Los griegos contaban que Dédalo, padre de Ícaro y arquitecto del Laberinto, construyó estatuas semovientes de madera; nada más y nada menos que antiguos robots para defender la isla de Creta…
Este y otros mitos serán claves para la creación de obras literarias que, en los siglos siguientes, sentarán las bases de un género en particular que nació y evolucionó en Europa y se afianzó y desarrolló en América del Norte.

La ciencia ficción fue bautizada y popularizada como tal por Hugo Gernsback, cuando en 1926 comenzó a publicar la revista del género más famosa de la historia: Amazing Stories. En la portada del primer número de la revista, aparecido en abril de aquel año, tres autores emblemáticos eran destacados: el británico H.G. Wells, el francés Julio Verne y Edgar Allan Poe.
Kepler, Shelley y Poe

Isaac Asimov aseguraba que Somnium, historia de Johannes Kepler publicada póstumamente en 1634, fue el primer relato de ciencia ficción. En ese texto, el islandés Duracotus y su madre Fiolxhilda realizan un viaje onírico a la Luna mediante un conjuro mágico, exhibiendo la preocupación de Kepler por ver desde el satélite los movimientos de la Tierra.
Sin embargo, sobre cuándo, dónde y quién inventó este género literario tal y como hoy lo admitimos, los especialistas han alcanzado un consenso: 1818, Londres y Mary Shelley.
Fue Frankenstein o El moderno Prometeo la primera obra literaria que, integralmente, contiene todos los elementos necesarios para hacerla propia del género, como se concibe en la actualidad. Es decir, obras de ficción que exploran mundos y futuros posibles, con cualidad racionalista y cierto rigor científico para especular en base a conocimientos disponibles que dan verosimilitud al relato, sin desdeñar la imaginación fantástica como efecto secundario.
Poe también puede considerarse como un precursor primitivo de la moderna ciencia ficción, con relatos de la década de 1830, como “La incomparable aventura de un tal Hans Pfaal”, “El poder de las palabras”, “Un descenso al Maelström” o “Von Kempelen y su descubrimiento”.
Julio Verne: el primer sistemático
Pero sobre quién fue el primer escritor en sistematizar la producción de historias del género, también hay consenso entre crítica y público: Julio Verne. Inició el recorrido con Cinco semanas en globo, en 1863, a la que siguieron novelas como Viaje al centro de la Tierra (1864), De la Tierra a la Luna (1865), Veinte mil leguas de viaje submarino (1870) y La isla misteriosa, entre muchas otras.

A partir del prolífico narrador francés, nada será igual: especulando con los conocimientos técnicos disponibles durante el positivismo, se sirve de ellos para construir historias de aventuras fascinantes.
Todo lo que cuenta Verne, por más descabellado que pueda parecer a primera vista, resultaba plausible al público lector para un futuro más cercano que utópico.
H.G. Wells: la generación definitiva
La siguiente generación de escritores encarnó en un casi contemporáneo del francés: H.G. Wells. Cuando Verne se volcaba casi exclusivamente a historias de aventuras aptas para todo público, destacaba en la escena europea este londinense progresista que pretendía una crítica al mundo que lo rodeaba.
La ciencia ficción —como muchos autores y apologistas creen todavía hoy— era para Wells la herramienta idónea para explorar las bondades y, sobre todo, los horrores a los que la humanidad estaba expuesta.
Ya con su primera novela, La máquina del tiempo, de 1895, alcanzó un éxito inmediato, que repitió con El hombre invisible (1897), la escalofriante La guerra de los mundos (1898) y Los primeros hombres en la Luna (1901), y otras.

