fecha de la garantía es… ¡vaya! ¡Expiró hace doce años!
—Mi abuela me regaló esa pluma cuando cumplí los diez.
Takarada puso cara de sorpresa.
—¿A los diez años? No quiero parecer impertinente, pero creo que esta pluma es demasiado lujosa para un niño de esa edad.
—¿Verdad que sí? Por eso, aunque me alegró que me la regalara, jamás la llevé a la escuela: la guardé en un cajón y sólo hace poco me acordé de ella.
—Ya veo. Pues es nueva y no tiene ni un rasguño, así que debería de bastar que la cargáramos con tinta para que pueda escribir. Si va a usar este convertidor, necesitará un frasco de tinta, pero puede que le convenga más utilizar cartuchos, sobre todo si planea llevar la pluma encima. ¿Qué opina?
—¿Cuál de los dos sistemas es más sencillo?
—Los dos son fáciles una vez que uno se acostumbra, pero si tuviera que elegir, creo que el cartucho es más práctico.
—Pues entonces póngame unos cartuchos, por favor.
—Enseguida —contestó Takarada saliendo de detrás del mostrador. Fue hasta otra estantería y regresó con varias cajitas.
—Últimamente, Montblanc ha empezado a sacar tintas de colores vivos y llamativos, pero tratándose de una carta yo creo que es preferible optar por lo clásico. De derecha a izquierda, aquí tiene Mystery Black, Midnight Blue y Royal Rlue, cada uno de un azul más claro que el anterior. También he traído un verde oscuro y un morado, pero son de uso mucho más limitado.
—¿Y con cuál cree que acertaré?
—No se puede generalizar, pero el cartucho que venía en su estuche era el Midnight Blue, que antes se llamaba Blue Black.
El cartucho viejo que el señor Takarada me había desaconsejado utilizar tenía escrito BLUE BLACK.
—Me llevo ése.
—¡A sus órdenes!
La cuenta no pasaba de los dos mil yenes, una cantidad muy pequeña, y el té y el envío me habían costado apenas unos cuantos miles. Cuando decidí ir a Ginza a comprar el regalo me había imaginado que gastaría bastante, pero no había sido así, gracias sin duda a aquella gente tan servicial.
Le di el dinero a Takarada, que me preguntó mientras me daba el cambio:
—¿Verdad que me ha dicho que pondrá la carta en el paquete del té? Supongo que querrá sentarse en algún sitio a escribirla para luego volver a los grandes almacenes Matsukiya.
—Pues sí, ésa es mi intención. La señora Kijima me ha dicho que, si llego antes de las seis, ella puede meter la carta en la misma caja del té y aún daría tiempo para que saliera con los envíos de hoy.
—¿Y no le gustaría escribirla aquí mismo, en la planta de arriba? Normalmente tenemos esa planta alquilada para talleres de manufactura de papel, de caligrafía normal o de estilo tensho, esos que se usan para hacer sellos personalizados y firmar con ellos. Pero hoy no hay nadie, y tenemos unos escritorios y unas sillas perfectos para escribir una carta.
La propuesta me cogió por sorpresa: era muy cordial.
—¿De verdad? Estaba pensando en pedirle que me recomendara alguna cafetería tranquila por aquí cerca.
El señor Takarada respondió negando con la cabeza sin dejar de sonreír.
—Por supuesto, hay magníficas cafeterías en esta zona. Yo suelo ir a una que se llama Hohozue, donde hay buen café, té y platillos ligeros. Si además de escribir quiere comer o beber algo, con mucho gusto le diré dónde queda, pero no creo que sea el lugar ideal para que le escriba una carta a su abuela.
—¿No será mucha molestia? —insistí, aunque lo más apropiado hubiera sido decir sólo «sí, muchas gracias».
Él contestó mientras negaba con la mano:
—No, por favor. Me hace sentir culpable viéndolo así. Bueno, antes que nada, aquí tiene el cambio y el recibo —añadió tendiéndome una bandejita de cuero.
Las monedas y billetes eran tan nuevos y estaban tan brillantes que se me escapó una exclamación de sorpresa.
—Jamás me había fijado en lo bonitas que pueden ser las monedas —comenté.
—Yo pienso lo mismo, sobre todo cuando se trata de monedas de cinco yenes: casi dan ganas de unirlas por el agujero con un cordel y llevarlas como colgante. Por cierto, están hechas de una aleación de sesenta por ciento de cobre y cuarenta por ciento de zinc.
—¿Y siempre da el cambio con monedas y billetes nuevos? —pregunté en tono de broma, pero Takarada contestó poniendo una cara que sólo podía querer decir: «Por supuesto.»
—Así es. Es más complicado, y además hay que pagar una pequeña comisión al banco, pero me encanta sorprender a los clientes y verlos sonreír. Por eso, en mi opinión, ese pequeño esfuerzo vale la pena. Claro que en estos días ya hay muchos clientes que no desean pagar en efectivo, con lo que se pierde la ocasión de darles la sorpresa —dijo con tono triste.
—Lo malo —comenté intentando bromear para levantarle el ánimo— es que luego da pena mezclar estas monedas con las demás y doblar por la mitad estos billetes perfectamente planchados. Mi cartera es de esas en las que hay que doblar los billetes para meterlos dentro y que tienen un compartimento especial para la calderilla.
—Bueno —respondió Takarada sonriendo nuevamente—, en ese caso… —Sacó una bolsita de plástico con cremallera y puso allí las monedas; después, introdujo los billetes en un sobre.
—¡Qué amable! Me deja usted sin palabras.
No se me ocurrió otra cosa que decir. Abrí mi mochila y guardé la bolsita con las monedas. Luego saqué una novela de misterio que tenía a medias y metí el sobre con los billetes nuevos entre las páginas.
—Es La educación de Polly McClusky de Jordan Harper, ¿verdad? Buena novela… —comentó Takarada.
Me sorprendió que reconociera el título sólo con un vistazo.
—¿La ha leído?
