Jorge Luis Borges

Forma y fondo de LA CASA DE ASTERIÓN

No hace mucho hicimos una encuesta entre los Miembros del canal de Youtube para decidir cuál de los cuentos de Jorge Luis Borges, sobre cuatro propuestos, eran sus preferidos. Se agregaron otros, pero de los votos y los comentarios surgió que “La casa de Asterión” es el de mayor consenso, con el 57 por ciento de los sufragios emitidos.

Más allá de esta elección sui generis, se trata, en efecto, de uno de los relatos más breves y populares del escritor argentino cuyos orígenes y temática analizamos brevemente en este informe.

La casa de Asterión

“La casa de Asterión” apareció por primera vez en la edición 15-16 correspondiente a los meses de mayo y junio de 1947 de la revista Los Anales de Buenos Aires, que Borges dirigía. De periodicidad mensual, Los Anales… buscó ser reflejo del Journal de L’Université des Annales de París, para dar difusión a la cultura y las artes producidas en Buenos Aires.

Se editaron 19 entregas entre enero de 1946 y principios de 1948, numerados entre el 1 y el 23, en cuyas páginas Borges dio a conocer muchos de sus cuentos más representativos, como “Los inmortales”, “Los teólogos” y “El Zahir”. También varios de sus ensayos: “Nota sobre el Ulises en español”, “La paradoja de Apollinaire”, “El primer Wells”, “Sobre Oscar Wilde”, “Nota sobre Walt Whitman” y “Nota sobre Chesterton”.

El Aleph

Como era habitual, nuestro dilecto escritor reunió “La casa de Asterión” y otros textos también publicados previamente en su segundo libro más reconocible: El Aleph, editado por Losada en 1949. Advierte Borges en el Epílogo a ese volumen que “a una tela de Watts, pintada en 1896, debo «La casa de Asterión» y el carácter del pobre protagonista”.

Refiere al pintor y escultor victoriano George Frederick Watts, cuya obra “El Minotauro” (realizada en 1885) representa en gran formato al monstruo de la mitología griega.

Visto medio de espaldas, el Minotauro mira el mar desde la azotea de su laberinto, por donde llegarán en barco los 14 adolescentes que le envía el rey Minos. Una de sus garras se apoya en el parapeto, aplastando un pequeño pájaro que simboliza la inocencia y la pureza juveniles que serán mancilladas por él…

Borges conoció la pintura que inspiró el cuento a través de su admirado Chesterton, autor de la biografía titulada G.F. Watts, publicada en Londres en 1904, año del fallecimiento del pintor inglés.

Cuándo y cómo

Para Norman Thomas di Giovanni, editor y traductor de Borges, el cuento fue redactado casi “de apuro” en dos días de 1947, tal vez durante finales de abril, simplemente para llenar dos páginas en blanco de la nueva edición de Los Anales de Buenos Aires.

Edwin Williamson, profesor de literatura española y latinoamericana en Oxford, especialista en Cervantes y autor de libros como Borges: A life (de 2014), sostiene una teoría más sofisticada.

Para este catedrático inglés, la ruptura del romance que mantenían Borges y Estela Canto y la infelicidad que ello le produjo, fue un asunto decisivo para la redacción del cuento. El autor cuenta a su manera el desasosiego y la extrema soledad a la que era condenado con semejante abandono, y su deseo de ser liberado de una vida que aparecía monótona sin la amada.

Reinterpretación del mito

Nuestra teoría —sin desestimar las anteriores y solo como mera especulación— se vincula a una “reinterpretación” borgeana del mito y de la impresión que el lienzo provocó en el escritor.

Para Borges, puede que el Minotauro no observe el mar sino el infinito, y que no espere la llegada de los jóvenes sacrificados sino la de su “redentor”.

Mientras reflexiona sobre las vicisitudes de su desgraciada existencia en el laberinto creado por Dédalo, solo ansía la llegada de quien, como él mismo hace con sus víctimas, lo liberará “de todo mal”. Esa larga y melancólica cavilación del hijo de Pasífae y el Toro de Creta, quien supo ser resplandeciente, es justamente la que da forma y fondo al cuento, donde el mito se transforma en dilema existencial con un remate inesperado.

LA CASA DE ASTERIÓN

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)* están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: «Ahora volvemos a la encrucijada anterior» o «Ahora desembocamos en otro patio» o «Bien decía yo que te gustaría la canaleta» o «Ahora verás una cisterna que se llenó de arena» o «Ya verás cómo el sótano se bifurca». A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.

* El original dice ‘catorce’, pero sobran motivos para inferir que, en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos.

A Marta Mosquera Eastman

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