Forzando los límites de la ciencia y la tecnología de su época, Wells planteaba historias que, a priori, podían parecer imposibles, pero al mismo tiempo prefiguraban aterradores mundos factibles.
Durante los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, Verne y Wells rivalizaron en cuanto a quién de los dos daría a imprenta la mejor o más popular obra del género. Una rivalidad que prosigue en nuestros días, con fanáticos del francés, de un lado, que destacan su preexistencia, y del inglés, del otro, por el carácter definitivo que dio a la ciencia ficción.
Los denominadores comunes
No obstante, hay y hubo quienes ven en ambos elementos clave compartidos, denominadores comunes que hilan histórica y literariamente sus respectivas obras, como un todo. Por ejemplo, el ilusionista Georges Méliès, quien en 1902 —en vida de ambos escritores— dio a conocer Viaje a la Luna, considerada película fundacional del moderno cine de este género.
Se trata de una adaptación combinada de obras de Verne y de Wells: De la Tierra a la Luna, del francés, y Los primeros hombres en la Luna, del inglés, novela aparecida el año anterior al estreno de la cinta.
La opinión de Borges

Tratando de dilucidar quién de los dos puede ser considerado “padre” de la ciencia-ficción moderna y tratándose de un sitio borgeano, como en otras ocasiones recurrimos al propio Jorge Luis Borges.
En Otras inquisiciones, volumen aparecido en 1952, Borges hace una comparación directa entre Wells y Verne. Pone al británico a la altura de Dickens o Goethe, lo califica como “un admirable narrador” y afirma que “historió el pasado, historió el porvenir, registró vidas reales e imaginarias”. Verne, mientras tanto, no supera al “jornalero laborioso y risueño” que “escribió para adolescentes” ficciones que “trafican en cosas probables”.
En su Introducción a la literatura inglesa, de 1965, aseguraba Borges: “Los primeros libros de H.G. Wells prefiguran y sin duda superan, con medio siglo de anticipación, las obras que hoy llamamos de «ciencia-ficción»”.
Y en el prólogo al volumen La máquina del tiempo. El hombre invisible, de su Biblioteca Personal, que editó Hyspamérica en 1985, recordaba: “Wells afirmó que las invenciones de Verne eran meramente proféticas y las suyas eran de ejecución imposible”. Añadiendo que “el hecho de que Wells fuera un genio no es menos admirable que el hecho de que siempre escribiera con modestia, a veces irónica”.
Para terminar, reproducimos completo “El primer Wells”, texto incluido en Otras inquisiciones, libro que recopila artículos de Borges publicados previamente en diferentes medios.
EL PRIMER WELLS
Harris refiere que Oscar Wilde, interrogado acerca de Wells, respondió: “Un Julio Verne científico”.
El dictamen es de 1899; se adivina que Wilde pensó menos en definir a Wells, o en aniquilarlo, que en pasar a otro tema. H.G. Wells y Julio Verne son ahora nombres incompatibles. Todos lo sentimos así, pero el examen de las intrincadas razones en que nuestro sentimiento se funda puede no ser inútil.
La más notoria de esas razones es de orden técnico. Wells (antes de resignarse a especulador sociológico) fue un admirable narrador, un heredero de las brevedades de Swift y de Edgar Allan Poe; Verne, un jornalero laborioso y risueño. Verne escribió para adolescentes; Wells, para todas las edades del hombre. Hay otra diferencia, ya denunciada alguna vez por el propio Wells: las ficciones de Verne trafican en cosas probables (un buque submarino, un buque más extenso que los de 1872, el descubrimiento del polo Sur, la fotografía parlante, la travesía de África en globo, los cráteres de un volcán apagado que dan al centro de la tierra); las de Wells en meras posibilidades (un hombre invisible, una flor que devora a un hombre, un huevo de cristal que refleja los acontecimientos de Marte), cuando no en cosas imposibles: un hombre que regresa del porvenir con una flor futura; un hombre que regresa de la otra vida con el corazón a la derecha, porque lo han invertido íntegramente, igual que en un espejo. He leído que Verne, escandalizado por las licencias que se permite ‘The First Men in the Moon’, dijo con indignación: “Il invente!”