—Sí, y a juzgar por dónde tiene el marcapáginas, verá que poco después se pone de lo más emocionante.
No solía encontrarme con gente de gustos literarios parecidos a los míos. Por entonces visitaba páginas de internet donde se reunían los aficionados al hardboiled o a las novelas de misterio, pero me limitaba a leer los comentarios sin participar… Me cuesta mucho opinar cuando no tengo a la otra persona delante, y más si ni siquiera la conozco.
Ya sé que muchos piensan lo contrario: que es más sencillo ser sincero con desconocidos, pero cada vez que alguien me lo dice no puedo evitar pensar: «Entonces, ¿ahora que me tienes delante me estás mintiendo o qué?»

La voz del señor Takarada me arrancó de mis pensamientos:
—Acompáñeme, le llevaré a la planta de arriba. —Puso sobre el mostrador una campanilla y un tarjetón que decía: «Estoy en la planta de arriba. Si desea algo, simplemente toque la campanilla», y a continuación echó a andar hacia el fondo de la tienda—. Adelante, es por aquí —dijo volviéndose un instante.
Pasamos delante de la sección de papel de cartas y sobres, seguimos de frente hasta llegar a unas escaleras (un cartel de madera decía EL TALLER DE HOY HA FINALIZADO) y subimos a un amplio rellano, de unos tres metros cuadrados, donde había una mesita de café y una silla colocada de forma estratégica para que desde ahí se abarcase con la vista toda la planta de abajo.
—A algunos clientes antiguos les gusta sentarse aquí a tomar un café o un té.
—Parece un lugar donde se está muy a gusto.
El señor Takarada sonrió y me alentó a seguir subiendo:
—Ánimo, que ya casi estamos en la cima de la montaña.
El comentario me hizo gracia, así que también sonreí.
Las ventanas de la planta de arriba eran más amplias y sólo con la luz del sol de primavera era suficiente para casi deslumbrarse. El espacio debía ser estrictamente el mismo que el de abajo, pero parecía mucho más amplio debido a la falta de estanterías y vitrinas abarrotadas. Mirando de frente hacia el ventanal del fondo, que era el más grande, a la derecha podía verse un espacio elevado a medio camino entre un cuarto y una tarima de cuatro tatamis y medio, que ocupaban unos diez metros cuadrados. Por otra parte, en la pared a la izquierda había un gran armario estantería con cajones y estantes de distintos tamaños. Finalmente, en el centro de la sala había seis mesas con ruedecillas dispuestas de manera que formaban un rectángulo hueco, frente a cada una de las cuales había dos sillas.
Y al mismo pie del ventanal había un recio escritorio de madera con su correspondiente silla.
—Es aquel escritorio —dijo Takarada señalando hacia allí.
El mueble parecía estar esperándome. No había nada encima y los rayos de sol que penetraban por las ranuras de las persianas bañaban su superficie.
Siguiendo al señor Takarada, me acerqué al mueble. De cerca se veía muy usado, lleno de marcas y arañazos. Había una enorme mancha negra quizá debida a un frasco de tinta derramado. Takarada movió hacia atrás la silla y me dijo:
—Adelante.
Obedecí y me senté. El asiento estaba forrado de cuero y el relleno era más bien duro, pero no incómodo. Coloqué los antebrazos sobre el tablero y paseé la vista por su reluciente superficie.
El señor Takarada abrió uno de los cajones de la izquierda.
—Aquí tiene un par de diccionarios y algún libro de estilo.
Eso me tranquilizó: a lo mejor en aquel libro de estilo encontraba distintos ejemplos de cartas, y el diccionario serviría también como medio de consulta.
—Muchas gracias —le dije, y enseguida, mientras abría la mochila para sacar el papel, los sobres, el estuche con la pluma estilográfica y el cartucho de tinta, añadí—: Me daré prisa.
—¡Nada de eso! —exclamó—. Las prisas son malas consejeras. Ha quedado en encontrarse con la señora Kijima antes de las seis, ¿no es así? Pues todavía hay tiempo de sobra. Escriba con calma. Después de todo, cuando se escribe a mano, y sobre todo si uno lo hace con una pluma estilográfica, las letras adquieren un rostro propio: unas sonríen, otras lloran, otras se enfadan o miran con ternura, y esos rostros reflejan lo que sentimos al trazarlas.
—¿«Rostros», ha dicho?
Jamás se me habría ocurrido algo así. Sin embargo, es cierto que la letra de cada uno es única. Nos hemos acostumbrado tanto a los mensajes de móvil o los correos electrónicos que ya no tenemos ocasión de ver letra manuscrita.
—Un momento —añadió Takarada.
Fue a sacar algo de uno de los cajones del enorme armario estantería y volvió en un santiamén. Por lo visto, en aquellos cajones se guardaban, entre otras cosas, repuestos del material a la venta.
—Use esto, por favor —dijo tendiéndome algo—. Es un cuaderno. Quiero regalárselo como agradecimiento por haber venido a la papelería… y también porque a ambos nos gustan las novelas hardboiled.
—Pe… pero ¿está seguro? No sé si debo aceptarlo…
—Acéptelo, por favor —insistió asintiendo con la cabeza.
El cuaderno debía de ser el doble de grueso que los normales. Tenía las cubiertas de un color gris claro y en la portada se distinguía en letras pequeñas la palabra NOTE y un par de renglones para escribir sobre ellos la materia y el nombre del propietario. El lomo era de color negro, con una cenefa de color crema para escribir alguna cosa que permitiera identificar ese cuaderno en la estantería.
—¡Da pena usar un objeto tan bonito! —comenté mientras lo hojeaba.
El papel no era ni demasiado grueso ni demasiado fino, y resultaba muy agradable al tacto.
—Le recomiendo empezar escribiendo las primeras palabras y frases que le pasen por la cabeza para que termine de acostumbrarse a la pluma. Luego, piense cómo combinarlas. En este cuaderno, como es sólo de uso propio, no es preciso escribir con buena letra. Eso sí, le recomiendo que, si escribe algo que no le convenza, lo tache con una única línea. De ese modo, si luego cambia de idea y decide utilizarlo, seguirá siendo legible.
—Escribir sin más… Pero no sé cómo ponerle el cartucho a la pluma —confesé.
—Saque la pluma de su estuche y el cartucho de su caja, por favor.
Hice lo que me pedía.
—En primer lugar, retire el capuchón, el de las plumas Montblanc suele ser de rosca. Luego desenrosque el cuerpo de la pluma y sepárelo de la boquilla. Eso es. Ahora, encaje el extremo más estrecho del cartucho en la boquilla. Notará una ligera resistencia, pero empuje hasta el fondo, de manera que encaje.
Moví las manos siguiendo sus instrucciones. Necesité hacer algo de fuerza para encajar el cartucho, pero al final lo conseguí.
—A propósito —me dijo—, en esta pluma se puede guardar un cartucho de repuesto en el espacio libre del cuerpo.
Metí otro cartucho en el cuerpo, tal como me sugería, y volví a enroscar el cuerpo y la boquilla. Después, encajé el capuchón en la parte superior del cuerpo y me dispuse a escribir.
El señor Takarada abrió un cajón de la mesa, sacó un taco de hojas para notas y, arrancando una, la puso frente a mí.
—Trace aquí un círculo o cualquier otra cosa, para que baje la tinta.
Probé a deslizar la pluma sobre el papel según me decía. La punta recubierta de brillante color dorado corría ligera sobre el papel. En unos instantes, la tinta, como si persiguiera la punta de la estilográfica, completó un círculo.
Era una sensación totalmente nueva, muy diferente de la que se experimenta con un lápiz o un bolígrafo. Me parecía tan agradable que dejé de lado los círculos y tracé los signos fonéticos para «a», «e», «i», «o», «u», y finalmente, sin pensar, la palabra «Tokio».
—¿Qué le parece? —me preguntó Takarada.
—No sé qué decirle —respondí yo—. Es la primera vez que escribo con una pluma estilográfica, así que no sé, pero me gusta. Me sorprende, por ejemplo, cómo, sin mayor esfuerzo, se pueden hacer trazos más marcados y más débiles, más gruesos y más finos. Parece como si mi letra hubiera mejorado en un instante.
El señor Takarada asintió varias veces seguidas con una gran sonrisa. Era como si lo estuviese elogiando a él.
—A diferencia de un lápiz o un bolígrafo, que necesitan ser presionados contra el papel, una pluma estilográfica funciona por difusión capilar, así que basta con que la punta de la pluma roce la superficie. Y si esa superficie de contacto aumenta, el trazo se vuelve más grueso y marcado, mientras que si es menor, el trazo resultante es más fino y suave, por lo que permite dar a los caracteres sutiles variaciones de intensidad. O sea, que se acerca bastante a la escritura de un pincel impregnado de tinta.
—Ya veo… no tenía ni idea.
—Perdone, debo de estar mareándole con tanta explicación. Bueno, creo que la punta ya estará bien impregnada de tinta. Puede ponerse a practicar en el cuaderno.
Después de animarme a escribir, el señor Takarada me señaló una puerta junto a las escaleras.
—Allí tiene los lavabos. Yo estaré abajo. Después vendré a traerle un té. Ah, le adelanto que esto no es una cafetería ni nada similar, así que en cuanto al sabor no le garantizo nada. Corre por cuenta de la casa, no se moleste en pagar.
Hizo una reverencia y se marchó.
…..
En cuanto se perdió de vista, me enderecé en la silla y examiné el cuaderno. Sobre el impoluto papel blanco se distinguía el rayado de un tenue color gris. El interlineado debía de ser como de un centímetro.
Miré la contraportada y vi que tenía escrito: «A4. Interlineado UL.» Yo había oído hablar del interlineado A y B, pero era la primera vez que veía eso de UL. Sin duda, era más ancho que los otros, y probablemente más apropiado para escribir lo que a uno se le pasaba por la cabeza.
Anoté la fecha en el ángulo superior izquierdo del papel. Daba gusto escribir con una pluma así.
A continuación, añadí: «Borrador de carta a la abuela», pero enseguida taché «abuela» y escribí «Natsuko».
…..
Cuando yo nací, Natsuko tenía cincuenta años, y probablemente no se sentía preparada aún para que le llamaran «abuela». Quién sabe. Aunque no le gustaba su nombre, siempre había insistido en que la llamara Natsuko, que quiere decir «niña de verano». Al parecer, sus padres le pusieron así porque su hermana mayor se llamaba Haruko, es decir, «niña de primavera». Pero Haruko al menos había nacido en marzo, ¡mientras que ella nació en diciembre! Para colmo, ya puestos, sus padres les pusieron a las siguientes hermanas Akiko, «niña de otoño», aunque nació en abril, y Fuyuko, «niña de invierno», aunque nació en julio. Por supuesto, las tres se quejaban, pero ya no había nada que hacer. Nadie puede escoger su propio nombre.
El mío, de hecho, lo escogió mi abuela, algo de lo que le gustaba presumir: «Yo creo que lo más importante es que la gente conserve su dignidad», solía decirme, «así que insistí en que te pusiéramos Rin, que quiere decir precisamente “digno”.»
Si no me equivoco, la primera vez que me lo contó fue en las vacaciones de verano de mi cuarto año de primaria.
Como en Japón la mayoría de edad se alcanza a los veinte años, mi colegio acostumbraba a realizar en otoño, junto con un festival cultural, una ceremonia para los niños que cumplían la mitad de esa edad. La llamaban «ceremonia de la media mayoría de edad». Como parte de los preparativos de la ceremonia del curso en que yo cumplí los diez años, nos pidieron que le preguntásemos a nuestros padres el porqué de nuestros nombres. Por entonces yo ya me daba cuenta, aunque fuera de un modo algo vago, de que mi situación era peculiar respecto de la de los otros niños: yo no vivía con mis padres, sino con mi abuela, así que era a ella a quien tenía que preguntarle. Recuerdo que me sentía muy incómodo y que temía que ella se incomodara también, pero me contestó con toda naturalidad. Y no sólo eso, sino que, después de contarme el porqué de mi nombre, aprovechó para explicarme un montón de cosas más que yo, hasta entonces, desconocía del todo.