Las razones que acabo de indicar me parecen válidas, pero no explican por qué Wells es infinitamente superior al autor de Héctor Servadac, así como también a Rosney, a Lytton, a Robert Paltock, a Cyrano o a cualquier otro precursor de sus métodos.[*] La mayor felicidad de sus argumentos no basta a resolver el problema. En libros no muy breves, el argumento no puede ser más que un pretexto, o un punto de partida. Es importante para la ejecución de la obra, no para los goces de la lectura. Ello puede observarse en todos los géneros; las mejores novelas policiales no son las de mejor argumento. (Si lo fueran todos los argumentos, no existiría el Quijote y Shaw valdría menos que O’Neill). En mi opinión, la precedencia de las primeras novelas de Wells —‘The Island of Dr. Moreau’, verbigracia, o ‘The Invisible Man’— se debe a una razón más profunda. No sólo es ingenioso lo que refieren; es también simbólico de procesos que de algún modo son inherentes a todos los destinos humanos. El acosado hombre invisible que tiene que dormir como con los ojos abiertos porque sus párpados no excluyen la luz es nuestra soledad y nuestro terror; el conventículo de monstruos sentados que gangosean en su noche un credo servil es el Vaticano y es Lhasa. La obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica ambigüedad; es todo para todos, como el Apóstol; es un espejo que declara los rasgos del lector y es también un mapa del mundo. Ello debe ocurrir, además, de un modo evanescente y modesto, casi a despecho del autor; éste debe aparecer ignorante de todo simbolismo. Con esa lúcida inocencia obró Wells en sus primeros ejercicios fantásticos, que son, a mi entender, lo más admirable que comprende su obra admirable.
Quienes dicen que el arte no debe propagar doctrinas, suelen referirse a doctrinas contrarias a las suyas. Desde luego, tal no es mi caso; agradezco y profeso casi todas las doctrinas de Wells, pero deploro que éste las intercalara en sus narraciones. Buen heredero de los nominalistas británicos, Wells reprueba nuestra costumbre de hablar de la tenacidad de “Inglaterra” o de las maquinaciones de “Prusia”; los argumentos contra esa mitología perjudicial me parecen irreprochables, no así la circunstancia de interpolarlos en la historia del sueño del señor Parham. Mientras un autor se limita a referir sucesos o a trazar los tenues desvíos de una conciencia, podemos suponerlo omnisciente, podemos confundirlo con el universo o con Dios; en cuanto se rebaja a razonar, lo sabemos falible. La realidad procede por hechos, no por razonamientos; a Dios le toleramos que afirme “Soy El Que Soy” (Éxodo, 3, 14), no que declare y analice, como Hegel o Anselmo, el argumentum ontologicum. Dios no debe teologizar; el escritor no debe invalidar con razones humanas la momentánea fe que exige de nosotros el arte. Hay otro motivo, el autor que muestra aversión a un personaje parece no acabar de entenderlo, parece confesar que éste no es inevitable para él. Desconfiamos de su inteligencia, como desconfiaríamos de la inteligencia de un Dios que mantuviera cielos e infiernos. Dios, ha escrito Spinoza (Ética, 5,17), no aborrece a nadie y no quiere a nadie.
Como Quevedo, como Voltaire, como Goethe, como algún otro más, Wells es menos un literato que una literatura. Escribió libros gárrulos en los que de algún modo resurge la gigantesca felicidad de Charles Dickens, prodigó parábolas sociológicas, erigió enciclopedias, dilató las posibilidades de la novela, reescribió para nuestro tiempo el Libro de Job, esa gran imitación hebrea del diálogo platónico, redactó sin soberbia y sin humildad una autobiografía gratísima, combatió el comunismo, el nazismo y el cristianismo, polemizó (cortés y mortalmente) con Belloc, historió el pasado, historió el porvenir, registró vidas reales e imaginarias. De la vasta y diversa biblioteca que nos dejó, nada me gusta más que su narración de algunos milagros atroces: ‘The Time Machine’, ‘The Island of Dr. Moreau’, ‘The Plattner Story’, ‘The First Men in the Moon’. Son los primeros libros que yo leí; tal vez serán los últimos… pienso que habrán de incorporarse, como la fórmula de Teseo o la de Ahasverus, a la memoria general de la especie y que se multiplicarán en su ámbito, más allá de los términos de la gloria de quien los escribió, más allá de la muerte del idioma en que fueron escritos.
[*] Wells, en ‘The Outline of History’ (1931), exalta la obra de otros dos precursores: Francis Bacon y Luciano de Samosata.