Al parecer mi madre, que era hija única, se había ido del hogar familiar, pero un día regresó luciendo una ostentosa barriga y a punto de dar a luz. Esa criatura por nacer era yo, desde luego, y mi padre era un hombre casado y con hijos que no había cumplido su promesa de divorciarse y casarse con ella. Después de un parto difícil, las cosas habían regresado a la normalidad hasta el punto de que mi madre había vuelto a trabajar en un pueblo cercano, pero, cuando yo tenía más o menos un año, conoció a otro hombre con el que poco después se casó. Según me dijo Natsuko, al nuevo marido de mi madre no le gustaba la idea de que yo viviera con ellos; sin embargo, ella venía a verme una vez al mes. Por desgracia, cuando cumplí tres años se mudó con su esposo a una ciudad lejana y dejó de acudir.
—¿Te gustaría ver a tu madre? —me preguntó, y yo me las arreglé para darle una respuesta bastante imprecisa—: No especialmente.
—En fin —dijo ella—. Diez años, ¡cómo pasa el tiempo! Hasta hace nada eras de este tamañito. Así, no tiene nada de extraño que yo sea una abuelilla que ya está en los sesenta. En cuanto a la «ceremonia de la media mayoría de edad», ¡qué ideas más pintorescas tienen en tu escuela!
—¿Verdad? —le contesté—. No entiendo bien de qué va: al contrario que con la mayoría de edad, no hay ni una sola cosa nueva que podamos hacer después de esa ceremonia. No pasa nada bueno, sólo un montón de tareas desagradables.
—Bueno, al menos es una excusa para que tú y yo lo celebremos. Cuando cumplas veinte años, yo ya tendré setenta. ¡Imagínate! Ni siquiera sé si seguiré viva.
—No digas eso. Seguro que estarás como una rosa.
—Pues esperemos que así sea —dijo, y se quedó callada un momento, como si reflexionara. Luego, agregó—: ¿Sabes lo que vamos a hacer…? Mañana cierro el negocio, nos subimos al tren y nos vamos por ahí. Tenemos que celebrar que tú ya seas medio adulto y yo haya cumplido los sesenta.
El negocio al que se refería era una farmacia en los bajos del mismo edificio en que vivíamos. Era la única farmacia del pueblo y, por tanto, sólo estaba cerrada un par de días al año: el día de Año Nuevo y el de Obon, la fiesta de difuntos, que se celebra a mediados de agosto. Y aun así, si un cliente aparecía en esos días y se ponía a aporrear la puerta, mi abuela terminaba abriéndole. Mi vida, por entonces, transcurría en esa farmacia: sentado en un taburete con la cabeza en las nubes mientras esperaba a que viniese algún cliente, viendo pasar a la gente a pie o en bicicleta, u observando el trajín de los vehículos de reparto.
Por eso, cuando Natsuko dijo lo de «nos vamos por ahí», no supe a qué se refería. Hasta ese punto su propuesta era toda una sorpresa.
A la mañana siguiente, cuando terminamos de desayunar, me regaló un polo nuevo con el logotipo de mi equipo favorito de fútbol (algo totalmente inesperado: no tenía ni idea de cuándo podía haberlo comprado) e hizo que me tomara una pastilla para el mareo.
—Como casi nunca has subido a un tren o a un autobús, mejor prevenir… —me dijo.
Tardamos unos treinta minutos en autobús en llegar hasta la estación. Después, el trayecto en tren fue de una hora hasta llegar a una ciudad cercana donde había unos grandes almacenes. Faltaba poco para el mediodía, y Natsuko propuso que, antes que nada, fuésemos a comer algo.
El restaurante estaba en la última planta del edificio y tenía unas vistas magníficas, así que nos entretuvimos mirando el paisaje los veinte minutos que tardaron en traernos los platos. Recuerdo que ella, que estaba de un humor excelente, iba señalando edificios y diciéndome: «Ése es el edificio del gobierno», «ése es tal», «ése es cual»…
Por fin apareció el camarero y nos pidió disculpas por la espera.
Volvimos la vista a la mesa y descubrimos dos platos al estilo occidental que combinaban una generosa hamburguesa con langostinos empanados.
—Si yo me pusiera podríamos comer estos mismos platos en casa —dijo Natsuko—, pero la verdad es que jamás me saldrían como en un restaurante occidental. Por eso me gusta pedir esta clase de comida cuando salgo.
Enseguida, cogió un langostino, lo mojó en salsa tártara y se lo llevó con alegría a la boca.
Cuando acabamos, bajamos por la escalera mecánica y fuimos recorriendo planta tras planta.
No recuerdo muchos detalles concretos, pero sí que aquellos grandes almacenes, aunque estaban en una ciudad de provincias, hacían honor a su nombre. Había casi de todo: ropa de cama, muebles, artículos de viaje, utensilios de cocina, vajillas, electrodomésticos, juguetes, ropa, maquillaje… Sólo pasear por ahí, aunque no compraras nada, ya resultaba de lo más entretenido.
En un momento dado, llegamos a la sección de papelería y nos topamos con una vitrina llena de bolígrafos elegantes y plumas estilográficas. Incluso para mí, que apenas era un niño, resultaba evidente que se trataba de artículos de lujo. No sé cómo explicarlo, pero imponían respeto. Antes habíamos pasado delante de otras vitrinas llenas de relojes de pulsera y hasta de joyería, y no nos había sucedido nada parecido. Natsuko se quedó clavada, mirando fijamente, y, tras unos segundos, murmuró:
—Tal como pensaba: las mejores son las Montblanc.
—¿Montblanc? Parece el nombre de un pastel —solté yo.
—Olvídalo, vámonos de aquí —repuso ella de un modo algo brusco, me llevó a la sección de juguetería y me pidió que la esperara allí mientras iba a ver unos artículos de maquillaje.
No recuerdo mucho más. Seguramente volvió más o menos pronto y después nos fuimos enseguida a casa, pero no puedo dar mayores detalles. En todo caso, aquélla fue la única vez que salí a alguna parte con ella, así que no la he olvidado nunca.
…..
La «ceremonia de media mayoría de edad» se celebró a primeros de octubre, Natsuko volvió a cerrar la farmacia para asistir y, como suele hacer en las fechas especiales, preparó judías rojas para cenar. Cuando nos sentamos a la mesa, sirvió dos vasos de zumo y brindamos.
—Cuando cumplas los veinte brindaremos con licor, como es debido —se disculpó. Le contesté riendo que no tenía prisa—. Toma, esto es para ti —añadió tendiéndome un pequeño objeto envuelto en papel de los grandes almacenes a los que habíamos ido durante las vacaciones de verano.
—¿Qué es? —pregunté.
—Ábrelo y lo verás —me dijo.
Desaté el lazo y retiré cuidadosamente el papel de regalo. Era un estuche de aspecto lujoso ceñido por una bonita cinta. Levanté con cuidado la tapa, que mostraba una estrella blanca, y, bajo un folleto y una tarjeta, estaba la pluma, sobre un precioso fondo acolchado.
Le pregunté si no era una de esas plumas que habíamos visto en los grandes almacenes, y me dijo que sí, una Montblanc. Cuando probé a sostenerla entre los dedos vi que tenía las iniciales R. N. en letras doradas.
—Pedí que le grabasen tus iniciales. O mejor dicho, me lo ofrecieron y acepté. Era un servicio extra que ofrecía la tienda. El dependiente me propuso que pusiera también mi nombre: «De N. para R.», o algo así, pero me dio vergüenza —confesó sonriendo tímidamente.
Le dije que había debido de costarle mucho dinero y ella afirmó que no era barata, pero que si la cuidaba bien, podía durarme toda la vida. Y añadió que, como decía Shotaro Ikenami… o quizá fuera otro escritor de novelas históricas, «la pluma estilográfica es como la katana de nuestro tiempo», y que lo que quería era hacerme un buen regalo.
—Muchas gracias. La cuidaré muchísimo. Aunque no puedo llevarla a la escuela, ¿verdad? —le dije.
—Mejor que no. Ya la usarás para escribirle cartas de amor a alguien a quien quieras mucho… —Entonces, los ojos se le llenaron de lágrimas; yo estaba a punto de hacerle una broma, pero algo me dijo que no era el momento. Y agregó—: Mientras tanto, basta con que la guardes bien. Por suerte, no se trata de algo que se pudra ni nada parecido. Y ahora, venga, vamos a comernos nuestro arroz con judías rojas.
…..
Miré el cuaderno que tenía delante. Había escrito las frases: «grandes almacenes», «hamburguesa con langostinos empanados», «ceremonia de media mayoría de edad», «pluma estilográfica Montblanc» y después las había englobado en un gran círculo.
Un alegre vocerío atrajo mi atención y dirigí la vista hacia la calle que quedaba bajo la ventana. Pasaba un grupo de estudiantes de uniforme pateando un balón de fútbol. De entrada, no piensas que en Ginza puedas encontrarte con chicos de uniforme, pero con una rápida búsqueda en el móvil vi que junto a la cercana estación de Shinbashi había una escuela secundaria, por lo que deduje que vendrían de allí.
…..
Al contrario de muchos adolescentes, durante la escuela secundaria no fui especialmente conflictivo. Creo que quizá latía en mí cierto sentimiento de culpabilidad por el hecho de que Natsuko, que era mi abuela, se viera obligada a sacarme adelante.
Una vez, durante una discusión, le solté un rotundo: «¡No sé por qué tengo que aguantarte, si ni siquiera eres mi madre!» Todavía hoy recuerdo el dolor que reflejó su rostro en aquel instante. No pretendo decir que haya que mantener siempre una actitud cortés entre personas muy cercanas, pero sí que precisamente por esa proximidad hay cosas que nunca deben decirse. A pesar de ello, Natsuko no me regañó y se calló como si no hubiera oído el comentario. Y esa actitud tan adulta me hizo sentir todavía peor.
Cuando llegó el momento de ingresar en bachillerato y, más tarde, en la universidad, se planteó la posibilidad de que me marchara de casa. Yo tenía una beca, por lo que los gastos se habrían reducido al alojamiento, pero no quería pedirle dinero a Natsuko. Preferí ir y venir, aunque cada trayecto me llevaba dos horas y no era fácil organizarme para asistir a las actividades extraescolares en el bachillerato o a las prácticas de laboratorio, por ejemplo, en la universidad. En cuanto a mi abuela, lejos de sugerir siquiera que debería buscarme otro sitio donde vivir, hacía esfuerzos evidentes para animarme a que me quedara. Se levantaba temprano para que desayunásemos juntos y cada día me preparaba un almuerzo para llevar. Además, para que ninguno de mis compañeros pudiese decir que yo llevaba «comida de viejos», consultaba libros, revistas y hasta páginas de internet.
Unos días me ponía pollo frito; otros, una minihamburguesa al estilo japonés (al plato y acompañada de zanahoria y maíz con mantequilla) o un milhojas de cerdo empanado, pero lo que más recuerdo era que siempre añadía dos grandes bolas de arroz envueltas en alga que llamamos onigiri. Uno iba relleno con encurtido de ciruela, y el otro, relleno de alga kombu en salazón, y ambos envueltos en alga nori tostada. Esos onigiri eran casi el doble del tamaño normal, por lo que no volvía a tener hambre hasta la hora de la cena.
Cuando llegué a Tokio, tuve que resignarme a comprar los onigiri en tiendas de veinticuatro horas. Al principio, me sorprendía lo pequeños y livianos que eran; aunque era lógico, ¡con la cantidad de tokiotas que quieren cuidar la línea! En mi caso, aunque me coma cinco todavía me sabe a poco; sin embargo, eran caros, así que normalmente tenía que conformarme con tres. Quizá por eso, de tanto en tanto soñaba que le estaba hincando el diente a uno de esos onigiri que me preparaba Natsuko.
En todo caso, vivir solo en Tokio me hizo ver lo complicado que es hacerse cargo de una casa y lo ajeno que había estado a todo eso durante toda mi vida. Cuando conseguí el trabajo y supe que tendría que mudarme a Tokio, Natsuko, que antes me había malcriado, se dedicó a entrenarme para las tareas domésticas; gracias a ella me apañaba mínimamente con la limpieza y la colada, pero no le dio tiempo de enseñarme a cocinar, y en eso era un completo inútil.
Al menos me enseñó a manejar la arrocera eléctrica, lo que en gran parte impidió que me muriera de hambre. El resto de mi dieta consistía en sopa de miso instantánea, verduras que compraba ya cocidas en el supermercado… y los escuetos onigiri de las tiendas de veinticuatro horas. Por suerte, en los alrededores de mi apartamento había varias tiendas y supermercados, lo que me permitía probar todo tipo de alimentos.
Sin duda, aunque me llenaba la barriga, nada de eso me dejaba satisfecho, así que un día me aventuré a un viejo y famoso restaurante de comida occidental. Decidido a tirar la casa por la ventana, pedí arroz con pollo y langostinos empanados. El plato iba acompañado de un consomé y una pequeña ensalada, y me lo comí con gusto, no lo niego, pero sin dejar de pensar ni un momento en aquel almuerzo a base de hamburguesa y langostinos empanados que comí con Natsuko en unos grandes almacenes. La cuenta, bastante abultada, sólo aumentó mi nostalgia.
De repente, alcé la vista del cuaderno y descubrí que, en una esquina de la mesa, había una taza de té, una cestita de bambú con una toalla de mano, un plato de madera con un bollo dorayaki y una nota que decía: «Por si quiere tomarse un descanso.»
¿Cuándo me lo habría traído? No me había dado cuenta. En mis tiempos de estudiante, mis amigos y compañeros se burlaban de mí: «Rin, cuando te concentras en algo, no te das cuenta de nada de lo que pasa a tu alrededor.» Me dio vergüenza. No había duda de que me había entregado por completo a la atmósfera de aquel lugar y a la amabilidad de su dueño.
En el cuaderno habían aparecido nuevas palabras: «entrevista escolar», «discusión», «pollo frito», «zanahoria y maíz»… La tinta se había corrido porque se me habían escapado algunas lágrimas.
La toallita de mano tenía un frescor muy agradable y un ligero vapor ascendía aún de la taza de té. Por lo visto, no hacía mucho que Takarada me las había traído. Desenrollé la toallita, la sostuve con ambas manos, me la puse en la cara y disfruté del frescor que calmó mis párpados, enrojecidos por las lágrimas.
Un día antes de que me fuera a vivir a Tokio, Natsuko preparó varios de los platos que me gustaban.
—Es que va a pasar mucho tiempo antes de que pueda volver a cocinar para ti —dijo.
También hizo arroz con judías rojas. No habíamos celebrado su setenta cumpleaños ni el día en que, por fin, alcancé la mayoría de edad (para ser sinceros, yo le daba prioridad a mi trabajo temporal y a mis prácticas de laboratorio, así que «nunca tenía tiempo»), pero la víspera de mi mudanza disfrutamos juntos de una comida especial.
Natsuko me miraba sonriente mientras yo me servía una y otra vez de los distintos platos.
En un momento dado, le dije que ella también comiera.
—Luego, luego —repuso ella, y tomó un sorbito de la cerveza con la que habíamos brindado.
—¿Qué te pasa? Pareces desanimada…
—¿Eh? Ah… sí. Es que he cocinado tanto que he terminado un poco cansada; debe de ser eso —mintió sin dejar de sonreír, pero enseguida añadió—: Oye, Rin…
—¿Sí? —pregunté.
—No, nada… seguro que te lo pasarás bien en Tokio. ¡Ya me gustaría ir a mí también!
—Pues puedes visitarme de vez en cuando.
Ella negó con la cabeza.
—Ya he ido alguna vez, no te creas; aunque fue hace décadas…
—Ah, no lo sabía…
La conversación se interrumpió durante un momento hasta que dejé los palillos sobre la mesa y miré a mi abuela a la cara.
—Verás, quería decirte algo… —murmuré—, es algo que me atormenta desde hace mucho tiempo. ¿Recuerdas aquella vez, cuando estaba en secundaria y discutimos, y yo te dije: «¡ni siquiera eres mi madre!»?
Ella puso cara de sorpresa.
—¿Que te atormenta, dices?
—Sí, te dije algo horrible.
Ella negó de nuevo con la cabeza.
—Para serte sincera, cuando me dijiste aquello me puse muy triste, aunque, no te creas, ¡tu madre decía cosas peores! Pero después casi me alegró.
—¡¿Cómo?!
—La verdad es que siempre has sido tan bueno que me alegré de que mostraras algo de rebeldía y defendieras tu punto de vista, aunque fuera de un modo torpe.
—Pero ¿qué dices?
Hubiera querido añadir algo más, pero de nuevo dejé pasar la ocasión.
—Escucha —dijo ella—. A mí también hay algo que me atormenta, y por lo que me gustaría pedirte perdón. —Dejó el vaso sobre la mesa y se enderezó en la silla—. Un día, más o menos por tu «media mayoría de edad», tu madre me llamó y me dijo que había pensado en que te fueras a vivir con ella.
—¿Cómo? —dije perplejo.
—Sí. Habían destinado a su marido al extranjero y la estancia podía durar diez años, con lo que, si no te ibas con ella, perdería la oportunidad de verte crecer.
Me quedé de piedra. No tenía ni idea de que se hubiera producido aquella llamada.
Natsuko continuó:
—Me sentía muy desconcertada, y enfadada también, porque aquello me parecía una muestra más de egoísmo, pero al fin y al cabo era tu madre, así que no sabía qué responderle. Propuso hablar contigo y que escogieras qué hacer, pero yo me opuse: me pareció que a tus diez años no podías hacerte cargo de una decisión como ésa. Lo único que se me ocurrió fue una especie de apuesta.
—¿Una apuesta?
Natsuko asintió con la cabeza y continuó hablando:
—¿Recuerdas que aquel verano fuimos juntos a unos grandes almacenes?
Lo recordaba, por supuesto. Como ya he comentado, fue la primera vez que veía a Natsuko tomarse un día libre de la farmacia.
—¿Y te acuerdas que te quedaste solo durante un rato en la juguetería?
—Sí: me dijiste que ibas a ver no sé qué y que te esperase allí.
—Pues en ese momento tu madre estaba en la juguetería. —Me sentí incapaz de decir una palabra—. El trato era que, si ella te hablaba y tú la reconocías y te acercabas a ella, yo dejaría que te llevase consigo. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. La verdad es que yo misma tenía miedo de no poderte cuidar mucho tiempo más, ¡al fin y al cabo aquel año cumplía los sesenta! Pero también deseaba con todo mi corazón que siguiéramos viviendo juntos, así que, de algún modo, me encomendé a la suerte. Aquel mismo día encargué la pluma estilográfica Montblanc que te regalé poco después. Era un regalo más propio de un adulto, sin duda, pero es que no sabía cómo iba a terminar el asunto. —Se secó las lágrimas con una servilleta de papel y prosiguió su relato—: Cuando, unos veinte minutos después, volví a la sección de juguetería y vi que estabas absorto mirando los estantes de las maquetas, sentí un gran alivio. No, no, me estoy quedando corta: tuve ganas de dejarme caer al suelo de rodillas y dar gracias al cielo. Más tarde tu madre me llamó y me dijo que no había tenido valor para dirigirte la palabra. Que, por más que le doliera no verte crecer, lo que proponía no era justo para ti ni para mí.
Asentí.
—Perdóname, quizá debería haber aceptado que hablásemos los tres. Y a lo mejor tu vida podría haber sido diferente. Lo siento de veras —continuó Natsuko.
—No, no me pidas disculpas: no me importa —conseguí contestar a duras penas—. Gracias por esta cena deliciosa.
Luego me fui a mi habitación, que ya estaba casi vacía, porque ya había enviado casi todas mis cosas a Tokio. Pero no me había llevado la pluma estilográfica. Cogí el estuche y lo guardé en la mochila que me llevaría al día siguiente. Luego me quedé dormido oyendo el ruido que hacía Natsuko en la cocina.
Cuando terminé la versión a limpio de la carta, ya eran más de las cuatro y media.
El encabezamiento era un sencillo:
Hola, Natsuko, ¿qué tal estás? Yo, muy bien.
A continuación, le contaba que aquel viernes había recibido mi primera paga, y que un compañero veterano nos había sugerido utilizarla para comprarle un regalo a alguien a quien le debiésemos mucho. También que había decidido ir a Ginza porque allí estaban las mejores tiendas, y que había buscado su regalo sin encontrarlo hasta que la casualidad me había llevado a unos grandes almacenes donde me había topado con una veterana dependienta llamada Kijima, que había notado mi cansancio y me había ofrecido un té delicioso. Que, como habría visto ya, ese mismo té era su regalo. Que la amable señora Kijima me había sugerido que pusiera una carta en el paquete del regalo y me había enviado a una papelería de gran solera: la Papelería Shihodo, donde el dueño, el señor Takarada, me había tratado con una enorme cortesía y, después de ayudarme a escoger el papel y los sobres, me había prestado un precioso escritorio para escribir esa carta… con mi pluma estilográfica.
Es decir, le resumía todo lo que había pasado ese día.
—Cualquiera diría que estoy escribiendo un diario… —murmuré para mis adentros con una sonrisa forzada. Entonces añadí:
En Tokio hay mucha gente amable. No te preocupes por mí.
Con la tranquilidad que me daba haber conseguido acabar la carta, me desperecé y solté un bostezo enorme, pero, al bajar los brazos, golpeé sin querer el estuche de la pluma y se cayó al suelo.
Nervioso, me agaché para recogerlo. La pieza forrada de tela que cubría el fondo del estuche se había salido, y junto a ella, en el suelo, había un papelito doblado en dos. Lo recogí todo, me volví a sentar, desdoblé el papel y enseguida reconocí la peculiar caligrafía de Natsuko.
Rin:
Estoy en casa, contigo, pero no soy capaz de decirte cómo me siento.
Por eso, lo dejaré anotado aquí, secretamente.
Desde que naciste te he querido mucho y he sido muy feliz a tu lado, pero el tiempo vuela, y sé que, cuando menos lo espere, ya serás un adulto. Además, tengo cincuenta años más que tú, así que…
De todas formas, te confieso que tengo ganas de disfrutar estos años que nos quedan juntos, y de averiguar en qué clase de persona te conviertes, a qué te dedicas, de quién te enamoras (¡afina el ojo con esto último, porque tú eres muy buen chico!).
Me gustaría darte muchos consejos, pero me quedo con dos. El primero, que hagas siempre lo que creas mejor para ti, y el segundo, y más importante, que recuerdes siempre lo que significa tu nombre y nunca pierdas la dignidad.
Natsuko
Me eché a llorar y estuve así durante un rato mientras leía la nota una y otra vez. Luego, me enjugué las lágrimas con la toallita: tampoco podía quedarme ahí llorando y leyendo para siempre. Volví a doblar cuidadosamente la carta de Natsuko y la metí de nuevo bajo el fondo del estuche. Entonces, rasgué la carta que acababa de terminar.
Me levanté de la silla, me asomé a la ventana y paseé la vista por el cielo de Ginza, que empezaba a teñirse de rojo con el atardecer. Respiré hondo y volví al escritorio a enfrentarme, empuñando mi pluma, a la página en blanco.
Ignoré todos los borradores que había hecho y escribí simplemente lo que me dictaba la emoción. No sólo quería darle las gracias a Natsuko por sus desvelos, sino decirle claramente el enorme cariño que sentía por ella. Nunca había podido expresar ese tipo de cosas, pero la pluma pareció obrar el milagro.
Cuando me di cuenta, ya tenía siete hojas repletas de texto. La última decía:
Ahora que ya soy un adulto me da un poco de vergüenza decirlo, pero nada me gustaría más que regresar a casa, contigo. Y entonces, llorar hasta hartarme para después comer esos deliciosos platos tuyos que me dejarían saciado. Pero no me consentirías que abandonase mi empleo, ¿verdad? Por eso, seguiré esforzándome para adaptarme a Tokio y cumplir con mi trabajo.
Imagino que te sentirás sola. Yo también. Por favor, ten paciencia: me propongo hacerte una visita durante las fiestas de difuntos.
Te enviaré más cartas escritas con la Montblanc que me compraste.
Hasta entonces,
Rin
Exhalé un prolongado suspiro y oí una voz a mis espaldas:
—¿Ha podido terminar su carta?
—Sí, por fin he terminado. Muchas gracias por el té y el dorayaki.
—No hay de qué.
Se hizo un silencio incómodo que sólo acerté a romper preguntando una tontería:
—Perdone, dado que la carta irá en el mismo paquete que el té, no he puesto ni la dirección de mi abuela ni la mía, sino sólo nuestros nombres. Es lo correcto, ¿verdad?
—Sí, es lo correcto —contestó Takarada.
Doblé las hojas de papel, las metí en el sobre, lo cerré y dibujé en el cierre el kanji que hacía las veces de sello.
Solté otro suspiro:
—Pufff…
Takarada, siempre sonriente, me entregó una bolsa de papel de su establecimiento.
—Meta la carta aquí para que no se manche de camino a los grandes almacenes.
Hasta ese día, lo más seguro es que hubiera respondido: «Disculpe la molestia» con la cabeza gacha y hubiera procurado escabullirme. Sin embargo, antes de darme cuenta ya me había puesto en pie y estaba diciendo: «Muchísimas gracias» mientras hacía una reverencia. Me sorprendí de mí mismo.
—No exagere —dijo Takarada tan sonriente como antes—. Me alegro de haberle sido útil. Vamos, lleve la carta a los grandes almacenes Matsukiya. Y hágame un favor, si no es mucha molestia —añadió tendiéndome un papel doblado y ceñido con un lazo.
—Claro que sí. ¿Qué es?
—Es una pequeña nota de agradecimiento.
Asomando por debajo del nudo podía leerse: «A la señora Kijima», escrito con unos ideogramas poco frecuentes.
—Descuide, le daré la nota.
Metí mis cosas en la mochila y puse cuidadosamente aquel papel en la misma bolsa que mi carta: sentía como si me hubieran encargado una tarea de gran importancia.
…..
El camino de vuelta me resultó más fácil: llegué a los almacenes Matsukiya en menos de la mitad del tiempo que me había llevado ir de allí a la papelería. Me dirigí a la planta baja por las escaleras mecánicas y allí me topé con la señora Kijima, casi como si estuviera esperándome.
—¡Por fin estás aquí!
—Es que me he retrasado un poco…
Sentí como si estuviese hablando con Natsuko. Me hizo gracia y se me escapó una risita.
—Siento haberla hecho esperar. —Metí la mano en la bolsa de papel y saqué la carta—. Aquí está la carta a mi abuela. ¿Todavía es posible que la ponga en el mismo paquete del té?
Para mi sorpresa, la señora Kijima la cogió con ambas manos y la alzó a la altura de su cabeza como si fuera una ofrenda.
—Recibida. Lo haré sin falta.
Estaba muy seria y me pareció que debía de haber sido una mujer muy guapa. Me quedé mirándola, absorto, pero entonces recordé la nota de Takarada.
—¡Por poco lo olvido! —exclamé—. El dueño de la papelería me ha dado esto para usted.
—Vaya, veo que el joven Ken ha aprendido a hacer cosas tan elegantes como ésta —comentó con sorna mientras se apresuraba a desatar el cordel.
—¿Qué pone?
—¡Pero qué pregunta es ésa, jovencito! ¡Y si fuese una carta de amor! —agregó muerta de risa—. No, no, simplemente dice «Muchas gracias por enviarme a un nuevo cliente», y luego me cuenta que han llegado unas tarjetas postales que seguro que me gustarán. Ese Ken ya podría haberme escrito algo un poco más romántico, pero bueno, tratándose de él no está nada mal.
Me puse recto y le hice una profunda reverencia.
—Le agradezco mucho todo lo que ha hecho por mí.
Ella se quedó un poco sorprendida, pero enderezó la espalda a su vez y me devolvió la reverencia.
—No hay de qué. Gracias también —repuso con exquisita cortesía.
Había sido capaz de decir «gracias» cuando era el momento de decirlo. Aquello era un enorme avance para mí, quizá la mayor cosecha de ese día.
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Bajo la lluvia, el barrio de Ginza parecía sacado de uno de esos grabados en madera Shin-hanga en boga a principios del siglo XX, pero, como no hay galerías techadas ni subterráneas, los viandantes eran pocos.
Ken Takarada acababa de abrir la Papelería Shihodo y estaba poniendo un paragüero junto a la puerta. El verde de las hojitas nuevas de los sauces empapadas por la lluvia producía un efecto relajante y el rojo bermellón del viejo buzón frente a la papelería brillaba de un modo especial. Tras echar una breve ojeada a esa calle en la que apenas había transeúntes, Ken regresó al interior de su tienda. Entonces oyó que las puertas de cristal se abrían y, como automáticamente, pronunció su característico: «Irasshaimase! Bienvenido a la Papelería Shihodo.»
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LOS SECRETOS DE LA PAPELERÍA SHIHODO de Kenji Ueda
Traducción de Daniel Aguilar
Cortesía Salamandra